“El actual choque de civilizaciones no se da realmente con Oriente, sino con nuestro propio pasado, con la Ilustración y con la evolución de la misma que desembocó en la economía política clásica y en la Era Progresista de las reformas sociales tendentes a emancipar a la sociedad de trabas y estorbos procedentes del feudalismo europeo. A lo que estamos asistiendo es a propaganda concebida para engañar, para distraer la atención de la realidad económica, a fin de promover el tipo de propiedad y de intereses financieros, de cuya predadora férula, precisamente, quisieron los economistas clásicos librar al mundo. Lo que pretende es nada menos que destruir el edificio intelectual y moral que la civilización occidental tardó ocho siglos en levantar, desde las discusiones escolásticas del siglo XII sobre el precio justo hasta la teoría económica clásica del valor de los siglos XIX y XX.” |
"Las acciones de los bancos comenzaron a caer el viernes por la mañana, luego de que el senador Dodd, el demócrata por Connecticut y presidente de la comisión de asuntos bancarios del Senado, se manifestara preocupado en una entrevista concedida a Bloomberg Television tpor la posibilidad de que el gobierno pudiera terminar nacionalizando algunas in situaciones de préstamo “aunque sea por un corto período de tiempo”. Otros prominentes políticos –entre ellos, Alan Greenspan, el antiguo presidente de la Reserva Federal, y el senador Lindsey Graham, de Carolina del Sur— se han hecho recientemente eco de este punto de vista.” .- Eric Dash, “Growing Worry on Rescue Takes a Toll on Banks,” The New York Times, 20 febrero 2009.
¿Cómo es que Alan Greenspan, el lobista de Wal Street en favor del libre mercado, se pronunció hace unos días a favor de la nacionalización de los bancos norteamericanos, y precisamente, de los mayores y más poderosos? ¿Acaso, de la noche a la mañana, se ha vuelto un rojo el antiguo discípulo de Ayn Rand? Ciertamente, no.
Lo que pasa es que la retórica de los “mercados libres”, la “nacionalización” y aun del “socialismo” –como en “socializar las pérdidas”— ha trocado en un lenguaje engañoso al servicio de un sector financiero afanado en movilizar el poder estatal a favor de sus propios y particulares privilegios. Tras haber socavado las bases del conjunto de la economía, los think tanks dedicados a relaciones públicas buscan ahora desbaratar al mismo lenguaje.
¿Qué significa exactamente “un mercado libre”? ¿Es lo que propugnaban los economistas clásicos: un mercado libre de poder monopólico, libre de fraude empresarial, libre de comercio político con información privilegiada y libre de privilegios particulares concedidos a los intereses creados; un mercado protegido por la institucionalización de la regulación pública desde la Ley Antitrust de Sherman en 1890, hasta la Ley Glass-Steagall y otras leyes del New Deal? ¿O es un mercado libre para que los predadores exploten a sus víctimas, sin regulación pública ni policías económicos: el tipo de mercado barra-libre que la Reserva Federal y la SEC (Security and Exchange Commission, la comisión supervisora del mercado de valores) han venido creando en los últimos diez años? Hoy resulta increíble que se aceptara galanamente la idea neoliberal de la “libertad de mercado”, en el sentido de neutralización la vigilancia pública, al estilo de Alan Greenspan, y que se tolerara que Angelo Mozilo en Countrywide, Hank Greenberg en AIG, Bernie Madoff, Citibank, Bear Stearns y Lehman Brithers saquearan sin estorbo o sanción ningunos, sumiendo a la economía en la crisis para luego servirse del dinero del rescate del Tesoro a fin de pagar las más elevadas remuneraciones y los bonos más copiosos de la historia de los EEUU.
Conceptos que son la antítesis del de “mercado libre” se han convertido en lo contrario de lo que significaron históricamente. Tomemos la actual discusión sobre la nacionalización de los bancos. Durante más de un siglo, “nacionalización” significó la toma pública de control de los monopolios o de otros sectores para gestionarlos conforme al interés público, no para ponerlos a merced de intereses particulares. Pero cuando los neoliberales usan ahora la palabra “nacionalización”, lo que quieren decir es un rescate, un obsequio del gobierno a los intereses financieros.
El doble pensamiento y el doble lenguaje en relación con la “nacionalización” o la “socialización” de los bancos y de otros sectores es un travestido del debate político y económico habido entre el siglo XVII y mediados del XX. La gramática intelectual básica de la sociedad, el léxico para discutir asuntos políticos y económicos, es vuelto del revés con el propósito de evitar el debate sobre las soluciones políticas propuestas por los economistas y filósofos políticos clásicos que hicieron “occidental” a la civilización occidental.
El actual choque de civilizaciones no se da realmente con Oriente, sino con nuestro propio pasado, con la Ilustración y con la evolución de la misma que desembocó en la economía política clásica y en la Era Progresista de las reformas sociales tendentes a emancipar a la sociedad de trabas y estorbos procedentes del feudalismo europeo. A lo que estamos asistiendo es a propaganda concebida para engañar, para distraer la atención de la realidad económica, a fin de promover el tipo de propiedad y de intereses financieros, de cuya predadora férula, precisamente, quisieron los economistas clásicos librar al mundo. Lo que pretende es nada menos que destruir el edificio intelectual y moral que la civilización occidental tardó ocho siglos en levantar, desde las discusiones escolásticas del siglo XII sobre el precio justo hasta la teoría económica clásica del valor de los siglos XIX y XX.
Cualquier idea de “socialismo desde arriba”, en el sentido de “socialización del riesgo”, no es sino tradicional oligarquía, estatismo cleptocrático desde arriba. La nacionalización genuina se da cuando los gobiernos actúan en interés público para tomar el control de la propiedad privada. El programa decimonónico de nacionalización de la tierra (el primer punto programático del Manifiesto comunista) no tenía absolutamente nada que ver con la toma de control estatal de las propiedades raíces y el pago de sus gravámenes e hipotecas a costa del erario público para devolverlos luego a los terratenientes, libres ya de tasas y servidumbres. Lo que se proponía, al revés, era incorporar las tierras y sus ingresos rentistas al dominio público, para luego darlas en arriendo conforme a un abanico de cuotas de usuario que iba del coste real de mantenimiento hasta una tasa subsidiada, y aun gratis, como en el caso de calles y carreteras.
Nacionalizar los bancos en este último sentido no significaría sino que el gobierno mismo subvendría a las necesidades de crédito. El Tesoro se convertiría en la fuente del dinero nuevo, substituyendo al crédito de la banca comercial. Presumiblemente, ese crédito se concedería conforme a criterios de productividad económica y social, y no simplemente para hinchar precios de activos lastrando con deuda a hogares y empresas, como ha venido ocurriendo con las políticas de préstamo de los cancos comerciales de nuestros días.
El hecho de que los neoliberales de nuestros días se proclamen descendientes intelectuales de Adam Smith hace necesaria la tarea de restaurar una perspectiva histórica más adecuada. Pues su concepto de “mercados libres” es la antítesis del de Smith. Es el opuesto del de los economistas clásicos, de la línea que, pasando por John Stuart Mill y Karl Marx, llega a las reformas sociales de la Era Progresista, que buscaron la creación de mercados libres y emancipados de las exigencias extractivas rentistas de unos intereses especiales, cuyo poder institucional se remontaba a la Europa medieval y a la época de conquistas militares.
Los escritores económicos entre los siglo XVI y XX reconocieron que los mercados libres precisaban de supervisión pública para prevenir la formación monopólica de precios y otros costosos lastres impuestos por el privilegio. En cambio, los ideólogos neoliberales de nuestros días son peritos en relaciones públicas que abogan a favor de intereses creados presentando al “mercado libre” como un mercado “libre” de regulación pública., “libre” de protección anti-trust, y aun “libre” de protección anti-fraude (como revela la negativa de la SEC a proceder contra Madoff, Enron, Citibank, etc.). El ideal neoliberal de los mercados libres es, pues, básicamente, el del ladró en el malversador bancario, que suspira por un mundo sin policía en el que pueda gozar de la libertad suficiente como para chupar sin estorbos el dinero ajeno.
Los Chicago Boys descubrieron en Chile que los mercados libres para finanzas predatorias y privatizaciones privilegiadas no podían imponerse sino a punta de pistola. Esos apologistas del libre mercado en Chile cerraron todos los departamentos académicos de ciencia económica, todas las universidades de ciencias sociales, salvo la Universidad Católica en la que los Chicago Boys tenían vara alta. Con la Operación Cóndor se detuvo, exilió o asesinó a decenas de miles de académicos, intelectuales, dirigentes sindicales y artistas. Sólo merced a un control totalitario del curriculum académico y de los medios de comunicación públicos, respaldado por una policía secreta y un ejército de todo punto activos lograron imponerse los “mercados libres” de impronta neoliberal. La privatización a punta de pistola resultante fue un ejercicio de lo que Marx llamó en su día “acumulación primitiva”: confiscación del dominio público por parte de unas elites políticas respaldadas por la fuerza de las armas. Es el estilo de libre mercado de Guillermo el Conquistador o de Yeltsin el Cleptócrata: parcelada la propiedad, se procede a su distribución entre los compinches del caudillo político o militar.
Justo todo lo contrario del tipo de mercados libres que Adam Smith tenía en mente cuando alertó de que los empresarios raramente se juntan, si no es para conspirar y buscar vías de encarrilar los mercados conforme a su propia ventaja. Un problema, éste, que no inquietaba lo más mínimo al señor Greenspan o a los editorialistas New York Times y del Washington Post. No existe el menor parentesco los ideales neoliberales de éstos y los ideales de los filósofos políticos de la Ilustración. La promoción de unos mercados “libres” para que los poseedores de información privilegiada se repartan entre sí el dominio público monta tanto como bajar un Telón de Acero intelectual sobre la historia del pensamiento económico.
Los economistas clásicos y los progresistas norteamericanos tenían en sus miras programáticas mercados libres en sentido de emancipados de rentas e intereses económicos: libres, pues, de los costes cargados por el rentista y del lastre económico de la tramposa formación monopólica de precios; libres de renta agraria y del interés pagado a banqueros y otros institutos financieros; y libres de unos impuestos que no sirven sino para sostener a una oligarquía. Los gobiernos tenían que fundar sus sistemas fiscales gravando la “barra libre” de la renta económica, comenzando por la dimanante de los emplazamientos favorables suministrados por la naturaleza y a los que la inversión pública en transportes y otras infraestructuras, y no los esfuerzos de los terratenientes, da valor de mercado.
Así pues, la discusión entre reformistas de la era progresista, socialistas, anarquistas e individualistas se centró en el debate sobre la mejor estrategia política para liberar a los mercados de la deuda y de la renta. Diferían entre sí respecto de los mejores medios políticos para conseguirlo, y señaladamente, sobre el papel que debía desempeñar el Estado. Había amplio acuerdo respecto de que el Estado estaba controlado por un complejo de intereses creados heredados de las conquistas militares de la Europa feudal y del mundo colonizado por la fuerza militar europea. La cuestión política, al romper el siglo XX, era si una reforma democrática pacífica podía vencer las resistencias políticas y aun militares presentadas por un Antiguo Régimen que no dudaba en servirse de la violencia para defender sus “derechos”. Las revoluciones políticas que siguieron partían de la Ilustración, de la filosofía del derecho de hombres como John Locke, de economistas como Adam Smith, John Stuart Mill y Marx. El poder tenía que usarse para liberar a los mercados de la propiedad predatoria y de los sistemas financieros heredados del feudalismo. Había que liberar a los mercados del privilegio y de las barras libres, de modo que el pueblo pudiera conseguir ingresos y riqueza sólo conforme al trabajo realizado y al espíritu emprendedor desarrollado. Tal fue la esencia de la teoría del valor-trabajo y de su complemento, el concepto de renta económica como excedente del precio de mercado sobre el coste-valor socialmente necesario.
Aunque ahora sabemos que mercados y precios, renta e interés, formalidades contractuales y casi todos los elementos de la empresa económica se originaron en las “economías mixtas” de Mesopotamia en el cuarto milenio antes de nuestra Era y continuaron a través de todas las economías mixtas público/privadas de la antigüedad clásica, la discusión llegó a polarizarse políticamente a tal punto, que hace un siglo la idea de una economía mixta con pesos y contrapesos apenas recibió atención hace un siglo.
Los individualistas creían que todo retroceso de los Estados centrales haría retroceder a su vez el mecanismo de control con el que los intereses creados extraían riqueza sin trabajo o esfuerzo empresarial. Los socialistas veían que se necesitaba un Estado fuerte para proteger a la sociedad contra las tentativas de la propiedad y de las finanzas de servirse de sus ganancias para monopolizar el poder económico y político. Los dos extremos del espectro político apuntaban al mismo objetivo, a saber: reducir los precios a los costes reales de producción. El objetivo común era maximizar la eficiencia económica para traspasar los frutos de las Revoluciones Industrial y Agraria al conjunto de la población. Para lograrlo, era necesario bloquear el propósito de una clase entrometida –la rentista—, empeñada en apoderarse del dominio público y resuelta a controlar la distribución de recursos. Los socialistas no creían que tal cosa fuera posible sin tomar en sus propias manos el poder político y jurídico del Estado. Los marxistas creían necesaria una revolución para devolver al dominio público la renta dimanante de la propiedad y para posibilitar que los gobiernos pudieran crear su propio crédito, en vez de tomar prestado a interés de la banca comercial y de los acaudalados emisores de bonos y obligaciones. El objetivo no era crear una burocracia, sino emancipar a la sociedad del persistente poder de la posesión absentista, característico de la propiedad transmitida y de los intereses financieros.
Toda esta historia de pensamiento económico ha sido tan concienzudamente erradicada de los programas académicos actuales, como de la discusión popular. Poca gente recuerda el gran debate entablado al romper el siglo XX: ¿avanzaría el mundo de un modo bastante rápido desde las reformas de la Era Progresista hasta el socialismo propiamente dicho (propiedad pública de la infraestructura económica básica, de los monopolios naturales –incluido el sistema bancario—, de la misma tierra y, para los marxistas, también del capital industrial)? ¿O podrían los reformistas liberales de izquierda de la época –individualistas, partidarios de los impuestos sobre la tierra, economistas clásicos en la tradición de Mill e institucionalistas estadounidenses como Simon Patten– mantener la estructura básica del capitalismo y de la propiedad privada? En este último caso, todos reconocían que tendría que ser en el contexto de la regulación de mercados y de la introducción de una fiscalidad progresiva sobre la riqueza y los ingresos. Era la alternativa a la propiedad directa por el “Estado”. La actual idea extremista del “libre mercado” es una caricatura degradad de esa posición.
Todos veían al gobierno como “cerebro” de la sociedad, como a su órgano de planificación avanzada. Dada la complejidad de la tecnología moderna, la humanidad modelaría su propia evolución. La evolución no se daría por la vía de la “acumulación primitiva”, sino que podría ser deliberadamente planificada. Los individualistas replicaba diciendo que ningún planificador humano era suficientemente imaginativo como para lidiar con la complejidad de los mercados, pero aceptaban la necesidad de eliminar toda forma de ingreso no ganado: la renta económica y el aumento de precios de la tierra que Mill llamaba “incremento no ganado.” Eso implicaba una regulación pública capaz de configurar los mercados. Un “mercado libre” era una creación política activa, y precisaba de vigilancia regulatoria.
En tanto que abogados públicos de los intereses creados y del privilegio rentista particular, los los actuales defensores “neoliberales” de los mercados “libres” buscan maximizar la renta económica, la barra libre de precios que exceden del valor de coste, no liberar a los mercados del lastre rentista. Una genealogía tan confundente sólo podía lograrse mediante la supresión directa del conocimiento de lo que escribieron realmente Locke, Smith y Mill. Los intentos de regular “libres mercados” y de limitar la fijación de precios y los privilegios de los monopolios son equiparados a “socialismo,” incluso a burocracia al estilo soviético. El objetivo es evitar el análisis de lo que es realmente un “libre mercado”: un mercado libre de costes innecesarios, un mercado libre, esto es, de rentas monopólicas, de rentas de propiedad y de cargas financieras por un crédito que los gobiernos podrían crear libremente.
La reforma política tendente a acoplar los precios de mercado al valor de coste socialmente necesario fue el gran tema económico del siglo XIX. La teoría que fundaba en el trabajo el valor de coste intrínseco es la contrapartida de la teoría de la renta económica: la renta de la tierra, la amañada formación monopolística de precios, los intereses y otros rendimientos dimanantes de privilegios especiales que incrementaban los precios del mercado sólo por exigencias propiedad institucional. La discusión se remonta a los eclesiásticos medievales que definieron el justo precio. La doctrina fue originalmente aplicada a los honorarios apropiados que podían cobrar los banqueros, y más tarde fue ampliada a la renta de las tierras, y luego a los monopolios creados por los Estados y vendidos a acreedores con el propósito de librarse de deudas.
Los reformistas y los socialistas, más radicales, trataron por igual de liberar al capitalismo de sus desigualdades más patentes, sobre todo de su legado de conquista militar de la Edad Oscura de Europa, cuando señores de la guerra invasores se apoderaban de tierras e imponían una clase absentista de terratenientes que recibía unos ingresos rentistas que eran, a su vez, utilizados para financiar guerras libradas con el objetivo de adquirir más tierras. Al final, se derrumbaron las esperanzas de que el capitalismo industrial pudiera reformarse siguiendo líneas progresistas y depurarse del legado del feudalismo. La Primera Guerra Mundial se precipitó como un cometa sobre la economía mundial, desplazándola hacia a una nueva trayectoria e imprimiendo una imprevista dirección hacia un capitalismo financiero.
Imprevista en gran parte porque el grueso de los reformadores invirtieron tanto esfuerzo en la propugnación de políticas progresistas, que descuidaron lo que Thorstein Veblen llamó los intereses creados. La verdadera contrailustración representada por esos intereses está creando un mundo que hace un siglo habría parecido una distopía, algo tan pesimista, que ningún futurólogo se habría avilantado a imaginar, a saber: un mundo dirigido por unos banqueros que, tan venales como corruptos, toman bajo su protección como clientes primordiales a los monopolios, a los especuladores inmobiliarios y a fondos de cobertura cuyas rentas económicas, apuestas financieras y e inflación de precios de activos se han convertido en la economía actual de rentistas en un flujo de interés. En vez del incremento de formación de capital del capitalismo industrial, lo que vemos es evaporación de capital por parte del capitalismo financiero; en vez del prometido mundo de ocio, a lo que se nos aboca es a un mundo de servidumbre por deudas
El sector financiero ha redefinido la democracia con sus exigencias de que la Reserva Federal sea “independiente” de los representantes democráticamente elegidos, a fin de actuar como el lobista de la banca en Washington. Esto exime al sector financiero del proceso político democrático, a pesar de que la planificación económica actual está ahora centralizada en el sistema bancario. El resultado es un régimen de manejos entre poseedores de información privilegiada y la oligarquía, el gobierno de la minoría rica.
La falacia económica de trasfondo es que el crédito bancario es un genuino factor de producción, una especie de fuente fisiocrática de fertilidad sin la cual no podría haber crecimiento. La realidad es que el derecho monopolístico de crear crédito bancario generador de intereses no es sino una transferencia gratuita de la sociedad a una elite privilegiada. La moraleja es que cuando, vemos un “factor de producción” que no tiene un coste real de producción en términos de trabajo, de lo que se trata es, simplemente, de un privilegio institucional.
Y esto nos lleva al más reciente debate sobre la “nacionalización” o “socialización” de los bancos. El Programa de Apoyo a Activos con Problemas (TARP, por sus siglas en inglés) ha sido utilizado hasta ahora para unos fines que, en mi opinión, deben ser considerados como verdaderamente antisociales, y de ningún modo “socialistas”.
A fines del año pasado, 20.000 millones de dólares fueron usados para pagar bonificaciones y remuneraciones a malversadores financieros, a despecho de la caída de sus bancos en quiebra técnica. Y para proteger sus intereses, esos bancos siguieron sufragando honorarios a lobbies encargados de persuadir a los legisladores para que les den mayores privilegios especiales, todavía.
Aunque Citibank y otras grandes instituciones amenazaron con provocar la caída del sistema financiero porque eran “demasiado grandes para caer”, más de 100.000 millones de fondos del TARP fueron utilizados para aumentar aún más su tamaño. Bancos ya tambaleantes compraron filiales que habían crecido haciendo préstamos irresponsables y aun directamente fraudulentos. Bank of America compró el Countrywide Financial de Angelo Mozilo y Merrill Lynch, mientras JP Morgan Chase compró Bear Stearns, y otros grandes bancos compraron WaMu y Wachovia.
La política actual pasa por “rescatar” a esos gigantescos conglomerados bancarios capacitándoles para que se “ganen” su camino para salir de la deuda por la vía de vender todavía más deuda a la economía ya sobreendeudada de los EE.UU. La esperanza está puesta en rehinchar los precios de los bienes raíces y de otros activos. ¿Pero queremos realmente permitir que los bancos “devuelvan el dinero a los contribuyentes” librándose a prácticas financieras aún más depredadoras del conjunto de la economía? Esto amenaza con maximizar el margen del precio de mercado por encima de los costes directos de producción, levantando cargas financieras aún mayores. Es exactamente la política contraria a la pretensión de ajustar los precios de vivienda e infraestructura al nivel de los costes tecnológicamente necesarios. Lo que no es, desde luego, es una política para hacer de los EE.UU. una economía más competitiva globalmente.
El plan del Tesoro para “socializar” bancos, compañías de seguros y otras instituciones financieras pasa, simplemente, por intervenir y sacar de los libros los préstamos malos, cargando las pérdidas al sector público. Es la antítesis de la verdadera nacionalización o “socialización” del sistema financiero. Los bancos y las compañías de seguros superaron rápidamente el primer pavor espontáneo a un rescate público conforme a criterios erradicadores de su mala gestión y de los accionistas y los tenedores de obligaciones que respaldaron esa mala gestión. El Tesoro ha asegurado a esos malos administradores que el “socialismo” es para ellos un regalo gratuito. La primacía de las finanzas sobre el resto de la economía será reafirmada, manteniendo en sus puestos a los gestores y dando a los accionistas oportunidad de recuperarse ganando más a costa del conjunto de la economía gracias a un favoritismo fiscal todavía mayor. (Esto significa una fiscalidad todavía más grávida sobre los consumidores, con el correspondiente aumento del coste de la vida para ellos.)
La mayor parte de la riqueza bajo el capitalismo –como bajo el feudalismo– ha venido siempre primordialmente del dominio público, comenzando por la tierra e inveterados servicios públicos. Esa verdad se ha visto recientemente coronada por el poder del Tesoro público para crear deuda. En efecto, el Tesoro crea un nuevo activo (11 billones de dólares de nuevos bonos y garantías del Tesoro, por ejemplo, los 5,2 billones de dólares para Fannie y Freddie). Los intereses sobre esos bonos serán pagados mediante nuevos impuestos al trabajo, no a la propiedad. Eso es lo que se supone que rehinhará los precios de la vivienda, de las acciones y de las obligaciones: el dinero liberado de los impuestos a la propiedad y a las corporaciones estará disponible para ser capitalizado en nuevos préstamos adicionales.
De modo, pues, que la renta pagada hasta ahora en concepto de impuestos comerciales seguirá siendo pagada –en forma de intereses—, mientras que los antiguos impuestos seguirán siendo recaudados, pero sólo entre los trabajadores. La carga fiscal, pues, se verá duplicada. No es un programa para hacer más competitiva la economía, o para subir el nivel de vida del grueso de la población. Es un programa destinado a polarizar todavía más la economía estadounidense entre las finanzas, las aseguradores y los bienes raíces (FIRE, por acrónimo en inglés), en la cúspide, y el mundo del trabajo, en la base.
Las denuncias neoliberales de la regulación pública y de la tributación como cosas equivalentes a “socialismo” son, en realidad, un ataque contra la economía política clásica –la tradición republicana originaria, cuyo ideal era liberar a la sociedad del legado parasitario del feudalismo. Una política del Tesoro genuinamente socializante pasaría por obligar a los bancos a prestar para fines productivos que contribuyan al crecimiento económico real, no meramente para incrementar el gasto e hinchar lo bastante los precios de los activos como para poder extraer cargos de intereses. La política fiscal se propondría minimizar, más que maximizar, los precios de la propiedad de la vivienda de la actividad empresarial, fundando el sistema fiscal en el gravamen de la renta que ahora, en cambio, es remunerada con interés. Desplazar la carga tributaria de los salarios y los beneficios a la renta y los intereses fue el núcleo de la economía política clásica en los siglos XVIII y XIX, de la Era Progresista y de los movimientos de reforma socialdemócrata en EEUU y Europa antes de la II Guerra Mundial. Pero esa doctrina y su programa de reforma han sido enterrados por la cortina de humo retórica organizada por unos lobistas financieros empeñados en enturbiar las aguas ideológicas lo suficiente como para acallar cualquier oposición popular a la actual usurpación del poder por parte del capital financiero y el capital monopolista. Su alternativa a la verdadera nacionalización y a la verdadera socialización de las finanzas es la servidumbre por deudas, la oligarquía y el neofeudalismo. A ese programa han dado en llamarlo “mercados libres”.
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2397
¿Cómo es que Alan Greenspan, el lobista de Wal Street en favor del libre mercado, se pronunció hace unos días a favor de la nacionalización de los bancos norteamericanos, y precisamente, de los mayores y más poderosos? ¿Acaso, de la noche a la mañana, se ha vuelto un rojo el antiguo discípulo de Ayn Rand? Ciertamente, no.
Lo que pasa es que la retórica de los “mercados libres”, la “nacionalización” y aun del “socialismo” –como en “socializar las pérdidas”— ha trocado en un lenguaje engañoso al servicio de un sector financiero afanado en movilizar el poder estatal a favor de sus propios y particulares privilegios. Tras haber socavado las bases del conjunto de la economía, los think tanks dedicados a relaciones públicas buscan ahora desbaratar al mismo lenguaje.
¿Qué significa exactamente “un mercado libre”? ¿Es lo que propugnaban los economistas clásicos: un mercado libre de poder monopólico, libre de fraude empresarial, libre de comercio político con información privilegiada y libre de privilegios particulares concedidos a los intereses creados; un mercado protegido por la institucionalización de la regulación pública desde la Ley Antitrust de Sherman en 1890, hasta la Ley Glass-Steagall y otras leyes del New Deal? ¿O es un mercado libre para que los predadores exploten a sus víctimas, sin regulación pública ni policías económicos: el tipo de mercado barra-libre que la Reserva Federal y la SEC (Security and Exchange Commission, la comisión supervisora del mercado de valores) han venido creando en los últimos diez años? Hoy resulta increíble que se aceptara galanamente la idea neoliberal de la “libertad de mercado”, en el sentido de neutralización la vigilancia pública, al estilo de Alan Greenspan, y que se tolerara que Angelo Mozilo en Countrywide, Hank Greenberg en AIG, Bernie Madoff, Citibank, Bear Stearns y Lehman Brithers saquearan sin estorbo o sanción ningunos, sumiendo a la economía en la crisis para luego servirse del dinero del rescate del Tesoro a fin de pagar las más elevadas remuneraciones y los bonos más copiosos de la historia de los EEUU.
Conceptos que son la antítesis del de “mercado libre” se han convertido en lo contrario de lo que significaron históricamente. Tomemos la actual discusión sobre la nacionalización de los bancos. Durante más de un siglo, “nacionalización” significó la toma pública de control de los monopolios o de otros sectores para gestionarlos conforme al interés público, no para ponerlos a merced de intereses particulares. Pero cuando los neoliberales usan ahora la palabra “nacionalización”, lo que quieren decir es un rescate, un obsequio del gobierno a los intereses financieros.
El doble pensamiento y el doble lenguaje en relación con la “nacionalización” o la “socialización” de los bancos y de otros sectores es un travestido del debate político y económico habido entre el siglo XVII y mediados del XX. La gramática intelectual básica de la sociedad, el léxico para discutir asuntos políticos y económicos, es vuelto del revés con el propósito de evitar el debate sobre las soluciones políticas propuestas por los economistas y filósofos políticos clásicos que hicieron “occidental” a la civilización occidental.
El actual choque de civilizaciones no se da realmente con Oriente, sino con nuestro propio pasado, con la Ilustración y con la evolución de la misma que desembocó en la economía política clásica y en la Era Progresista de las reformas sociales tendentes a emancipar a la sociedad de trabas y estorbos procedentes del feudalismo europeo. A lo que estamos asistiendo es a propaganda concebida para engañar, para distraer la atención de la realidad económica, a fin de promover el tipo de propiedad y de intereses financieros, de cuya predadora férula, precisamente, quisieron los economistas clásicos librar al mundo. Lo que pretende es nada menos que destruir el edificio intelectual y moral que la civilización occidental tardó ocho siglos en levantar, desde las discusiones escolásticas del siglo XII sobre el precio justo hasta la teoría económica clásica del valor de los siglos XIX y XX.
Cualquier idea de “socialismo desde arriba”, en el sentido de “socialización del riesgo”, no es sino tradicional oligarquía, estatismo cleptocrático desde arriba. La nacionalización genuina se da cuando los gobiernos actúan en interés público para tomar el control de la propiedad privada. El programa decimonónico de nacionalización de la tierra (el primer punto programático del Manifiesto comunista) no tenía absolutamente nada que ver con la toma de control estatal de las propiedades raíces y el pago de sus gravámenes e hipotecas a costa del erario público para devolverlos luego a los terratenientes, libres ya de tasas y servidumbres. Lo que se proponía, al revés, era incorporar las tierras y sus ingresos rentistas al dominio público, para luego darlas en arriendo conforme a un abanico de cuotas de usuario que iba del coste real de mantenimiento hasta una tasa subsidiada, y aun gratis, como en el caso de calles y carreteras.
Nacionalizar los bancos en este último sentido no significaría sino que el gobierno mismo subvendría a las necesidades de crédito. El Tesoro se convertiría en la fuente del dinero nuevo, substituyendo al crédito de la banca comercial. Presumiblemente, ese crédito se concedería conforme a criterios de productividad económica y social, y no simplemente para hinchar precios de activos lastrando con deuda a hogares y empresas, como ha venido ocurriendo con las políticas de préstamo de los cancos comerciales de nuestros días.
Cómo falsean la historia política de Occidente los neoliberales
El hecho de que los neoliberales de nuestros días se proclamen descendientes intelectuales de Adam Smith hace necesaria la tarea de restaurar una perspectiva histórica más adecuada. Pues su concepto de “mercados libres” es la antítesis del de Smith. Es el opuesto del de los economistas clásicos, de la línea que, pasando por John Stuart Mill y Karl Marx, llega a las reformas sociales de la Era Progresista, que buscaron la creación de mercados libres y emancipados de las exigencias extractivas rentistas de unos intereses especiales, cuyo poder institucional se remontaba a la Europa medieval y a la época de conquistas militares.
Los escritores económicos entre los siglo XVI y XX reconocieron que los mercados libres precisaban de supervisión pública para prevenir la formación monopólica de precios y otros costosos lastres impuestos por el privilegio. En cambio, los ideólogos neoliberales de nuestros días son peritos en relaciones públicas que abogan a favor de intereses creados presentando al “mercado libre” como un mercado “libre” de regulación pública., “libre” de protección anti-trust, y aun “libre” de protección anti-fraude (como revela la negativa de la SEC a proceder contra Madoff, Enron, Citibank, etc.). El ideal neoliberal de los mercados libres es, pues, básicamente, el del ladró en el malversador bancario, que suspira por un mundo sin policía en el que pueda gozar de la libertad suficiente como para chupar sin estorbos el dinero ajeno.
Los Chicago Boys descubrieron en Chile que los mercados libres para finanzas predatorias y privatizaciones privilegiadas no podían imponerse sino a punta de pistola. Esos apologistas del libre mercado en Chile cerraron todos los departamentos académicos de ciencia económica, todas las universidades de ciencias sociales, salvo la Universidad Católica en la que los Chicago Boys tenían vara alta. Con la Operación Cóndor se detuvo, exilió o asesinó a decenas de miles de académicos, intelectuales, dirigentes sindicales y artistas. Sólo merced a un control totalitario del curriculum académico y de los medios de comunicación públicos, respaldado por una policía secreta y un ejército de todo punto activos lograron imponerse los “mercados libres” de impronta neoliberal. La privatización a punta de pistola resultante fue un ejercicio de lo que Marx llamó en su día “acumulación primitiva”: confiscación del dominio público por parte de unas elites políticas respaldadas por la fuerza de las armas. Es el estilo de libre mercado de Guillermo el Conquistador o de Yeltsin el Cleptócrata: parcelada la propiedad, se procede a su distribución entre los compinches del caudillo político o militar.
Justo todo lo contrario del tipo de mercados libres que Adam Smith tenía en mente cuando alertó de que los empresarios raramente se juntan, si no es para conspirar y buscar vías de encarrilar los mercados conforme a su propia ventaja. Un problema, éste, que no inquietaba lo más mínimo al señor Greenspan o a los editorialistas New York Times y del Washington Post. No existe el menor parentesco los ideales neoliberales de éstos y los ideales de los filósofos políticos de la Ilustración. La promoción de unos mercados “libres” para que los poseedores de información privilegiada se repartan entre sí el dominio público monta tanto como bajar un Telón de Acero intelectual sobre la historia del pensamiento económico.
Los economistas clásicos y los progresistas norteamericanos tenían en sus miras programáticas mercados libres en sentido de emancipados de rentas e intereses económicos: libres, pues, de los costes cargados por el rentista y del lastre económico de la tramposa formación monopólica de precios; libres de renta agraria y del interés pagado a banqueros y otros institutos financieros; y libres de unos impuestos que no sirven sino para sostener a una oligarquía. Los gobiernos tenían que fundar sus sistemas fiscales gravando la “barra libre” de la renta económica, comenzando por la dimanante de los emplazamientos favorables suministrados por la naturaleza y a los que la inversión pública en transportes y otras infraestructuras, y no los esfuerzos de los terratenientes, da valor de mercado.
Así pues, la discusión entre reformistas de la era progresista, socialistas, anarquistas e individualistas se centró en el debate sobre la mejor estrategia política para liberar a los mercados de la deuda y de la renta. Diferían entre sí respecto de los mejores medios políticos para conseguirlo, y señaladamente, sobre el papel que debía desempeñar el Estado. Había amplio acuerdo respecto de que el Estado estaba controlado por un complejo de intereses creados heredados de las conquistas militares de la Europa feudal y del mundo colonizado por la fuerza militar europea. La cuestión política, al romper el siglo XX, era si una reforma democrática pacífica podía vencer las resistencias políticas y aun militares presentadas por un Antiguo Régimen que no dudaba en servirse de la violencia para defender sus “derechos”. Las revoluciones políticas que siguieron partían de la Ilustración, de la filosofía del derecho de hombres como John Locke, de economistas como Adam Smith, John Stuart Mill y Marx. El poder tenía que usarse para liberar a los mercados de la propiedad predatoria y de los sistemas financieros heredados del feudalismo. Había que liberar a los mercados del privilegio y de las barras libres, de modo que el pueblo pudiera conseguir ingresos y riqueza sólo conforme al trabajo realizado y al espíritu emprendedor desarrollado. Tal fue la esencia de la teoría del valor-trabajo y de su complemento, el concepto de renta económica como excedente del precio de mercado sobre el coste-valor socialmente necesario.
Aunque ahora sabemos que mercados y precios, renta e interés, formalidades contractuales y casi todos los elementos de la empresa económica se originaron en las “economías mixtas” de Mesopotamia en el cuarto milenio antes de nuestra Era y continuaron a través de todas las economías mixtas público/privadas de la antigüedad clásica, la discusión llegó a polarizarse políticamente a tal punto, que hace un siglo la idea de una economía mixta con pesos y contrapesos apenas recibió atención hace un siglo.
Los individualistas creían que todo retroceso de los Estados centrales haría retroceder a su vez el mecanismo de control con el que los intereses creados extraían riqueza sin trabajo o esfuerzo empresarial. Los socialistas veían que se necesitaba un Estado fuerte para proteger a la sociedad contra las tentativas de la propiedad y de las finanzas de servirse de sus ganancias para monopolizar el poder económico y político. Los dos extremos del espectro político apuntaban al mismo objetivo, a saber: reducir los precios a los costes reales de producción. El objetivo común era maximizar la eficiencia económica para traspasar los frutos de las Revoluciones Industrial y Agraria al conjunto de la población. Para lograrlo, era necesario bloquear el propósito de una clase entrometida –la rentista—, empeñada en apoderarse del dominio público y resuelta a controlar la distribución de recursos. Los socialistas no creían que tal cosa fuera posible sin tomar en sus propias manos el poder político y jurídico del Estado. Los marxistas creían necesaria una revolución para devolver al dominio público la renta dimanante de la propiedad y para posibilitar que los gobiernos pudieran crear su propio crédito, en vez de tomar prestado a interés de la banca comercial y de los acaudalados emisores de bonos y obligaciones. El objetivo no era crear una burocracia, sino emancipar a la sociedad del persistente poder de la posesión absentista, característico de la propiedad transmitida y de los intereses financieros.
Toda esta historia de pensamiento económico ha sido tan concienzudamente erradicada de los programas académicos actuales, como de la discusión popular. Poca gente recuerda el gran debate entablado al romper el siglo XX: ¿avanzaría el mundo de un modo bastante rápido desde las reformas de la Era Progresista hasta el socialismo propiamente dicho (propiedad pública de la infraestructura económica básica, de los monopolios naturales –incluido el sistema bancario—, de la misma tierra y, para los marxistas, también del capital industrial)? ¿O podrían los reformistas liberales de izquierda de la época –individualistas, partidarios de los impuestos sobre la tierra, economistas clásicos en la tradición de Mill e institucionalistas estadounidenses como Simon Patten– mantener la estructura básica del capitalismo y de la propiedad privada? En este último caso, todos reconocían que tendría que ser en el contexto de la regulación de mercados y de la introducción de una fiscalidad progresiva sobre la riqueza y los ingresos. Era la alternativa a la propiedad directa por el “Estado”. La actual idea extremista del “libre mercado” es una caricatura degradad de esa posición.
Todos veían al gobierno como “cerebro” de la sociedad, como a su órgano de planificación avanzada. Dada la complejidad de la tecnología moderna, la humanidad modelaría su propia evolución. La evolución no se daría por la vía de la “acumulación primitiva”, sino que podría ser deliberadamente planificada. Los individualistas replicaba diciendo que ningún planificador humano era suficientemente imaginativo como para lidiar con la complejidad de los mercados, pero aceptaban la necesidad de eliminar toda forma de ingreso no ganado: la renta económica y el aumento de precios de la tierra que Mill llamaba “incremento no ganado.” Eso implicaba una regulación pública capaz de configurar los mercados. Un “mercado libre” era una creación política activa, y precisaba de vigilancia regulatoria.
En tanto que abogados públicos de los intereses creados y del privilegio rentista particular, los los actuales defensores “neoliberales” de los mercados “libres” buscan maximizar la renta económica, la barra libre de precios que exceden del valor de coste, no liberar a los mercados del lastre rentista. Una genealogía tan confundente sólo podía lograrse mediante la supresión directa del conocimiento de lo que escribieron realmente Locke, Smith y Mill. Los intentos de regular “libres mercados” y de limitar la fijación de precios y los privilegios de los monopolios son equiparados a “socialismo,” incluso a burocracia al estilo soviético. El objetivo es evitar el análisis de lo que es realmente un “libre mercado”: un mercado libre de costes innecesarios, un mercado libre, esto es, de rentas monopólicas, de rentas de propiedad y de cargas financieras por un crédito que los gobiernos podrían crear libremente.
La reforma política tendente a acoplar los precios de mercado al valor de coste socialmente necesario fue el gran tema económico del siglo XIX. La teoría que fundaba en el trabajo el valor de coste intrínseco es la contrapartida de la teoría de la renta económica: la renta de la tierra, la amañada formación monopolística de precios, los intereses y otros rendimientos dimanantes de privilegios especiales que incrementaban los precios del mercado sólo por exigencias propiedad institucional. La discusión se remonta a los eclesiásticos medievales que definieron el justo precio. La doctrina fue originalmente aplicada a los honorarios apropiados que podían cobrar los banqueros, y más tarde fue ampliada a la renta de las tierras, y luego a los monopolios creados por los Estados y vendidos a acreedores con el propósito de librarse de deudas.
Los reformistas y los socialistas, más radicales, trataron por igual de liberar al capitalismo de sus desigualdades más patentes, sobre todo de su legado de conquista militar de la Edad Oscura de Europa, cuando señores de la guerra invasores se apoderaban de tierras e imponían una clase absentista de terratenientes que recibía unos ingresos rentistas que eran, a su vez, utilizados para financiar guerras libradas con el objetivo de adquirir más tierras. Al final, se derrumbaron las esperanzas de que el capitalismo industrial pudiera reformarse siguiendo líneas progresistas y depurarse del legado del feudalismo. La Primera Guerra Mundial se precipitó como un cometa sobre la economía mundial, desplazándola hacia a una nueva trayectoria e imprimiendo una imprevista dirección hacia un capitalismo financiero.
Imprevista en gran parte porque el grueso de los reformadores invirtieron tanto esfuerzo en la propugnación de políticas progresistas, que descuidaron lo que Thorstein Veblen llamó los intereses creados. La verdadera contrailustración representada por esos intereses está creando un mundo que hace un siglo habría parecido una distopía, algo tan pesimista, que ningún futurólogo se habría avilantado a imaginar, a saber: un mundo dirigido por unos banqueros que, tan venales como corruptos, toman bajo su protección como clientes primordiales a los monopolios, a los especuladores inmobiliarios y a fondos de cobertura cuyas rentas económicas, apuestas financieras y e inflación de precios de activos se han convertido en la economía actual de rentistas en un flujo de interés. En vez del incremento de formación de capital del capitalismo industrial, lo que vemos es evaporación de capital por parte del capitalismo financiero; en vez del prometido mundo de ocio, a lo que se nos aboca es a un mundo de servidumbre por deudas
La democracia travestida por el capitalismo financiero
El sector financiero ha redefinido la democracia con sus exigencias de que la Reserva Federal sea “independiente” de los representantes democráticamente elegidos, a fin de actuar como el lobista de la banca en Washington. Esto exime al sector financiero del proceso político democrático, a pesar de que la planificación económica actual está ahora centralizada en el sistema bancario. El resultado es un régimen de manejos entre poseedores de información privilegiada y la oligarquía, el gobierno de la minoría rica.
La falacia económica de trasfondo es que el crédito bancario es un genuino factor de producción, una especie de fuente fisiocrática de fertilidad sin la cual no podría haber crecimiento. La realidad es que el derecho monopolístico de crear crédito bancario generador de intereses no es sino una transferencia gratuita de la sociedad a una elite privilegiada. La moraleja es que cuando, vemos un “factor de producción” que no tiene un coste real de producción en términos de trabajo, de lo que se trata es, simplemente, de un privilegio institucional.
Y esto nos lleva al más reciente debate sobre la “nacionalización” o “socialización” de los bancos. El Programa de Apoyo a Activos con Problemas (TARP, por sus siglas en inglés) ha sido utilizado hasta ahora para unos fines que, en mi opinión, deben ser considerados como verdaderamente antisociales, y de ningún modo “socialistas”.
A fines del año pasado, 20.000 millones de dólares fueron usados para pagar bonificaciones y remuneraciones a malversadores financieros, a despecho de la caída de sus bancos en quiebra técnica. Y para proteger sus intereses, esos bancos siguieron sufragando honorarios a lobbies encargados de persuadir a los legisladores para que les den mayores privilegios especiales, todavía.
Aunque Citibank y otras grandes instituciones amenazaron con provocar la caída del sistema financiero porque eran “demasiado grandes para caer”, más de 100.000 millones de fondos del TARP fueron utilizados para aumentar aún más su tamaño. Bancos ya tambaleantes compraron filiales que habían crecido haciendo préstamos irresponsables y aun directamente fraudulentos. Bank of America compró el Countrywide Financial de Angelo Mozilo y Merrill Lynch, mientras JP Morgan Chase compró Bear Stearns, y otros grandes bancos compraron WaMu y Wachovia.
La política actual pasa por “rescatar” a esos gigantescos conglomerados bancarios capacitándoles para que se “ganen” su camino para salir de la deuda por la vía de vender todavía más deuda a la economía ya sobreendeudada de los EE.UU. La esperanza está puesta en rehinchar los precios de los bienes raíces y de otros activos. ¿Pero queremos realmente permitir que los bancos “devuelvan el dinero a los contribuyentes” librándose a prácticas financieras aún más depredadoras del conjunto de la economía? Esto amenaza con maximizar el margen del precio de mercado por encima de los costes directos de producción, levantando cargas financieras aún mayores. Es exactamente la política contraria a la pretensión de ajustar los precios de vivienda e infraestructura al nivel de los costes tecnológicamente necesarios. Lo que no es, desde luego, es una política para hacer de los EE.UU. una economía más competitiva globalmente.
El plan del Tesoro para “socializar” bancos, compañías de seguros y otras instituciones financieras pasa, simplemente, por intervenir y sacar de los libros los préstamos malos, cargando las pérdidas al sector público. Es la antítesis de la verdadera nacionalización o “socialización” del sistema financiero. Los bancos y las compañías de seguros superaron rápidamente el primer pavor espontáneo a un rescate público conforme a criterios erradicadores de su mala gestión y de los accionistas y los tenedores de obligaciones que respaldaron esa mala gestión. El Tesoro ha asegurado a esos malos administradores que el “socialismo” es para ellos un regalo gratuito. La primacía de las finanzas sobre el resto de la economía será reafirmada, manteniendo en sus puestos a los gestores y dando a los accionistas oportunidad de recuperarse ganando más a costa del conjunto de la economía gracias a un favoritismo fiscal todavía mayor. (Esto significa una fiscalidad todavía más grávida sobre los consumidores, con el correspondiente aumento del coste de la vida para ellos.)
La mayor parte de la riqueza bajo el capitalismo –como bajo el feudalismo– ha venido siempre primordialmente del dominio público, comenzando por la tierra e inveterados servicios públicos. Esa verdad se ha visto recientemente coronada por el poder del Tesoro público para crear deuda. En efecto, el Tesoro crea un nuevo activo (11 billones de dólares de nuevos bonos y garantías del Tesoro, por ejemplo, los 5,2 billones de dólares para Fannie y Freddie). Los intereses sobre esos bonos serán pagados mediante nuevos impuestos al trabajo, no a la propiedad. Eso es lo que se supone que rehinhará los precios de la vivienda, de las acciones y de las obligaciones: el dinero liberado de los impuestos a la propiedad y a las corporaciones estará disponible para ser capitalizado en nuevos préstamos adicionales.
De modo, pues, que la renta pagada hasta ahora en concepto de impuestos comerciales seguirá siendo pagada –en forma de intereses—, mientras que los antiguos impuestos seguirán siendo recaudados, pero sólo entre los trabajadores. La carga fiscal, pues, se verá duplicada. No es un programa para hacer más competitiva la economía, o para subir el nivel de vida del grueso de la población. Es un programa destinado a polarizar todavía más la economía estadounidense entre las finanzas, las aseguradores y los bienes raíces (FIRE, por acrónimo en inglés), en la cúspide, y el mundo del trabajo, en la base.
Las denuncias neoliberales de la regulación pública y de la tributación como cosas equivalentes a “socialismo” son, en realidad, un ataque contra la economía política clásica –la tradición republicana originaria, cuyo ideal era liberar a la sociedad del legado parasitario del feudalismo. Una política del Tesoro genuinamente socializante pasaría por obligar a los bancos a prestar para fines productivos que contribuyan al crecimiento económico real, no meramente para incrementar el gasto e hinchar lo bastante los precios de los activos como para poder extraer cargos de intereses. La política fiscal se propondría minimizar, más que maximizar, los precios de la propiedad de la vivienda de la actividad empresarial, fundando el sistema fiscal en el gravamen de la renta que ahora, en cambio, es remunerada con interés. Desplazar la carga tributaria de los salarios y los beneficios a la renta y los intereses fue el núcleo de la economía política clásica en los siglos XVIII y XIX, de la Era Progresista y de los movimientos de reforma socialdemócrata en EEUU y Europa antes de la II Guerra Mundial. Pero esa doctrina y su programa de reforma han sido enterrados por la cortina de humo retórica organizada por unos lobistas financieros empeñados en enturbiar las aguas ideológicas lo suficiente como para acallar cualquier oposición popular a la actual usurpación del poder por parte del capital financiero y el capital monopolista. Su alternativa a la verdadera nacionalización y a la verdadera socialización de las finanzas es la servidumbre por deudas, la oligarquía y el neofeudalismo. A ese programa han dado en llamarlo “mercados libres”.
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2397
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