Al momento de escribir esta columna está terminando en Madrid el coloquio de las recordaciones de los 70 años del exilio republicano, iniciado en 1939. Escogí como tema de mi participación la presencia de los periodistas españoles llegados en ese éxodo en la prensa mexicana. Antes, me presenté ante el auditorio como un beneficiario de la llegada de muchos profesores en ese transterramiento. Primero fui, como miles de muchachos ajenos a aquel fenómeno, y sin saberlo hasta mucho tiempo después, destinatario del trabajo de aquellos maestros: en la escuela prevocacional donde cursé la enseñanza secundaria los textos de Santaló y Carbonell en matemáticas, de Jorge Hernández Millares en historia universal, de Agustín Millares Carlo en etimologías griegas y latinas del español (y las muchas obras que bajo el influjo de este último publicó la editorial Esfinge), aliviaron nuestra ignorancia. El mismo papel desempeñarían después los traductores y editores que en el Fondo de Cultura Económica, bajo la dirección de Arnaldo Orfila Reynal, pusieron al alcance de los lectores mexicanos obras de derecho, ciencia política, sociología y periodismo (una historia de la prensa, de George Weill, por ejemplo) que de otro modo hubieran sido inasequibles. Después, ya con plena conciencia, fui beneficiario del sistema escolar establecido por los republicanos. Mis tres hijos, Luis Fernando, Tomás Gerardo y Rosario Inés (citados por orden de aparición) cursaron la primaria, la secundaria y la preparatoria en el Colegio Madrid, a cuyo personal nunca agradeceremos bastante el papel definitorio que tuvieron en su formación.
Adondequiera que vuelva uno el rostro encuentra señales del exilio republicano, aun a siete décadas de su comienzo. Eso ocurrió y ocurre en el campo de la prensa. Llegaron a México periodistas ya formados o en ciernes, los más de ellos practicantes de periodismo partidario, que debieron deponer no sólo porque les estaba prohibido expresar opiniones en política mexicana, sino porque debieron emplearse en publicaciones con frecuencia ajenas y hasta adversas a su credo, como requisito para sobrevivir. No hubo diario o revista, de los que formaban el panorama periodístico nacional, donde fuera dable registrar la presencia de periodistas transterrados.
Por ser tan vasto el territorio en que se ubicaron los periodistas, para evitar sólo menciones al paso escogí los casos de tres semanarios, uno de los cuales ha desaparecido, otro ha perdido el peso específico que llegó a tener y sólo el tercero mantiene su vigencia, 33 años después de su fundación. Se trata de Tiempo, Siempre y Proceso. Dedicaré mayor espacio a la primera de esas revistas, por la sola circunstancia de que su existencia es ya un hecho histórico, pues dejó de publicarse en 1998, y durante los 20 años en que sobrevivió a su fundador no era ni sombra de lo que fue.
Dicho fundador fue Martín Luis Guzmán, uno de los mayores prosistas de nuestra lengua, que se expresó a través de la novela y el ensayo, o su versión más corta, el artículo periodístico. Nació en Chihuahua, hijo de un militar porfirista, y se asentó en la Ciudad de México muy joven. En la Escuela Nacional Preparatoria y en la de Jurisprudencia se encontró con algunos de quienes serían sus amigos en las décadas siguientes, particularmente Alfonso Reyes. Guzmán se hizo maderista al estallar la Revolución, y por ello, cuando al intento de restaurar el orden derribado siguió la guerra de facciones, salió de México. Vivió un primer y breve exilio en España, entre 1915 y 1916, y retornó para sumarse a las filas villistas. Su cercanía con el jefe de la División del Norte le permitió, al correr de los años, escribir las Memorias de Pancho Villa que, junto con El águila y la serpiente, es novela de ficción, pero impregnada de la realidad que vivió en los años de la lucha armada.
Concluida ésta con la victoria de Carranza primero y de Obregón después –los grandes enemigos de Villa–, Guzmán se dedicó al periodismo político. Como integrante de una corriente civilista que en vano quiso apresurar los tiempos y conseguir que un miembro del triángulo sonorense, pero que no había tomado las armas, como Adolfo de la Huerta, sucediera a Obregón, Guzmán fue diputado, sostenido por el Partido Nacional Cooperatista, y dirigió el diario El Mundo, identificado con ese candidato y ese partido. Cuando Obregón resolvió que Calles y no De la Huerta lo sustituyera, Guzmán fue a la revuelta con su candidato. Quedaron derrotados y tuvieron que marcharse. De esa época data el Axcaná González que es protagonista de La sombra del caudillo, novela en que Guzmán reúne las peripecias de esas sucesiones presidenciales, la de Obregón mismo y la de Calles.
En 1925, el periodista y narrador se refugió de nuevo en Madrid, donde se dedicó al periodismo. Reunido en la capital española con su amigo Alfonso Reyes, compartieron un seudónimo y una vocación periodística naciente, la de la crítica cinematográfica, con el nombre de Fósforo. (En homenaje a ellos, así se llama la sala de cine de San Ildefonso, parte de la formidable Filmoteca de la Universidad Nacional.) Guzmán trabajó en diversos diarios, entre ellos El Sol, dirigido por Ortega y Gasset, y atestiguó el advenimiento de la segunda república. Once años permaneció ausente de México, adonde volvió sólo en 1936, cuando el presidente Cárdenas ejerció una explícita política de reconciliación nacional por cuyo efecto volvieron a su patria los mexicanos a los que las diversas fases de la Revolución habían arrojado al exilio.
A partir de la elección de Ávila Camacho se hizo clara la reinserción de Guzmán en la vida pública mexicana. Fue entonces, en abril de 1942, cuando fundó la revista Tiempo, “semanario de la vida y la verdad”. A pesar de que su título, su logotipo, su formato evidenciaban que era una imitación de Time, la revista de Guzmán incluía en cada número la siguiente leyenda: “Este semanario no tiene, ni pretende tener relación alguna con ningún otro que actualmente se publique en cualquier idioma”.
Guzmán formó su planta de redacción casi exclusivamente con periodistas españoles, que en los primeros años tuvieron cargos de dirección: Ovidio Gondi (cuyo apellido era un seudónimo, resultado de combinar los dos verdaderos, González Díaz) era jefe de redacción; el secretario era Julio Sanz Sainz; el coordinador de información extranjera, Arturo Perucho. Eran jefes de secciones Vicente Guarner y Otto Mayer-Serra. José María Arribas era el responsable de la formación y la compaginación, que se realizaban en los Talleres Gráficos de la Nación, lo que indicaba el carácter oficialista del semanario. El joven reportero sevillano Luis Suárez formaba también parte de la redacción.
En ella había también jóvenes mexicanos que luego se desarrollaron en actividades públicas diversas del periodismo, como José Rogelio Álvarez, hoy miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua (retirado) y editor de la Enciclopedia de México; Ernesto Álvarez Nolasco, quien hizo política al lado de Jesús Reyes Heroles y desde la muerte de éste la hace en su terruño sinaloense; Fernando Rosenzweig, quien se convirtió en asesor de gobernantes en materia económica y de planeación; etcétera.
La gran aportación de Tiempo a la prensa mexicana fue la donosura de su expresión escrita. Ignoro si existió un libro de estilo o un manual de redacción, pero la voluntad prosística de su director estaba presente de la primera a la última página. Ninguna de las secciones estaba firmada, ni las tareas de información de sus reporteros les eran atribuidas bajo su nombre. Pero la claridad de su lenguaje, la finura de su articulación, la calidad de su sintaxis hacían deleitosa la lectura del semanario. Su información internacional (trabajada sobre todo por Isaac Abeytua) era excepcional en la aldeana prensa mexicana (Excélsior aun en sus mejores años dedicaba dos páginas a asomarse al mundo). Y en cuanto a la información nacional, era tan obvia su orientación gubernamental que podía uno pasarla por alto. Editorializaba a menudo mediante un artilugio consistente en decir: “comentó un observador”, para largar enseguida opiniones del editor.
La revista se mantuvo en cierta inercia durante dos o tres décadas. Perdió presencia en los años 60 cuando el periódico –también de inclinación oficial– El Día concedió importancia a la información internacional, que era uno de los atractivos de Tiempo. El discurso de Martín Luis Guzmán el Día de la Libertad de Prensa de 1969, meses después de la matanza de Tlatelolco –en realidad una verdadera loa al presidente Díaz Ordaz–, afectó directamente a la revista, que perdió a partir de entonces la influencia que su propio director le había conferido, por su prestigio literario. El episodio permitió la escritura de uno de los ensayos más luminosos de las letras mexicanas. Lo realizó Gabriel Zaid y apareció en La cultura en México. Se titulaba El escritor más vendido de México, y aludía, con doble filo, al hecho de que Guzmán era autor de sus libros, los publicaba en la Cía. General de Ediciones, de su propiedad, los vendía en las Librerías de Cristal, suyas también, y los comentaba en Tiempo.
Ese artífice de tal cadena mercantil era senador de la República cuando murió en 1975. La revista siguió publicándose como propiedad de su familia y luego la tomó, para convertirla en bazofia, el gobierno de De la Madrid.
En la revista Siempre la presencia española se cifraba sobre todo en el ejercicio reporteril de Luis Suárez, quien fue durante largo tiempo jefe de información. Sus entrevistas y reportajes tanto en México como en el exterior fueron tan provechosos y notables que hacían posible pasar por alto su inclinación al socialismo realmente existente y, lo que es peor, su amistad con Luis Echeverría. Como articulistas en ese semanario sobresalieron Indalecio Prieto, Víctor Alba (seudónimo de Pedro Pagés, que nada tenía que ver con el director de la revista, José Pagés Llergo) y Víctor Rico Galán.
Antes de nacer Proceso, sus periodistas reanudaron la presencia en la prensa mexicana que Echeverría pretendió anular, a través de la agencia de noticias llamada CISA al principio y Apro después. La dirigió Francisco Fe Álvarez, un periodista gallego, cuyo padre dirigió El Faro de Vigo (que sigue publicándose). Luego de un largo tiempo en la Agencia France Presse y una breve estancia en la Agencia Mexicana de Información (Amex), don Paco llegó a Excélsior, donde más tarde dirigió el Departamento de Información Internacional.
Fue subdirector de Proceso Pedro José Alisedo, quien no vino a México en el primer exilio, sino 10 años después, siendo un niño nacido en Villa Conejos, provincia de Cuenca. Estudió periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y se incorporó a este semanario como editor, reportero y columnista, todo lo cual hizo natural su designación como subdirector, hasta su temprana e infausta muerte en 2004.
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