Se puede entender que mucha gente pensara sinceramente que la Guerra de Iraq iba a ser un paseíllo. Está, primero, la experiencia de la II Guerra Mundial: los EEUU bombardearon inmisericordemente Alemania y Japón, incluidas sus poblaciones civiles; luego ocuparon militarmente esos países, imponiéndoles un control casi total. Sin embargo, hoy, Alemania y Japón se cuentan entre los aliados más fieles de los EEUU. Está por ver la profundidad y la perdurabilidad de esa alianza, pero por ahora es una realidad.
Ahí están, en segundo lugar, los resultados de la Guerra Fría. Recuérdese que, por aquel entonces, los gobiernos del este europeo, desde Bulgaria hasta Polonia, eran hostiles a los EEUU. Ahora no desean otra cosa que la integración en la OTAN, los avanzados sistemas de escudos antimisiles norteamericanos y la participación en la ocupación de Iraq. O más sorprendentemente aún, tenemos el caso de Vietnam, en donde los inversores estadounidenses son ahora recibidos con los brazos abiertos, cuando en un pasado no tan lejano los EEUU bombardearon ferozmente Vietnam, matando a millones de personas y emponzoñando el medio ambiente.
Incluso después de ver bombardeado su pequeño país en 1999, los serbios se comportaron a pedir de boca, echando a Milosevic y aceptando, al menos por un tiempo, gobiernos prooccidentales, implícita o explícitamente anuentes con los bombardeos de su propio país.
Todo eso llevó a una visión del mundo, dominante en Occidente, señaladamente entre los intelectuales mediáticos –también (aun si no particularmente) entre intelectuales liberales y sedicentemente de izquierda—, que podríamos llamar la Gran Ilusión Occidental. Conforme a esa visión, el mundo, especialmente el Tercer Mundo, está lleno de gentes oprimidas por unos gobiernos, los propios, dirigidos por dictadores políticos y corruptos gestores económicos, y esas gentes no esperan sino ser ayudadas o sostenidas o liberadas (si preciso es, con medios militares) por un Occidente bueno, democrático, liberal y de mercados abiertos. Eso lleva a una buena parte de la izquierda a apoyar “revoluciones democráticas” en Ucrania, Bielorrusia, Líbano y Zimbabwe, entre otros sitios, y a sostener la causa de los derechos humanos en China y de la independencia tibetana.
Es esa una ilusión dimanante de obviar lo que ha sido el cambio fundamental del siglo XX, o al menos, el cambio que ha tenido el mayor y más perdurable impacto: no el fascismo o el comunismo, que en verdad pertenecen al pasado, sino la descolonización. No sólo liberó ese movimiento a centenares de millones de personas de una forma de dominación racista particularmente brutal, sino que invirtió lo que había sido la tendencia dominante de la historia del mundo desde finales del siglo XVI, y es a saber: el movimiento expansivo de Europa. El siglo XX marcó el declive de Europa, y la substitución de Europa por los EEUU como centro del sistema mundial está probablemente destinada a tener corta vida.
Cuando entendemos eso, es fácil ver la fuente de todas nuestra ilusiones actuales. Alemania y Japón fueron, antes de la guerra, potencias imperialistas, y en parte por esa razón, ferozmente anticomunistas. Así pues, lo que los EEUU ofrecieron a sus elites, tras la guerra, fue que continuaran haciendo lo que venían haciendo antes de la guerra, es decir, luchar contra el comunismo, pero por vías relativamente pacíficas y bajo liderazgo norteamericano. Eso era una “salida” para las potencies derrotadas, harto más aceptable para ellas que el Tratado de Versalles impuesto a las Potencias Centrales luego de la I Guerra Mundial. Explica por qué la política norteamericana en Alemania y Japón tras la II Guerra Mundial fue relativamente exitosa y condujo a una alianza estable, al menos hasta ahora.
Análogas consideraciones valen para la “victoria” en la Guerra Fría. El talón de Aquiles de los soviéticos fue siempre su control de la Europa del este. En realidad, el grueso de la población se sentía “europea”, y sus elites miraban con tanta envidia al Occidente “civilizado” como desdén sentían por el Este “bárbaro”. De manera que su “control” por parte de los soviéticos fue una fuente permanente de problemas (sublevación en la Alemania oriental de 1953, Hungría 1956, Praga 1968, Polonia, etc.). Y por supuesto, en estos países los EEUU fueron acogidos después de 1989 con superlativa calidez. Pero esa calidez se extiende, cuando mucho, a la Ucrania occidental; y ahí termina. Los rusos, lo mismo que las antiguas repúblicas soviéticas asiáticas, no se sienten tan occidentales, y saben que nunca serán considerados parte “del Occidente”.
Lo que vale a fortiori para China, América Latina y el mundo musulmán. No hay nada “positivo” que los EEUU puedan ofrecer al Iraq y al Afganistán actuales en compensación por la guerra. Viajando por Siria en 2002, un pequeño empresario (pro-occidental, en cierto sentido) me contó que “el 80% de las gentes de la región querían que Sadam se fuera, pero si quienes tienen que echarlo son los norteamericanos, el 100% está en contra; en realidad, hemos tenido a los turcos, luego a los británicos y a los franceses, ahora a los israelíes; no queremos más colonialismo”. Tenía toda la razón, y esa verdad tan obvia raramente fue entendida entonces en Occidente, ni siquiera entre la gente que se movilizaba contra la guerra (que a menudo se mostraba favorable a una intervención occidental, bien que de formas más suaves que la de Bush, no militares).
Una de las debilidades capitales de la izquierda occidental contemporánea es, precisamente, su incapacidad para registrar, en su visión del mundo, el fallecimiento del colonialismo cuando se embarca en campañas a favor de la democracia o de los derechos humanos o de las minorías en el Tercer Mundo. El ejemplo más reciente de una campaña de este tipo es la agitación en torno de los Juegos Olímpicos en China, particularmente virulenta en París, que es ahora la capital mundial de un imperialismo “humanitario” que ha venido a reemplazar al marxismo y al paródico revolucionarismo sesentaiochesco. La cuestión no es si el movimiento “Free Tibet” es legítimo o no, ni siquiera si el Dalai Lama es un antiguo esclavista y un hombre de paja de la CIA, sino otra mucho más básica: ¿qué esperamos “nosotros” (la izquierda occidental) conseguir allí? China no es Serbia, y no va a dejarse bombardear sumisamente. Nosotros dependemos económicamente más de ellos que ellos de nosotros, de manera que las sanciones económicas (otro instrumento dilecto de la pretendida izquierda humanitaria) tampoco pueden funcionar.
Tanto como nosotros recordamos la II Guerra Mundial y el holocausto, China guarda en la memoria su subyugación por potencias extranjeras y su desmembramiento. China también dice “nunca más”. Obviamente, y con razón o sin ella, ve nuestra actual agitación sobre el Tibet como una continuación de nuestras políticas del pasado. Y eso vale para todos los chinos, sean cualesquiera sus creencias políticas. Lo mejor que podríamos hacer por los tibetanos sería dar garantías a China de que no tenemos ambiciones imperialistas en esa parte del mundo. Pero toda la agitación sobre el Tibet, lo mismo que la instalación de bases militares estadounidenses en el Asia Central, va exactamente en la dirección contraria.
Huelga decir que cada vez que intervenimos encontramos gentes, disidentes o minorías, que están aparentemente de “nuestro lado”. Pero, las más veces, como en el caso de los nacionalistas albano-kosovares, o en el de los actuales dirigentes iraquíes, sólo porque eso les permite servirse del poder de EEUU para promover sus propios fines. Mas esos fines, crear un estado étnicamente puro en Kosovo o un estado islámico en Iraq, no necesariamente coinciden con los de los gobernantes estadounidenses (que también sufren de ilusiones occidentales), y mucho menos, con los fines más ambiciosos de la izquierda occidental.
El “apoyo a las minorías”, inveteradamente usado por los imperialistas para debilitar a estados rivales, es una de las políticas más irresponsables. Porque, ¿qué pasa con esas minorías cuando se retira el imperio y las deja a merced de sus vecinos, que las consideran traidoras? ¿Qué les pasó a los Hmongs en Laos, tras la retirada norteamericana? ¿O a los grupos proalemanes en la Europa del este, tras la derrota de Alemania?
Lo que la izquierda occidental debería hacer es promover un punto de vista realista de la situación mundial y una política exterior fundada en ese realismo. Es verdad que “realismo” suena ahora como una fea palabra en los oídos de la izquierda. Pero todo depende de adonde lleve un análisis realista: si uno piensa que es todopoderoso, y tal es el caso (como ocurrió en el pasado en el enfrentamiento entre el Occidente y el resto del mundo), entonces una política realista puede ser una política de expolio brutal. Pero sin uno no es tan fuerte como cree, entonces un mayor realismo debería llevar a una política más prudente. Si Hitler hubiera sido un “realista”, no habría desencadenado la II Guerra Mundial, y desde luego, no habría invadido la Unión Soviética. Si los EEUU hubieran sido más realistas, no se habrían librado a la escalada en bélica en Vietnam a comienzos de los sesenta, ni habrían invadido Iraq en 2003. Por lo demás, una visión realista de las cosas llevaría a los EEUU a retirar un apoyo a Israel que no aporta petróleo, cuesta un montón de dinero y fomenta una gigantesca animosidad contra los EEUU.
Es irónico que la posición más progresista (al menos, objetivamente) en estos asuntos sea a menudo la de los capitalistas que, las más de las veces, favorecen la apertura comercial, más que los boicots o las sanciones –o los conflictos bélicos— humanitariamente motivados. Obviamente, uno puede estar a favor de limitar el poder de los capitalistas, incluyendo el comercio, por razones sociales o económicas; pero, en lo que hace a las relaciones internacionales, la izquierda debería sostener una posición similar, que es también la del movimiento de no alineados, a saber: cooperación mutua y rechazo de las sanciones unilaterales (no resueltas por la ONU).
El problema de las elites norteamericanas, y en general, occidentales, no es sólo que estén dispuestas a poner en obra políticas violentas aproadas a sus intereses, sino que una arrogancia sin brida les impele también a llevar a cabo políticas violentas contrarias a sus propios intereses. Ya no controlamos el mundo, y de la negativa a aceptar este hecho se siguen miserias sin cuento. Lejos de apoyar intervenciones “humanitarias”, la izquierda debería promover una estimación más realista de las relaciones de fuerza en el mundo y una política basada en el diálogo, en el respeto de la soberanía nacional y en la no-intervención.
Traducción para www.sinpermiso.info : Mínima Estrella
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