miguel Ángel granados chapa
Como si una macabra deidad, aún más exigente que Tezcatlipoca, demandara sacrificios en sus aras, en los días y semanas recientes la sangre derramada a causa de la violencia ha corrido más abundante que nunca. En el mes corrido entre el día en que se firmó el Acuerdo Nacional para la Seguridad, la Justicia y la Legalidad –pomposa denominación tras la cual los gobiernos escondieron su incapacidad o su falta de voluntad para combatir al crimen organizado– y este domingo en que empieza a circular el número 1664 de Proceso, no ha amainado la marea roja: cerca de 500 personas fueron ejecutadas en ese lapso, en circunstancias como las que ya se han hecho normales en un país donde los enfrentamientos entre bandas generan consecuencias más cruentas que las escaramuzas en países sometidos al flagelo de la guerra entendida en su concepción tradicional.
Al lado de esas ejecuciones, digamos que comprensibles porque suelen estar identificados los autores y las víctimas y las causas de la agresión, sobresalieron en el breve lapso de tres días dos terribles acontecimientos que, faltos de lógica, lejanos a los referentes usuales para calibrarlos, han causado perplejidad. Por lo menos la han provocado en mí. Se trata del atentado contra la población civil en Morelia, la noche del 15 de septiembre, y la matanza de 24 personas, ocurrida tres días antes, en el camino a Chalma, no lejos de La Marquesa, el parque nacional donde pasean los capitalinos pues se halla a las puertas de la Ciudad de México.
Hasta el viernes 19, una semana después de descubiertos los cadáveres en territorio mexiquense, el crimen colectivo era incomprensible. Por la personalidad de las víctimas, no parece que se trate de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, pues salvo que fingieran a la perfección, al menos la mitad de los sacrificados con sólo un balazo en la cabeza, disparado por un tirador experto, estaban lejos de servir a ese negocio, ni como vendedores de droga al detalle, ni como guardaespaldas ni sicarios. Eran jornaleros que vinieron de su tierra en Veracruz, Tamaulipas e Hidalgo en pos de una ocupación que les permitiera sobrevivir y aportar unos pesos al sostenimiento familiar. Hacían vida comunitaria en una abigarrada vecindad en Huixquilucan. A ella llegó en la madrugada del martes 9 un piquete de hombres armados, vestidos con ropa de agentes policiacos y la sigla de la AFI a sus espaldas. Es imposible saber cuándo se está a merced de delincuentes de tiempo completo y cuándo frente a policías que de tiempo parcial se dedican a infringir la ley que están obligados a hacer respetar. Se comportan lo mismo unos y otros: insolentes, agresivos, intimidatorios.
Así llegaron al refugio de los jornaleros, amigos o parientes entre sí, que se hacinaban en viviendas breves: uno de esos domicilios que, más ilusa que racionalmente, sus ocupantes consideran provisionales, pues los alienta la esperanza de volver un día a su tierra, probablemente con experiencia laboral y recursos que les permitan vivir mejor. Con violencia, los presuntos policías detuvieron a 12 personas y se las llevaron sin que el vecindario protestara ni preguntara siquiera por las causas de la detención, atemorizados los parientes y vecinos por el riesgo de que también fueran arrastrados por la fuerza lejos de sus viviendas.
La noche de ese martes, al Ministerio Público local habían llegado ya varias denuncias por la desaparición de personas, detenidas en público como los 12 mencionados, o capturadas sin escándalo, “levantadas” como se dice cuando alguien padece la privación ilegal de la libertad como preámbulo de la muerte. Pero a nadie preocupó la súbita suma de personas en esa condición, por lo cual no parece haberse averiguado su paradero, hasta que sus asesinos los pusieron delante de todos, en una lúgubre exhibición. Al contrario de los homicidas comunes, que buscan la oscuridad para proceder, que se mueven en la clandestinidad, los que se apoderaron de 24 personas las ultimaron, no en un paraje solitario donde fuera imposible el hallazgo de los cadáveres o por lo menos demorara hacerlo.
Al contrario, actuaron a la vera de una ruta concurrida, como para ser vistos casi en el momento del homicidio colectivo. Lo cometieron, además, con notorio afán escenográfico. Si fueran crímenes comunes, los autores hubieran dispersado los cadáveres, los hubieran ocultado. Pero aquí se hizo lo contrario: las víctimas fueron reunidas en un breve espacio, de apenas poco más de un metro cuadrado por cabeza, y allí se les ejecutó para que los cadáveres quedaran muy próximos entre sí, como seña de la fraternidad que en vida unió a por lo menos la mitad de ellos.
¿De qué se trata? ¿Se buscaba sólo generar un espeluznante espectáculo a modo de preámbulo para el ataque en Morelia la noche del Grito? ¿Fue una matanza de inocentes escogidos al azar para conmocionar? ¿Una banda los asesinó para inducir que se culpara a otra? ¿Culpas de qué otro género provocaron su sentencia de muerte? ¿Fue un simple desafío a las autoridades, sin que la identidad de las víctimas importara nada?
Semejante perplejidad genera el atentado moreliano. De inmediato se abrió paso la idea de que se trata de narcoterrorismo. Terrorismo lo es, sin duda, pues se trata de violencia que además de su resultado inmediato (la muerte y las lesiones a las víctimas) provoca un estado de zozobra en la comunidad en que ocurre, que deja en la gente común la clara conciencia de que la suerte de los caídos en el centro de Morelia puede ser la suya propia en cualquier momento, en cualquier lugar.
Es menos evidente que los autores sean bandas delictivas, aunque por exclusión no parece haber hipótesis mejor. Las organizaciones guerrilleras que han declarado la guerra al Estado y realizado acciones armadas en su contra, guardaron silencio, lo que las exculpa, ya que sus ataques van siempre acompañados de mensajes, pues la suya es una guerra con armas y con propaganda. Fuera de ellas, no hay más poder violento que el del narcotráfico, dotado de capacidades materiales y financieras para moverse con libertad por doquier. Así lo hace cotidianamente en la realización de su ruin negocio, y así lo defiende contra rivales y autoridades.
Aceptar esa posibilidad abre muchas interrogaciones. Si es lógica irrefutable que la delincuencia procura trabajar con la menor injerencia posible de la policía, ¿por qué provocarla? ¿Por qué hacerlo si puede comprarla, como a todas luces hace como parte de su funcionamiento?
Es posible imaginar algunas respuestas. Una consiste en suponer que la guerra entre bandas no se concreta sólo en el intercambio de balazos y el ajuste de cuentas. Puede incluir también acciones que sesgadamente menoscaben la movilidad y la productividad de los enemigos, sobre cuyas zonas cae de pronto la atención oficial en forma de tropas que establecen retenes y localizan casas de seguridad, y la atención pública que, conmocionada e indignada, demanda resultados de la acción gubernamental.
También puede ocurrir, como el ataque nazi al Parlamento germano, que se cometa una atrocidad para culpar de ella a otros, al enemigo, los comunistas en ese caso. A ese propósito podría corresponder la advertencia de La Familia, la peculiar mafia delictiva michoacana, que insiste de varias maneras en culpar a Los Zetas, encauzando en su contra la excitación pública, y la necesidad del gobierno de mostrarse eficaz.
Y ya que evoco el incendio del Reichs-tag, aunque parezca insensato puede considerarse también la tesis del autoataque, como la que no sin rubor porque parecía un exceso se blandió en Estados Unidos ante los atentados del 11 de septiembre de 2001. De ese trágico episodio emergió fortalecido un presidente de la república disminuido desde el momento mismo de su dudosa elección y que, dada su impopularidad creciente, tenía cada vez más remota la posibilidad de un nuevo período en la Casa Blanca. De paso, como resultado objetivo, deseado o no, el conservadurismo antidemocrático y mercantil encontró en el terror causado por el abatimiento de las Torres Gemelas el clima ideal para inhibir y aun cancelar derechos humanos y libertades públicas. En México, las tendencias al endurecimiento, la denuncia de la polarización política como si equivaliera a traicionar a la patria, sacarían provecho de un demencial acto de autoagresión después del cual sea punible no atender el llamado presidencial a la unidad.
Abrí esta columna con una metáfora. Seguramente es necesario, para la comprensión de nuestro momento histórico, abandonar las fáciles imágenes de que nos provee la antropología usada por aficionados con destrezas no más que caseras. La violencia que además de intimidar confunde sólo puede ser eficazmente enfrentada si es convenientemente conocida, si el diagnóstico para actuar sobre ella es certero. Quizá no podamos esperar de las autoridades tal claridad de pensamiento y certidumbre en la acción. Toca a los ciudadanos (en la cavilación personal, en los medios, en las universidades) esforzarnos por entender los nuevos rasgos de nuestro entorno. Así contribuiremos a que no sea inexorable nuestro deslizamiento a la nada.
No comments:
Post a Comment