Pedro Miguel
Por deducción obligada, Felipe Calderón tiene un Altísimo que le informa, antes de que se conozcan los resultados de la autopsia respectiva, la causa precisa de la muerte de Michael Jackson. Ese Dios no considera pecado que su siervo gobernante formule, desde su investidura, juicios inoportunos y de mal gusto sobre el cantante difunto. Es mucho más severo, en cambio, con quienes no creen en Él: éstos fallecen por sobredosis o, cuando menos, se ven condenados a sobrellevar una existencia lastrada por las adicciones. Primer corolario: los ateos son drogadictos por necesidad.
Posiblemente el Dios de Calderón ame el saqueo nacional, la legislación de letra chiquita, la tortura, las desapariciones forzosas y los baños de sangre en nombre de la cruzada contra las drogas; tolere funcionarios omisos a los que les importa un bledo el destino de la gente en tiempos de crisis, el nivel de los educandos del sistema de enseñanza pública, la falta de medicamentos e insumos de curación en los hospitales del Estado, la corrupción flagrante en sus narices, la privatización de todo lo imaginable, la utilización de los programas sociales y de los procedimientos judiciales para conseguir votos azules, que es el color del Cielo.
Es probable que Elba Esther Gordillo, Mario Marín, Ulises Ruiz, Joaquín Gamboa Pascoe y Carlos Romero Deschamps sean gratos a los ojos de ese Altísimo, quien tendría además, entre sus elegidos, a una corte de favoritos poseedores de la facultad de hacerse millonarios mediante contratos y concesiones de Pemex (aunque se arruine la paraestatal), de guarderías (aunque se incendien y se mueran los niños), de frecuencias radiales y televisivas (aunque subviertan a las instituciones), de suministros variados, de cárceles, de lo que ellos gusten.
Bienaventurados los caciques, los logreros y los incondicionales, porque de ellos será el reino de los negocios.
Cabe suponer que el Dios de Calderón ama los lujos que facilita el poder, es tolerante ante las trampas legaloides, perdona a quienes ofenden al pueblo con la exhibición de bienes suntuarios y el ocultamiento de subejercicios presupuestales; que su Señor voltea la mirada ante la mentira (un par de Credos le bastarán para disculpar el tesorito de aguas profundas
) y ve con buenos ojos la injuria, el lodo, la descalificación y el fraude, siempre y cuando estas prácticas arrojen resultados electorales apreciables, es decir, de 0.56 por ciento en adelante.
Todo indica que el Dios de Calderón detesta el verbo, pero adora la maniobra palaciega; que protege a los policías y soldados violadores y es implacable con los activistas sociales; que se enfurece ante el aborto, pero le es grata la miseria infantil que quita los pecados del mundo; que odia las artes, pero le encanta la televisión comercial; que desprecia las leyes humanas, pero exige alabanzas al estado de derecho.
La insensibilidad, la arrogancia, la codicia, la mendacidad, la mediocridad, el autoritarismo, la prevaricación y la intolerancia: he aquí toda una propuesta de virtudes teologales para el Siglo XXI o, cuando menos, para el bicentenario. Urge una reforma constitucional –que los asesores dictaminen rápido la vía más conveniente: un periodo extraordinario o un concilio– para formalizarla y asegurar su cumplimiento obligatorio. Ah, y no se les olvide amarrar con los opositores sumisos una adición al Código Penal para aplicar el delito de herejía a esos que critiquen a Nuestro Señor o que, para referirse a Él, usen términos como electorero, corto de miras, entreguista, tramposo, intolerante, soberbio, menor, o la expresión del todo prescindible
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