¡Ya bájenle!
DENISE DRESSER
¿Sabía usted que, en este contexto de crisis económica, los partidos recibirán 3 mil 12 millones de pesos el año próximo? ¿Sabía usted que con esa suma se podrían incorporar 500 mil familias más al programa Oportunidades? ¿Sabía usted que esa cantidad es casi el doble de los recursos destinados a la reconstrucción de la red de carreteras federales? ¿Sabía usted que es poco menos del presupuesto total para todas las actividades culturales? ¿Sabía usted que es casi el doble de los recursos dirigidos a sistemas, exámenes y proyectos para la prevención del delito de la Secretaría de Seguridad Pública? ¿Sabía usted que es 1.5 veces el presupuesto total asignado a la producción de 230 millones de libros de texto que utilizarán 25 millones de estudiantes?
La numeralia de lo que cuestan y gastan los partidos revela un sistema político que, en aras de promover la equidad, ha producido una democracia de alto costo y bajo rendimiento; una democracia que gasta 224 pesos por voto cuando un país como Brasil sólo gasta cuatro; una democracia con partidos blindados ante los costos de la crisis, blindados ante los despidos de personal, blindados ante los planes de austeridad y los recortes presupuestales. Partidos a los cuales se les ha garantizado una bolsa enorme de dinero público que sólo crece con el paso del tiempo, porque su financiamiento está vinculado al padrón y no al desempeño. Hoy en México la democracia no significa igualdad de oportunidades para contender, sino igualdad de oportunidades para abusar.
Quizás por eso, como lo revela una encuesta reciente realizada por la Secretaría de Gobernación, sólo 4% de la población confía en los partidos y sólo 10% piensa que los legisladores legislan en favor de sus representados. La población ve a partidos ricos, partidos que se niegan a rendir cuentas, partidos que se rehúsan a reducir gastos, partidos que en lugar de demostrar sensibilidad ante el imperativo de la crisis proponen ajustes en el cinturón de los otros. Partidos que canalizan el dinero público para pagar actividades poco relacionadas con el bienestar de la sociedad. Organizaciones multimillonarias que en lugar de transmitir demandas legítimas desde abajo, ofrecen empleo permanente a los de arriba. Agencias de colocación para una clase política financiada por los mexicanos pero impermeable ante sus demandas. Otorgándose –una y otra vez– salarios altos, fiestas fastuosas, viáticos inmensos, exenciones amplias, cónclaves partidistas en las mejores playas.
Cada día sale a la luz otro exceso de un sistema partidista que cuesta mucho y rinde poco. Allí está el despilfarro institucionalizado; el derroche legalizado. Ejemplo tras ejemplo del privilegio de mandar. Evidencia tras evidencia del privilegio más delicioso que es gastar el dinero ajeno. Ese dinero que pertenece a los habitantes de México y que es entregado con fines fiduciarios a través de los impuestos. Ese dinero que podría contribuir a tapar el boquete fiscal pero acaba pagando los privilegios de los partidos. Ese dinero que no les pertenece pero es usado como si fuera suyo. Y los partidos actúan así porque pueden. Porque las reglas han sido creadas para permitir y perpetuar ese tipo de comportamiento.
Hoy el país padece las consecuencias de una decisión fundacional que se ha vuelto contraproducente. La apuesta al financiamiento público dispendioso a los partidos como una forma de fortalecer la democracia está empeorando su calidad. Lo que funcionó –como resultado de la reforma electoral de 1996– para fomentar la competencia ahora financia la incontinencia. El subsidio público a los partidos resolvió entonces algunos dilemas, pero ahora ha creado otros, y muy graves.
Las reformas diseñadas produjeron partidos que son cárteles de la política y que operan como tales. Deciden quién participa en ella y quién no; deciden cuánto dinero les toca y cómo reportarlo; deciden las reglas del juego y resisten demandas para su reformulación; deciden cómo proteger su feudo y erigen barreras de entrada ante quienes –como los candidatos ciudadanos– intentan democratizarlo. Y el problema es que la solución al desfiguro del sistema político depende de los propios partidos. Depende de quienes se benefician del statu quo y no tienen incentivos para reformarlo. La solución a aquello que aqueja a la República está en manos de quienes contribuyen a expoliarla. Depende de quienes saben que el reto ya no es la equidad electoral, sino el despilfarro de recursos públicos y la ausencia de mecanismos fundamentales de representación y rendición de cuentas.
Por ello hoy muchas organizaciones y ciudadanos insistimos –como llevamos años haciéndolo– en la reducción del financiamiento público a los partidos en 50% y la revisión de la fórmula conforme a la cual los partidos reciben recursos públicos, para que se calcule no con base en el padrón electoral, sino con base en la participación de los ciudadanos en las elecciones. De esa manera, los partidos recibirían recursos en proporción al tamaño del voto que fueran capaces de obtener. Así, la propuesta contemplada contribuiría a mejorar sus métodos de reclutamiento, a mejorar sus propuestas de campaña, a hacerlos corresponsables de la calidad de la democracia mexicana.
Estos son cambios urgentes. Estos son cambios imprescindibles ante un andamiaje institucional que ya no es capaz de asegurar la credibilidad o la equidad o la confianza. Encuesta tras encuesta lo subraya: 50% de la población no cree en la democracia y sospecha de sus principales actores; más de la mitad de los encuestados afirma que los partidos políticos “no son necesarios” para el bien del país; 77% piensa que las elecciones “cuestan demasiado” y son “poco o nada útiles para informar a la ciudadanía”. Los ciudadanos contemplan y padecen elecciones competitivas pero demasiado caras. Partidos bien financiados pero poco representativos. Contiendas equitativas pero donde todos tienen la misma capacidad para gastar sumas multimillonarias. Un sistema para compartir el poder que beneficia más a los partidos que a los ciudadanos. Una democracia costosa para el país y onerosa para los contribuyentes que la financian.
Y ese seguirá siendo el caso hasta que los ciudadanos demanden –como lo estamos haciendo ahora– recortar el presupuesto para los partidos; hasta que los ciudadanos insistan en que si los partidos quieren tener la credibilidad suficiente para apretar el cinturón de los otros, necesitan comenzar con el suyo; hasta que los ciudadanos clamen “¡Ya bájenle!” y se sumen a la convocatoria en www.yabajenle.org.mx. Hasta que los ciudadanos acoten el privilegio de mandar.
La numeralia de lo que cuestan y gastan los partidos revela un sistema político que, en aras de promover la equidad, ha producido una democracia de alto costo y bajo rendimiento; una democracia que gasta 224 pesos por voto cuando un país como Brasil sólo gasta cuatro; una democracia con partidos blindados ante los costos de la crisis, blindados ante los despidos de personal, blindados ante los planes de austeridad y los recortes presupuestales. Partidos a los cuales se les ha garantizado una bolsa enorme de dinero público que sólo crece con el paso del tiempo, porque su financiamiento está vinculado al padrón y no al desempeño. Hoy en México la democracia no significa igualdad de oportunidades para contender, sino igualdad de oportunidades para abusar.
Quizás por eso, como lo revela una encuesta reciente realizada por la Secretaría de Gobernación, sólo 4% de la población confía en los partidos y sólo 10% piensa que los legisladores legislan en favor de sus representados. La población ve a partidos ricos, partidos que se niegan a rendir cuentas, partidos que se rehúsan a reducir gastos, partidos que en lugar de demostrar sensibilidad ante el imperativo de la crisis proponen ajustes en el cinturón de los otros. Partidos que canalizan el dinero público para pagar actividades poco relacionadas con el bienestar de la sociedad. Organizaciones multimillonarias que en lugar de transmitir demandas legítimas desde abajo, ofrecen empleo permanente a los de arriba. Agencias de colocación para una clase política financiada por los mexicanos pero impermeable ante sus demandas. Otorgándose –una y otra vez– salarios altos, fiestas fastuosas, viáticos inmensos, exenciones amplias, cónclaves partidistas en las mejores playas.
Cada día sale a la luz otro exceso de un sistema partidista que cuesta mucho y rinde poco. Allí está el despilfarro institucionalizado; el derroche legalizado. Ejemplo tras ejemplo del privilegio de mandar. Evidencia tras evidencia del privilegio más delicioso que es gastar el dinero ajeno. Ese dinero que pertenece a los habitantes de México y que es entregado con fines fiduciarios a través de los impuestos. Ese dinero que podría contribuir a tapar el boquete fiscal pero acaba pagando los privilegios de los partidos. Ese dinero que no les pertenece pero es usado como si fuera suyo. Y los partidos actúan así porque pueden. Porque las reglas han sido creadas para permitir y perpetuar ese tipo de comportamiento.
Hoy el país padece las consecuencias de una decisión fundacional que se ha vuelto contraproducente. La apuesta al financiamiento público dispendioso a los partidos como una forma de fortalecer la democracia está empeorando su calidad. Lo que funcionó –como resultado de la reforma electoral de 1996– para fomentar la competencia ahora financia la incontinencia. El subsidio público a los partidos resolvió entonces algunos dilemas, pero ahora ha creado otros, y muy graves.
Las reformas diseñadas produjeron partidos que son cárteles de la política y que operan como tales. Deciden quién participa en ella y quién no; deciden cuánto dinero les toca y cómo reportarlo; deciden las reglas del juego y resisten demandas para su reformulación; deciden cómo proteger su feudo y erigen barreras de entrada ante quienes –como los candidatos ciudadanos– intentan democratizarlo. Y el problema es que la solución al desfiguro del sistema político depende de los propios partidos. Depende de quienes se benefician del statu quo y no tienen incentivos para reformarlo. La solución a aquello que aqueja a la República está en manos de quienes contribuyen a expoliarla. Depende de quienes saben que el reto ya no es la equidad electoral, sino el despilfarro de recursos públicos y la ausencia de mecanismos fundamentales de representación y rendición de cuentas.
Por ello hoy muchas organizaciones y ciudadanos insistimos –como llevamos años haciéndolo– en la reducción del financiamiento público a los partidos en 50% y la revisión de la fórmula conforme a la cual los partidos reciben recursos públicos, para que se calcule no con base en el padrón electoral, sino con base en la participación de los ciudadanos en las elecciones. De esa manera, los partidos recibirían recursos en proporción al tamaño del voto que fueran capaces de obtener. Así, la propuesta contemplada contribuiría a mejorar sus métodos de reclutamiento, a mejorar sus propuestas de campaña, a hacerlos corresponsables de la calidad de la democracia mexicana.
Estos son cambios urgentes. Estos son cambios imprescindibles ante un andamiaje institucional que ya no es capaz de asegurar la credibilidad o la equidad o la confianza. Encuesta tras encuesta lo subraya: 50% de la población no cree en la democracia y sospecha de sus principales actores; más de la mitad de los encuestados afirma que los partidos políticos “no son necesarios” para el bien del país; 77% piensa que las elecciones “cuestan demasiado” y son “poco o nada útiles para informar a la ciudadanía”. Los ciudadanos contemplan y padecen elecciones competitivas pero demasiado caras. Partidos bien financiados pero poco representativos. Contiendas equitativas pero donde todos tienen la misma capacidad para gastar sumas multimillonarias. Un sistema para compartir el poder que beneficia más a los partidos que a los ciudadanos. Una democracia costosa para el país y onerosa para los contribuyentes que la financian.
Y ese seguirá siendo el caso hasta que los ciudadanos demanden –como lo estamos haciendo ahora– recortar el presupuesto para los partidos; hasta que los ciudadanos insistan en que si los partidos quieren tener la credibilidad suficiente para apretar el cinturón de los otros, necesitan comenzar con el suyo; hasta que los ciudadanos clamen “¡Ya bájenle!” y se sumen a la convocatoria en www.yabajenle.org.mx. Hasta que los ciudadanos acoten el privilegio de mandar.
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