Sunday, September 20, 2009



Marcos Roitman Rosenmann

¿De qué otra forma puede denominarse a los estados cuyos principios tienen como fin cometer premeditadamente actos viles contra sus semejantes? La definición, propia del diccionario del uso del español de María Moliner, subraya: es el epíteto más duro aplicable contra un ser humano. Trasladado a un comportamiento de contenido político podría definir decisiones soeces colectivas tomadas conscientemente contra los conciudadanos. En este sentido, nos estamos refiriendo al cúmulo de medidas apoyadas por leyes, decretos y normas cuyo objetivo consolida en el poder a una elite plutocrática que se adueña de los recursos naturales, del gobierno, de las instituciones, del territorio en beneficio propio. Para conseguirlo no escatima esfuerzos represivos. Deja sin trabajo a millones de conciudadanos. Entrega la soberanía a potencias extranjeras para justificar guerras contrainsurgentes, antiterroristas o asesinar opositores. Vende, subasta o alquila a las empresas trasnacionales las riquezas del subsuelo y los mares a precio de saldo. Aplica políticas excluyentes, fomentando el miedo y la represión como estrategia de gobierno.

Sus hacedores se sienten cómodos practicando dichos principios. No les duelen prendas a la hora de esquilmar las arcas públicas en favor de sus amigos banqueros y empresarios. No sienten vergüenza si cobran comisiones por la realización de grandes megaproyectos inmobiliarios, construcción de autopistas o embalses. Reniegan de la inversión pública para salud o educación.

En el Estado canalla, la corrupción es una forma aceptada de convivencia social. No hay sanción política, sólo judicial y en casos extremos. Muy raramente se produce la inhabilitación de los imputados. La corrupción se configura como un engranaje desde el cual se proyecta la acción del Estado. La función pública se considera subsidiaria de la gestión privada, y pasa a regirse por los principios del beneficio económico. La aplicación de leyes redactadas ex profeso a tales efectos es la demostración de lo dicho. Cuando no es así, se da rienda suelta a los despachos de asesores jurídicos para otorgar cobertura a la violencia de Estado.

No hay que ir muy lejos para constatar el recorte de las libertades civiles y de los derechos democráticos de la población, sean obreros industriales, trabajadores autónomos, campesinos, mujeres o pueblos originarios. Se congelan sueldos, se fomenta el despido libre, la flexibilidad laboral y de paso se amenaza con el fin de las pensiones y los derechos laborales adquiridos durante décadas, por no decir siglos, como las pagas extraordinarias, el descanso dominical o el jornal de ocho horas diarias. Tampoco cumplen el principio: igual trabajo igual remuneración para hombres y mujeres. Las formas democráticas de negociación, mediación, participación, representación y coacción brillan por su ausencia.

Si vamos poniendo cara a estas políticas podemos visualizar posibles estados que caen bajo la denominación genérica de estados canallas. Colombia cede parte de su soberanía territorial y permite el uso de bases militares a Estados Unidos. Asimismo, con el pretexto de luchar contra el narcotráfico y la guerrilla, instaura un proyecto de democracia protegida donde las fuerzas armadas y los paramilitares se transforman en verdugos de su pueblo, asesinando campesinos, sembrando el terror en las ciudades y asesinando a quienes los denuncian. Colombia es el país, junto a México, donde más periodistas caen víctima de atentados por parte de los sicarios del Estado. Igualmente, en México, asistimos a una unión entre clase gobernante y mafia de narcotraficantes tendiente a destruir la conciencia nacional, desvirtuar la historia y avanzar en la política de exterminio de los pueblos indígenas. La guerra contrainsurgente contra el EZLN y sus comunidades, la acción calculada al milímetro para desarticular las organizaciones campesinas y la venta del país a la banca extranjera y las trasnacionales le sitúan en un lugar de privilegio como Estado canalla. En Chile se criminaliza la lucha del pueblo mapuche; aplicando la ley antiterrorista, es considerado un enemigo contra la seguridad nacional. Hay más de 200 líderes mapuches encarcelados bajo la política instaurada con el gobierno de Ricardo Lagos llamada Nuevo Trato y continuada por Michelle Bachelet. Una forma eufemística de expulsarlos de sus tierras y facilitar la represión bajo el allanamiento de sus hogares sin orden judicial, consumando las amenazas de detención y las acciones punitivas de las organizaciones paramilitares de los latifundistas y hacendados, entre ellos ni más ni menos que el ex ministro de la concertación Enrique Krauss, latifundista e impulsor de la aplicación de la ley pinochetista. También, el control de la prensa por parte de dos grupos monopólicos y la elite política demuestra la nula libertad de expresión y el miedo a la libertad de prensa. El caso Clarín lo atestigua. En Honduras tenemos otra demostración. El gobierno de facto, nacido de un golpe de Estado, instaura un orden ilegítimo, donde Roberto Micheletti es reconocido por una parte de la clase dominante interesada en proteger sus intereses y propiedades en contra del pueblo, que pide a voces el retorno del presidente constitucional. Las fuerzas armadas reprimen y asesinan selectivamente, dando la imagen de estabilidad con argumentos de ficción. En Perú se hacen oídos sordos a las demandas de autonomía de los pueblos originarios y se les combate para favorecer las prospecciones petroleras de las grandes compañías trasnacionales.

En todos los casos citados se toman decisiones cuya voluntad política va contra las clases populares; es decir, contra una mayoría de la población. Lo más significativo de los nuevos estados canallas se encuentra en la administración autocrática de lo cotidiano. Por este motivo no estamos hablando en América Latina de estados fallidos, sin capacidad de gobernar o escaso poder institucional. Por el contrario, son gobiernos fuertes, y se fundamentan en el desprecio por la democracia. Es la forma más perfecta de ejercer el poder una vez consolidada la refundación neooligárquica del orden político.

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