Monday, September 22, 2008

Democracia y aborto


Javier Sicilia/ Proceso

MÉXICO, DF, 21 DE SEPTIEMBRE /En un espléndido artículo, El equívoco de la democracia, el filósofo Alain Finkielkraut muestra que esa palabra clave “designa a la vez un régimen y un proceso”. Como régimen, la democracia afirma el poder del hombre sobre su vida social y sobre las normas de su acción. En ella nada está concluido, nada llega de arriba, “nada lleva el sello de lo eterno”. Lo que la autoridad antiguamente quitaba a la argumentación para determinar lo que convenía a la vida social, ahora entra en un inmenso debate. Todo lo referente a los asuntos comunes se discute en común. “La reflexión colectiva disuelve y reemplaza las certezas de la tradición. Dios calla”, y la sabiduría de los viejos ya no tiene sede. Donde antes reinaba la imposición ahora viven la conversación, la discusión, la controversia; donde habitaba el dogma, la reflexión colectiva. “La pluralidad no es una incapacidad, sino el dato fundamental de la política”.

Sin embargo, como proceso, la democracia es también –y contradictoriamente– el sueño ideológico de la Historia en marcha hacia paraísos terrestres que aparentemente han perdido su rostro totalitario: “el cumplimiento progresivo de los derechos humanos, el doble desarrollo de la libertad de los individuos y de la igualdad de las condiciones”. Aunque lo inacabado constituye la condición del régimen democrático, al proceso, “que sabe adónde se dirige”, no le gustan los impedimentos, los bloqueos, los retardos. “En el momento en que (los demócratas) creemos reconciliarnos con el régimen y repudiamos (que sea sobrepasado por) una forma superior, el proceso toma subrepticiamente posesión de los lugares, y el porvenir (de las mañanas radiantes) mantiene así su imperio sobre las almas”. Lo que hay en el fondo de un régimen que ha puesto todo a debate es, en realidad, en el proceso, varios atizaderos que, para contener el gran flujo liberador, se apoyan violenta y vanamente en sus prejuicios y privilegios.

Tomemos, entre cientos de ejemplos, la reciente reiteración de la despenalización del aborto. Detrás de su noble argumentación: los derechos de la mujer, la protección de su vida, la igualdad de las mujeres pobres con respecto a las ricas que pueden ir al extranjero, donde la despenalización del aborto existe, etcétera, habita no sólo el mismo principio autoritario –sólo que disfrazado de libertades– de quienes se oponen a ella, sino algo más: la posibilidad de banalizar la vida. Al igual que los opositores a la despenalización –que también son demócratas–, los triunfadores no defienden una opinión; formulan, como sus adversarios, una evidencia; afirman, como ilustrados, el paso de la sombra a la luz. La democracia, que tanto defienden, no es para ellos un espacio, una realidad inacabada, sino el paso arrollador de la verdad en el tiempo. Un remanente autoritario profundamente arraigado que los hace celebrar los avances de esa verdad, “impacientarse con sus tropiezos y fustigar sus regresiones con el lenguaje de lo incontestable”.

En 1947, confrontado con la arrogancia totalitaria, Albert Camus, en su artículo Democracia y modestia, oponía a aquélla la humildad del régimen democrático, conformado por hombres que “saben que no saben todo”, que admiten “que un adversario puede tener razón (...) y convienen en reflexionar sobre sus argumentos”.

La modestia no hace parte de quienes están instalados en el proceso democrático. “La humildad –como lo señala Finkielkraut– no es su fuerte. Ignoran orgullosamente la finitud. Creen haber escogido la democracia de Camus contra el marxismo de Sartre, cuando en realidad (semejantes a sus adversarios, pero en sentido de la izquierda) dan lecciones (de la historia y sus progresos) exactamente como Sartre a Camus”.

Detrás de los nobles argumentos que esgrimieron los que lograron la despenalización del aborto, y que son en México inobjetables, campea, sin embargo, la banalización totalitaria de la vida. Cuando la única constricción para ejercerlo se ha reducido a la etapa posterior a los tres meses de embarazo, sin acotamiento alguno, la despenalización termina por afirmar en su fondo que el hombre no se define por su capacidad para comprometerse y responsabilizarse de algo, sino por su derecho discrecional a usar en un período de tres meses de gracia la libertad egoísta de su ‘yo’. El compromiso con la vida de otros, que hasta recientes fechas era la marca distintiva de la autonomía, se presenta ahora como un fardo, como una constricción. Bajo el infantilismo moderno del derecho, nada existe ya que no sea el ‘yo’. “Ningún otro –dice Finkielkraut– es ‘yo’ en mí que mis deseos, mis pasiones o mis humores actuales. Mi antiguo ‘yo’ y mis viejos (compromisos) no tienen más peso en mi vida que Dios o mi padre”.

El ‘yo’, disfrazado de libertad y derecho, se va convirtiendo en la nueva tiranía totalitaria. En ella, el individuo es el mismo, conserva su carta de identidad, pero esa identidad tiene ya pocas cuentas que rendir. Es una identidad sin sustancia, desvinculada de la pesada carga de mantener el ‘yo’ en la fidelidad de sus compromisos con la existencia y en la modestia de la vida democrática; un ‘yo’ atado al llamado totalitario de la Historia, que la democracia creía haber superado.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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Albert Camus opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca

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