En las elecciones del domingo pasado en Uruguay votó 90 por ciento del electorado (o sea, sacando los ausentes, sobre todo en el exterior, prácticamente todos los que están en condiciones de votar). La principal incógnita, con vistas a la segunda vuelta, el último domingo de noviembre, es pues si los trabajadores uruguayos en Argentina son capaces de repetir el gran esfuerzo realizado e incluso de acudir aún en mayor número a las urnas (esta vez viajaron 40 mil de los 500 mil expatriados, sobre una población de 3.5 millones) y, secundariamente, si los votantes de Asamblea Popular lo harán ahora por el Frente Amplio (FA), y cómo se dividirán los votos del Partido Independiente entre la abstención, el voto en blanco, el frente de la derecha (Partido Nacional más los Colorados) e incluso el Frente Amplio. Porque el ex presidente Luis Alberto Lacalle, candidato del Partido Nacional (Blanco) y ahora de los Colorados, es muy resistido por su corrupción en las filas de su propio partido, y naturalmente entre los colorados, adversarios tradicionales de los blancos.
El FA obtuvo 47.96 por ciento de los sufragios y los dos partidos derechistas principales, unidos, 46.09. Por eso la gran campaña mediática, a escala internacional y nacional a favor de Lacalle y también para lograr que la derecha del Frente Amplio (representada por el candidato a vicepresidente, Danilo Astori) modere aún más su política y obligue a hacer lo mismo a José Pepe Mujica (con el pretexto de ganar votos centristas), alejando así a electores de izquierda que votaron en blanco o por Asamblea Popular.
Mario Benedetti, el gran escritor uruguayo recientemente fallecido, decía que su país era la única oficina pública que había ascendido al rango de República, queriendo significar con eso que la mayoría de la población depende directa o indirectamente del Estado y pertenece a las llamadas clases medias, urbanas o rurales (ya que su industria ha sido arrasada y la mayoría de los trabajadores industriales uruguayos están en el exterior). Pero eso no quiere decir que en Uruguay no haya lucha de clases, que en este caso se expresa en el apoyo popular al FA a pesar de la gran moderación de la candidatura y del gobierno del mismo y del neoliberalismo de Astori, el hombre que proponía, como ministro, un Tratado de Libre Comercio con Washington y reducir la acción del Mercosur, y al cual Mujica le da manos libres para la futura conducción económica.
Durante el siglo XIX y la mitad del siglo XX, en las guerras civiles que ensangrentaron Uruguay se enfrentaron los campesinos con la oligarquía comercial montevideana, aliada –y adversaria– de la de Buenos Aires. El capital estadunidense, argentino y brasileño posee los bancos, la mitad de la tierra y de las propiedades inmobiliarias, y controlando la mayoría de los medios, forma la opinión pública. El capital nacional, es cierto, es muy débil, casi inexistente. Pero la formación social no es plebeya
ni clasemediera porque el capital internacional controla el país, que es un paraíso fiscal, como las islas Caimán, para los capitales que escapan a las regulaciones de sus respectivos gobiernos. Hay y siempre hubo una oligarquía, antinacional y ligada al capital extranjero. Y no existe una supuesta cultura plebeya
sino la versión plebeya de la cultura conservadora de las clases dominantes.
El triunfo del No en el plebiscito para la anulación de la Ley de Caducidad (que es una amnistía real a los dictadores, torturadores y asesinos) y el rechazo a la concesión del voto a los obreros y otros emigrados, que representan casi un tercio de la población adulta total del país, expresa ese conservadurismo que pesa incluso sobre una parte de los votantes del Frente Amplio. Con dicho conservadurismo cuenta la derecha. En realidad, desde el punto de vista del balotage, todo reside en si la totalidad de los conservadores votará por los corruptos y reaccionarios o por la política más que moderada del FA.
Los capitalistas no se asustan ante la moderación del discurso democrático liberal de Pepe Mujica ni le temen al programa del Frente Amplio, el cual plantea como meta reproducir la política laica, progresista, nacionalista e industrialista del viejo Batlle y Ordóñez en la primera década del siglo pasado cuando en estos 100 años todo ha cambiado, en Uruguay y en el mundo.
Le tienen miedo, en cambio, al hambre de transformaciones sociales que anima a más de la mitad de los uruguayos, o sea a los que votaron por el Frente Amplio y a todos los obreros y trabajadores que no pudieron hacerlo porque están en el exterior. Temen también la presión que sobre la moderadísima fórmula Mujica-Astori pueden ejercer sus votantes y, también, los aliados del FA en los gobiernos del Mercosur que se defienden de un posible viraje diplomático si en Montevideo triunfase un gobierno proimperialista –al igual que en Chile– y si en Paraguay hubiese un golpe de tipo hondureño contra el frágil y jaqueado gobierno de Fernando Lugo.
De modo que los medios de derecha, uruguayos o internacionales, tratarán de consolidar y organizar la debilísima mayoría conservadora que se expresó en los plebiscitos para darle una base a Lacalle y fragmentar al Frente Amplio. Será por eso muy importante el aumento de la contrapresión de la politizada izquierda y de los trabajadores que harán de todo para asegurar el triunfo del Frente Amplio esperando que éste sea un gobierno de izquierda.
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