La doble vida de José Saramago
Miguel Ángel Flores
MÉXICO, D.F., 5 de julio (Proceso).- El pasado 18 de junio murió, a los 87 años, el escritor portugués José Saramago. En este artículo se detalla el momento en que decidió dedicarse a la literatura, así como las razones por las que alcanzó fama y reconocimiento.
En el momento en que se divulgó la noticia del fallecimiento de José Saramago, a quienes estaban familiarizados con su biografía y bibliografía les acudió a la mente el dato más singular de esa biografía y la etapa en que se había construido esa bibliografía. El gran autor era el único, hasta el momento, que había recibido el Premio Nobel en el ámbito de la lengua portuguesa. Todo pareció ser singular en la vida de este escritor.
El filósofo lusitano Eduardo Lourenço expresó con su acostumbrada lucidez un valioso testimonio sobre su contemporáneo. En todos los sentidos, como destino y como autor, Saramago representa un caso paradójico. Cuando la mayoría está en el umbral de concluir una obra, él inició la suya. Apareció tarde en el contexto de la ficción portuguesa, cuando ya nadie esperaba, probablemente, nada destacado de él.
Parafraseando el título de una de sus novelas, él también se levantó del suelo, de un sitio sin el bagaje de memorias eruditas canónicas; se levantó apoyado sólo en su extraordinaria experiencia de los hombres, soñando y reescribiendo, de alguna forma, el texto que fue clave en su creación: la Biblia. En ella se resume la actitud del hombre ante su destino, la plenitud de la vida y la meditación ante la muerte. El escritor frente a la página en blanco, ahora la pantalla, para ejercer el papel de un pequeño, o quizá, de un gran dios.
Según Lourenço, casi todos sus libros son un diálogo con la mitología bíblica, que él sometió a una extraña desmitologización; un mundo al revés o, mejor dicho: un mundo donde las más conocidas historias bíblicas se convierten en una en la historia de la humanidad, de una humanidad dentro de los límites de lo humano, sin coartadas metafísicas, dentro de la dimensión humana. La utopía se esfumó; un Apocalipsis político se elevó de ella, pero en Saramago fue sustituido por los sueños de una humanidad que pudo haber perdido una guerra pero nunca la ilusión que la hace vivir. Imaginó la vida del heterónimo de Pessoa, Ricardo Reis, el único a quien su creador no le escrituró una fecha de fallecimiento. Esa era la etapa de una vida que faltaba para que concluyera su ciclo vital. Reis regresa de Brasil a Lisboa, y en la atmósfera mortecina y triste de una lluviosa ciudad a orillas del Tajo, Saramago copia los renglones torcidos del autor que fue Pessoa, dentro del marco de aquel verso en el que el poeta expresa que la única vida verdadera es la que se vive en un sustrato de sueño.
La suya fue una muerte, si no anunciada, sí esperada. La enfermedad lo fue consumiendo paulatinamente. Y sin embargo, la energía intelectual no se agotaba. Parecía que su segunda vida se prolongaría hasta el horizonte de los 100 años. Pero lo venció la leucemia. Tenía 87 años cuando se apagó su vida, el pasado viernes 18 de junio, en la isla de Lanzarote, España, su lugar de exilio desde 1993, a raíz de que un alto funcionario del Ministerio de Cultura del gobierno portugués borró su nombre de los candidatos oficiales al Premio Literario Europeo. El libro que se presentaba al concurso era El evangelio según Jesucristo. En ese año gobernaba el país la democracia cristiana, que más que ahora añoraba la doctrina conservadora y retrógrada salazarista que había dominado al país por casi medio siglo. El escritor no sólo se autoexilió, sino que adoptó una actitud que resultaría muy incómoda para la Iglesia católica y a la clase política conservadora de su país. En 1969 se había afiliado al Partido Comunista. Hacía oficial su toma de actitud intransigente ante los injustos sistemas de gobierno. En las entrevistas que concedió, en los años post Nobel, expresó que sabía que dejaría un mundo lleno de porquería, profundamente adolorido.
“Cuando abandone este mundo, partiré con dos personas. Saldré de la mano del niño que fui”. Así se refería en 2006 a los primeros 14 años de vida que pasó, años entrañables para su vida, en su aldea natal de Azinhaga do Ribatejo, donde vino al mundo en el año de 1922. Mundo de penurias y miseria, pero también de solidaridad y esperanza.
Hay una petit histoire que no se menciona en los apuntes biográficos de Saramago que han circulado ampliamente con motivo de su muerte. Y que fue el punto de partida de la resurrección de un escritor que a los 25 años había publicado una novela, Terra de pecado, con el sello de la editorial Minerva, y que había callado después, y se pensaba que para siempre.
José Saramago, quien se había conservado activo en la letra escrita y se ganaba la vida como colaborador en la prensa de su país escribiendo reseñas de libros, artículos de fondo, crónicas de viajes, traducciones y otros trabajos similares, fue nombrado director del Diario de Noticias, publicación que había sido expropiada por el gobierno de la Revolución de los Claveles. Era la época en que se creía que la utopía comunista era posible en ese pequeño país que mira al Atlántico, en las proximidades del Peñón de Gibraltar. Pero un día visitó a los portugueses Henry Kissinger. Hizo algunas alusiones sobre la importancia geoestratégica de la patria de Pessoa en el contexto de la Guerra Fría. Al buen entendedor, pocas palabras, así lo entendió muy bien el presidente en turno, el general Costa Gomes. Había que detener la revolución, no se podía ir tan lejos. Lo que había sucedido en Chile era una velada advertencia. Se inició así lo que algunos llaman la contrarrevolución. Hubo que bajar el tono a los exaltados. Hubo que devolver propiedades, desnacionalizar. Los dueños y fieles empleados del periódico que dirigía Saramago llegaron hasta su oficina, y en vilo, sin permitirle que abandonara su asiento, lo pusieron, como se dice entre nosotros, de patitas en la calle.
Qué voy a hacer ahora, se dijo Saramago, a estas alturas de la vida. Regresó a su casa, se sentó a escribir, tomó el riesgo de vivir de su pluma. Su mente estaba llena de mundo y emprendió varios proyectos de escritura. Escribió poesía, de calidad, pero sin estar a la altura de sus contemporáneos. Escribió un libro híbrido, Manual de pintura y caligrafía. Pero en su retorno a la novela fue donde su talento encontraría el verdadero cauce. La ficción era su auténtico reino. Imaginó una historia centrada en el convento de Mafra: Memorial del convento. Su primera novela la consideraba un fracaso. Se trataba de una tentativa sin secuencia, constituía lo que él llamó un libro de una inexperiencia vital. Cuando emprendió su segunda vida, experiencia vital era lo que le sobraba. Podía imaginar con todo el vigor necesario la vida de Brumilda en su dimensión humana. Podía armar su ficción con una prosa que nos parece única e insuperable y que sustentaba una trama muy rica en alusiones y ensoñaciones.
Los lectores empezarían a llegar por millones. Aquí mencionemos otra paradoja: Su aceptación se dio en una época en que empezó establecer su supremacía la novela light. Leer a Saramago implica sumergirse en una empresa de lectura que exige toda nuestra atención. Entrar en sus novelas significa ingresar en un laberinto donde uno debe encontrar las claves para orientarse en sus fabulaciones. No hay concesiones. En su novela El año de la muerte de Ricardo Reis, está expresada toda su potencialidad creativa. No fue tarea fácil involucrarse en el mundo contradictorio y enigmático de Pessoa y a partir de ahí trazar todo una coreografía en la que se desarrolla un ballet de máscaras.
Es la invención de la invención. Es el juego de espejos que refleja la poliédrica condición humana. Es hacer valer la verdad de la ficción, desde la duda sobre los poderes de esa ficción. Es la energía intelectual que no desfallece. Es el ajuste de cuentas con un pasado político. Y fue precisamente esta novela la que le abrió las puertas de la traducción a otros idiomas. Basilio Losada informó a la editorial Seix Barral sobre la calidad de los libros de Saramago. Pero los editores querían dar pasos en firme y les interesó el autor portugués a partir de su novela “pessoaneana”; se consideró que tendría más aceptación esa historia que partía del poeta portugués que cada día encontraba más lectores. Inesperadamente la novela Memorial del convento se convirtió en un éxito de crítica y ventas.
¿Hubiera podido trascender Saramago si sus novelas no hubieran pasado por el tamiz de la traducción al español? Dada la marginalidad de la lengua portuguesa en el mundo de la cultura, vista la escasa divulgación de un novelista tan notable como Virgilio Ferreira, me temo que la respuesta es negativa. Y este temor lo confirma el hecho de que Mario Lobo Antunes atrae cada vez más lectores desde que se le publicó en español.
Saramago nunca dejó de incomodar a las buenas conciencias. Nunca abandonó su papel de provocador. Su última novela publicada en vida, Caín, es una reescritura de un episodio bíblico concebido desde una visión terrenal. La escribió en cuatro meses. Pero en realidad el libro tiene como protagonistas a la propia humanidad y a él mismo: “Que Dios ordene a Abraham matar a su hijo Isaac para probar su fe, esto bastaría para borrar de nuestra cabeza nuestra idea de Dios”, dijo en una de sus últimas entrevistas.
El Vaticano lo condenó al infierno.
Sólo nos queda decir que los escritores no son santos y por eso se irán al cielo.
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