La severidad del proceso de cambio climático provocado por la actividad humana ha quedado bien establecida en la literatura científica. Las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) siguen aumentando y las alteraciones que han provocado en la composición de la atmósfera no tienen paralelo en los últimos 650 mil años. Los últimos estudios concluyen que si el calentamiento global promedio excede los 2 centígrados se producirán consecuencias peligrosas, irreversibles y prácticamente incontrolables para la biosfera.
En un mes se llevará a cabo la decimoquinta conferencia de las partes (COP-15) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (UNFCCC) que cobija al Protocolo de Kyoto (PK), el principal tratado sobre cambio climático. Esa reunión debería culminar con un tratado sucesor del PK, que expira en 2012. El tiempo está encima, pues un acuerdo con mínima credibilidad debe dar tiempo a las partes signatarias para preparar su implementación. Las cosas no pintan bien para alcanzar un resultado satisfactorio en Copenhague.
De acuerdo con el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), los objetivos de largo plazo de un acuerdo sobre cambio climático deberían ser dos. Primero, las emisiones globales de gases de efecto invernadero deberían alcanzar su nivel máximo en los próximos 10 a 15 años y comenzar a declinar a partir de ese pico. Segundo, para 2050 esas emisiones deberían reducirse en 50 por ciento con respecto a las emisiones de 2000. Sólo de esa manera se puede estabilizar la concentración de CO2 equivalente en el nivel de 450 ppm. Ese nivel corresponde a incrementos de entre 2 y 2.4 grados centígrados en la temperatura global promedio.
Aun esa meta lleva asociados efectos negativos que deben ser considerados, para fines prácticos, irreversibles. Por ejemplo, este año la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos publicó una investigación cuyas principales conclusiones son escalofriantes. Primera, el cambio climático que estamos provocando hoy durará por lo menos mil años a partir del momento en que se detengan las emisiones. Segunda, alrededor de 40 por ciento del dióxido de carbono emitido durante este siglo permanecerá en la atmósfera hasta el año 3000.
Las posiciones para Copenhague siguen líneas de conflicto. La mayoría de los países ricos (responsables de alterar la composición de la atmósfera) mantiene una retórica de metas cuantitativas interesantes, pero no especifica la forma de alcanzarlas. Además, esos países señalan con índice acusatorio a las llamadas economías emergentes, China, India y Brasil, como los principales emisores de GEI en la actualidad. Y si bien es cierto que China ya se convirtió en el principal emisor de GEI, las emisiones per cápita en China e India (6 y 1.7 toneladas por habitante, respectivamente) son significativamente menores que las de los países ricos.
Por si esas divisiones no fueran suficientes, las emisiones per cápita en Estados Unidos son dos veces más grandes que las de la Unión Europea (23.6 contra 12 toneladas respectivamente), lo que complica más las negociaciones.
De este modo, si bien 133 países han reconocido que es necesario esforzarse para limitar el aumento en la temperatura global promedio a 2 grados centígrados, la probabilidad de alcanzar esta meta se va haciendo más remota a medida que pasa el tiempo.
Para el secretariado de la UNFCCC, un nuevo acuerdo exitoso requiere tres cosas. Primero, que los países industrializados definan compromisos (de reducción de emisiones) de largo plazo y las metas cuantitativas de mediano plazo que deberán ir cumpliendo. Segundo, que los países en vías de desarrollo especifiquen las medidas que adoptarán para mantener sus niveles de emisiones estables. Tercero, deberá establecer de manera clara las modalidades y montos de financiamiento internacional (así como de flujos de tecnología) para ayudar a los países en desarrollo a reducir sus emisiones de GEI.
Para los primeros dos puntos, sería bueno añadirle dientes al nuevo tratado, quizás en forma de sanciones económicas. Y sobre el tercero, cabe preguntarse de dónde van a salir los recursos para los países en desarrollo y cómo serán canalizados. El volumen de financiamiento que se ha llegado a mencionar en algunas proyecciones es astronómico. Por ejemplo, la Agencia Internacional de Energía calcula que sólo en el sector energético se van a requerir 10 billones (castellanos) de dólares entre 2010 y 2030. En otros sectores hay requerimientos del mismo orden de magnitud.
Si la población mundial asciende a 9 mil millones de personas en 2050, será necesario reducir las emisiones per cápita a no más de dos toneladas de CO2 equivalente. Para lograr este tipo de metas se va a necesitar algo más que un engendro del Protocolo de Kyoto y, por supuesto, sin todo el abanico de tretas y ventanas para eludir los compromisos adquiridos. ¿Será Copenhague la cuna de un nuevo acuerdo de este tipo? No lo creo, pero hay que intentarlo.
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