Ello responde a una lógica impuesta, y por lo demás dominante, según la cual no es el “nosotros” lo que debe prevalecer en las relaciones y el convivir de los humanos, sino más bien el “yo”. Pero hasta aquí estamos en el neoliberalismo.
Es así como algo parecido a un contrato social de base entre los individuos que regule el vivir juntos a partir de un acuerdo común, es visto por la ideología neoliberal como poco menos que un atentado contras las libertades individuales. Pero hasta aquí seguimos en el neoliberalismo.
De un solo plumazo y con total impunidad se atenta entonces contra toda una tradición contractual planteada de maneras diversas por autores como Hobbes, Rousseau o Locke, quienes con especificidades propias colocaban como punto de partida un acuerdo sociopolítico mínimo: para estar de acuerdo es necesario ponerse de acuerdo. Pero hasta aquí estamos en el neoliberalismo.
Planteado de ese modo dicho contrato inicial da lugar al nacimiento de un sistema a partir del cual los individuos están obligados a acordar leyes comunes para escapar así de un sistema en el cual naturalmente cada uno hace todo lo que su libertad le ordene sin importarle los otros. La ecuación es por ello muy simple: la libertad de cada uno elevada al infinito da como resultado la anarquía. Pero hasta aquí seguimos en el neoliberalismo.
El problema por ello es otro. El problema está cuando el neoliberalismo no trata de destruir el Estado, como suele pensarse, sino más bien la república que, en países como Venezuela, lo moldea.
Aquello que está entonces detrás de esta ideología de la libertad individual absoluta no es la muerte del “Estado”, sino más bien el deceso de la “república” en tanto que sistema político estructurante de las relaciones humanas desde una perspectiva social.
Es la república quién choca irremediablemente con esa lógica individualista según la cual todo lo que no sea libertad pura es “comunismo”.
En este sentido el Estado no puede, ni debe, ser considerado el producto último del contrato o acuerdo social. Ello no basta: un Estado puede ser sin problema alguno ese célebre “Estado mínimo” neoliberal cuya prerrogativa única es conservar ese estatus quo que le permite a algunos pocos explotar a la mayoría.
Entiéndase de una vez por todas – sobre todo en tiempos de crisis económica mundial –: un Estado puede ser, y de hecho en ciertos casos es, neoliberal.
De ahí entonces que no se debe ser exageradamente optimistas, o peor, enfermizamente ingenuos. En medio de una debacle financiera del capitalismo, aquellos que aupaban la muerte del Estado, ahora lo rescatan y celebran su sobrevivencia como instrumento fundamental para la sobrevivencia del modelo en crisis.
Un Estado mínimo neoliberal puede, y de hecho es, un garante del proceso de privatización, no solamente aupando dicho proceso, sino más aún acompañándolo y asegurando que el mismo se realice en santa paz social, sin levantamientos, rebeliones o revueltas que afecten un sistema en el que todo está en manos de pocos.
Termine entonces de caer ese mito, por lo demás naïf, según el cual Estado es antónimo de privatización neoliberal. Surja pues la lógica de un Estado que, para respetar los derechos inclusivos de todos, limite los derechos exclusivos de algunos. Eso se llama República.
Mucho se puede hacer por ello en la profundización de la revolución, empleando simplemente la idea de república como mucho más que parte del nombre de nuestro país.
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