Guillermo Almeyra
La instalación del presidente Manuel Zelaya en la embajada de Brasil en Tegucigalpa agudizó de un solo golpe la lucha entre los usurpadores del poder en Honduras y la gran mayoría del pueblo hondureño y, al mismo tiempo, el conflicto entre la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, encabezados por Brasil, y Estados Unidos, así como la disputa entre el presidente Barack Obama y el gobierno paralelo de la derecha unida (demócrata y republicana) que utiliza por su cuenta el Departamento de Estado y el Pentágono para forzarle la mano al ocupante de la Casa Blanca.
En lo que respecta a la situación interna en Honduras, la bestial represión que ejercen los golpistas tiene varios fines. En primer lugar, busca paralizar el movimiento masivo de la resistencia popular, que se ha galvanizado con la presencia de Zelaya en la capital hondureña y, además, crear las condiciones para la invasión de la embajada de Brasil y el asesinato de Zelaya, hechos que serían presentados como excesos de un grupo exasperado. Por último, esa represión busca también unir las filas de las clases dominantes. Porque entre los paros, huelgas y manifestaciones, la caída de las exportaciones y de las remesas y los continuos toques de queda que paralizan la producción, hay sectores de la burguesía industrial, comercial y hasta de los terratenientes de las zonas más pobres, así como de las fuerzas armadas, que esperan una solución política a la crisis y están dispuestos a aceptar un gobierno presidido por Zelaya, en el que éste en realidad esté maniatado.
La represión no aplastará a los sectores populares en su lucha antioligárquica y democrática. Por el contrario, radicalizará sectores que van mucho más allá del objetivo de Zelaya de volver al gobierno como vencedor, incluso si lo hace en el contexto de los acuerdos de San José, es decir, integrando un gobierno con sus adversarios y sin poderes reales, porque el presidente sabe que, de todos modos, influenciaría desde ese puesto en la elección de su sucesor constitucional y prepararía incluso el camino para su eventual relección posterior.
Zelaya, en efecto, se presenta como pacificador ante sus pares en las clases dominantes y en las fuerzas armadas y sin duda tiene peso en ellas. Pero en los sectores populares que dirigen la resistencia están también quienes quieren resolver el problema de la tierra, expropiar a la oligarquía, conseguir derechos sociales y no están exponiendo su libertad y su vida simplemente para reponer a Zelaya en la presidencia y, menos aún, para que sea presidente junto con representantes de segundo rango de los golpistas, que son también sus explotadores.
La represión, además, no puede durar mucho tiempo porque el aislamiento internacional de los golpistas se une a la parálisis económica del país y a la creación de condiciones seminsurreccionales y no todos los sectores reaccionarios están de acuerdo con enfrentar en esas condiciones una guerra civil. Por eso las cosas se resolverán sobre todo por la resistencia popular pero también en el seno de las fuerzas armadas, y Zelaya cuenta con la existencia de un sector conciliador que desplace al alto mando gorila, lo exilie o lo encarcele. Y se resolverán también si la política de Obama se impone sobre la del sector ultraconservador demócrata-republicano que apoya a los golpistas, como lo hacen varios senadores, The Wall Street Journal y The Washington Post.
Brasil consintió que Zelaya se hospedase en su embajada pese al riesgo de que ésta fuese invadida para superar con esa jugada la impotencia de la OEA y darle un golpe al Departamento de Estado. La advertencia brasileña de que si en su embajada no hubiese agua ni alimentos llevaría a sus 300 ocupantes, incluido Zelaya, a la embajada de Estados Unidos, así como el planteo brasileño de que el Consejo de Seguridad de la ONU tome posición sobre el caso hondureño, buscan obligar a Obama a superar las reticencias de los militares y de la derecha clintoniana.
El presidente estadunidense se pronunció en la asamblea de Naciones Unidas, el miércoles, en favor de Zelaya, pero sin proponer nada concreto al respecto, y el Departamento de Estado se mantuvo mudo desde que el presidente hondureño entró en Tegucigalpa. Este conflicto del establishment estadunidense, por tanto, aún no ha sido resuelto ni es fácil de resolver, porque Obama es el primer mandatario de una potencia imperialista que tiene políticas muy claras para América Latina y porque la ultraderecha en Estados Unidos está atacando a la Casa Blanca en el campo de la sanidad, en el de la omnipotencia de la CIA y en el internacional, y Obama tiende a privilegiar su plan de salud y a dejar en segundo plano a Honduras y sus relaciones con América Latina.
Pero el apoyo de Brasil a Zelaya es una respuesta al despliegue de la Cuarta Flota estadunidense, que amenaza también las reservas marinas brasileñas de petróleo y la Amazonia, y es una respuesta a la instalación de siete bases estadunidenses en Colombia para controlar todo el norte de América del Sur y en particular a Venezuela, Ecuador, Cuba y Brasil. Por tanto, la política brasileña en Honduras debe ser vista, por su simultaneidad, junto con el rearme de Brasil en Francia y con su posición como “país emergente”, contraria a la del Grupo de los Ocho. Estamos, por consiguiente, ante una lucha local en uno de los países menores y más pobres de nuestro continente que, sin embargo, forma parte de un juego en todo el tablero mundial en el que Brasil desea jueguen también Rusia, China, Francia (en el Consejo de Seguridad) y todos los países dependientes.
En lo que respecta a la situación interna en Honduras, la bestial represión que ejercen los golpistas tiene varios fines. En primer lugar, busca paralizar el movimiento masivo de la resistencia popular, que se ha galvanizado con la presencia de Zelaya en la capital hondureña y, además, crear las condiciones para la invasión de la embajada de Brasil y el asesinato de Zelaya, hechos que serían presentados como excesos de un grupo exasperado. Por último, esa represión busca también unir las filas de las clases dominantes. Porque entre los paros, huelgas y manifestaciones, la caída de las exportaciones y de las remesas y los continuos toques de queda que paralizan la producción, hay sectores de la burguesía industrial, comercial y hasta de los terratenientes de las zonas más pobres, así como de las fuerzas armadas, que esperan una solución política a la crisis y están dispuestos a aceptar un gobierno presidido por Zelaya, en el que éste en realidad esté maniatado.
La represión no aplastará a los sectores populares en su lucha antioligárquica y democrática. Por el contrario, radicalizará sectores que van mucho más allá del objetivo de Zelaya de volver al gobierno como vencedor, incluso si lo hace en el contexto de los acuerdos de San José, es decir, integrando un gobierno con sus adversarios y sin poderes reales, porque el presidente sabe que, de todos modos, influenciaría desde ese puesto en la elección de su sucesor constitucional y prepararía incluso el camino para su eventual relección posterior.
Zelaya, en efecto, se presenta como pacificador ante sus pares en las clases dominantes y en las fuerzas armadas y sin duda tiene peso en ellas. Pero en los sectores populares que dirigen la resistencia están también quienes quieren resolver el problema de la tierra, expropiar a la oligarquía, conseguir derechos sociales y no están exponiendo su libertad y su vida simplemente para reponer a Zelaya en la presidencia y, menos aún, para que sea presidente junto con representantes de segundo rango de los golpistas, que son también sus explotadores.
La represión, además, no puede durar mucho tiempo porque el aislamiento internacional de los golpistas se une a la parálisis económica del país y a la creación de condiciones seminsurreccionales y no todos los sectores reaccionarios están de acuerdo con enfrentar en esas condiciones una guerra civil. Por eso las cosas se resolverán sobre todo por la resistencia popular pero también en el seno de las fuerzas armadas, y Zelaya cuenta con la existencia de un sector conciliador que desplace al alto mando gorila, lo exilie o lo encarcele. Y se resolverán también si la política de Obama se impone sobre la del sector ultraconservador demócrata-republicano que apoya a los golpistas, como lo hacen varios senadores, The Wall Street Journal y The Washington Post.
Brasil consintió que Zelaya se hospedase en su embajada pese al riesgo de que ésta fuese invadida para superar con esa jugada la impotencia de la OEA y darle un golpe al Departamento de Estado. La advertencia brasileña de que si en su embajada no hubiese agua ni alimentos llevaría a sus 300 ocupantes, incluido Zelaya, a la embajada de Estados Unidos, así como el planteo brasileño de que el Consejo de Seguridad de la ONU tome posición sobre el caso hondureño, buscan obligar a Obama a superar las reticencias de los militares y de la derecha clintoniana.
El presidente estadunidense se pronunció en la asamblea de Naciones Unidas, el miércoles, en favor de Zelaya, pero sin proponer nada concreto al respecto, y el Departamento de Estado se mantuvo mudo desde que el presidente hondureño entró en Tegucigalpa. Este conflicto del establishment estadunidense, por tanto, aún no ha sido resuelto ni es fácil de resolver, porque Obama es el primer mandatario de una potencia imperialista que tiene políticas muy claras para América Latina y porque la ultraderecha en Estados Unidos está atacando a la Casa Blanca en el campo de la sanidad, en el de la omnipotencia de la CIA y en el internacional, y Obama tiende a privilegiar su plan de salud y a dejar en segundo plano a Honduras y sus relaciones con América Latina.
Pero el apoyo de Brasil a Zelaya es una respuesta al despliegue de la Cuarta Flota estadunidense, que amenaza también las reservas marinas brasileñas de petróleo y la Amazonia, y es una respuesta a la instalación de siete bases estadunidenses en Colombia para controlar todo el norte de América del Sur y en particular a Venezuela, Ecuador, Cuba y Brasil. Por tanto, la política brasileña en Honduras debe ser vista, por su simultaneidad, junto con el rearme de Brasil en Francia y con su posición como “país emergente”, contraria a la del Grupo de los Ocho. Estamos, por consiguiente, ante una lucha local en uno de los países menores y más pobres de nuestro continente que, sin embargo, forma parte de un juego en todo el tablero mundial en el que Brasil desea jueguen también Rusia, China, Francia (en el Consejo de Seguridad) y todos los países dependientes.
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