Wednesday, October 01, 2008

Filosofía de la infamia




Arnoldo Kraus


Hace pocas semanas ocupé este espacio para referirme a un pequeño texto que se encuentra en proceso de elaboración: el Diccionario de las infamias del ser humano. Aunque hoy no desgloso nuevas entradas, reflexiono sobre la cotidianidad imparable de las infamias y la certeza de que su imperiosa vigencia convierta “ese modo de vivir”, si no en filosofía, sí en motivo de estudio –he agregado, entre otras, franelero, hipotecas basura, Pearl Harbor financiero, Arte degenerado, operativo, leche tóxica, desestanilización, colgar (videos). La mayoría de las nuevas infamias corresponden al siglo XXI. Como se infiere, no aparecen en los diccionarios, pero sí en la realidad. De ahí la necesidad de crear neologismos.

Las infamias son sinónimo de deterioro. Muchas veces el conocimiento no deviene humanización; en ocasiones siembra discordia. A partir de la mirada de la ética y de la moral de las religiones, cuando se piensa en el ser humano, debería hablarse de la especie como conjunto y no de grupos aislados. De no ser así, ni la ética ni la religión cumplen. Debido a que la mayor parte de los seres humanos son víctimas de infamias, aseverar que la distribución desigual de las bonanzas del saber es una de las génesis del blog infamias es correcto. La razón es obvia: los infamantes se encuentran recubiertos por poderes impenetrables.

Observo poco atrás: los años transcurridos en el siglo XXI suman deterioro, dolor, guerras, fracaso, incertidumbre. Tristeza y escepticismo son corolarios inevitables. Las infamias no se construyen espontáneamente. Nacen de algunos de los nuevos quehaceres de la humanidad. Muchas devienen dolores y situaciones no descritas. De ahí que los neologismos se conviertan en necesidad. Al igual que el ser humano, los idiomas son instrumentos inacabados. Las mutaciones del primero modifican a los segundos. Uno depende de otro y uno es otro.

El ser humano, han expresado filósofos en formas diversas, es lenguaje. Con profunda sabiduría, lo he citado más de una vez, Ludwig Wittgenstein dijo: “Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Su tácita verdad incita a jugar con ella. Reacomodo la frase: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. En una Tierra infamada es lícito atreverse; es muy infrecuente que los muertos se enojen. Quienes se irritan no lo hacen porque los cementerios sean detestables. De hecho, no lo son. Ahí reina la paz y no se requieren neologismos. Los muertos son lo que son: muertos. Quienes se disgustan lo hacen porque el Mal y algunas infamias son tan malignos que horadan tierra y ataúdes. En algunos de mis insomnios Wittgenstein revive y escribe: “Los límites del ser humano son los límites de sus infamias”.

Las neo infamias requieren neologismos para que la vida se ajuste a la realidad de los tiempos y los tiempos a la realidad de la vida. Aunque sé que juego con ventaja con las palabras –escribo, borro y acomodo ad nauseam– creo que es cierto lo que digo: en épocas de infamias las intersecciones entre vida, tiempo y realidad se ordenan y se reinventan sinfín. Las razones que devienen infamias serán, al igual que la bioética, una de las asignaturas cruciales del siglo XXI.

Los idiomas nunca serán objetos muertos. Las transformaciones que surgen de las actividades del ser humano requieren palabras que describan lo que sucede con ellos mismos y con su hábitat. Los primeros y grandes bioeticistas, quizás sin saberlo, sembraron diccionarios. Muchos vituperios surgen porque la ética ha caído en desuso. Los bioeticistas pioneros hablaban de “la ética de la tierra” (Aldo Leopold, 1949) y aseveraban que “el humano es un cáncer del planeta” (Van Rensselaer Potter, 1971). El primero decía que “la ética permite diferenciar la conducta social de la antisocial”. La suma de esas ideas es cuna de las infamias de nuestro tiempo.

La ausencia de ética es la enfermedad del siglo XXI. La han aplastado políticos, religiosos, empresarios. Todos se apellidan poder. A partir de sus locuras, torpezas y conductas antisociales han sepultado a la ética. En el lenguaje del poder ni la ética ni la moral son preocupación. Sus conductas antisociales son génesis y leitmotiv de muchas de las infamias del siglo XXI. Su presencia es sinónimo del comportamiento antisocial del ser humano y su frecuencia, siempre en aumento, retrato de nuestra condición.

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