Chapos contra Zetas: la disputa por Torreón
MARCELA TURATI
TORREON, COAH.- De entre las norteñas, Torreón parecía una ciudad relativamente pacífica. Los narcos “de casa”, los del cártel de Sinaloa, eran vistos como parte del paisaje local. Hasta principios de 2007, que fue cuando Los Zetas salieron del clóset.
Hace poco más de dos años, el 31 de marzo de 2007, unos policías detuvieron una camioneta sospechosa y, como respuesta, fueron acribillados por sus tripulantes. Después se supo que ese grupo armado había llegado a disputarle el territorio a El Chapo. Esta lucha esporádicamente fue dejando muertos regados.
La narcoviolencia se descaró el 13 de mayo de ese año, cuando un comando armado atacó al poderoso empresario y exalcalde de Gómez Palacio, Carlos Herrera, quien apenas sobrevivió al ametrallamiento. Al día siguiente, otro comando de supuestos federales levantó al jefe de grupo antisecuestros, Enrique Ruiz Arévalo. A finales de mes inició el Operativo Laguna, pero “los de aquí” y “los otros” no respetaron ni a los militares: el 18 de diciembre mataron a cuatro oficiales del Ejército que hacían compras navideñas en pleno centro de Torreón.
En 2008, cada tanto aparecían cuerpos de viejos distribuidores de droga que controlaban la venta en las colonias; algunos calcinados. También se empezó a hablar de la colusión de la policía municipal con criminales. En septiembre hubo un enfrentamiento entre policías federales y municipales con saldo de muertos y encarcelados.
Para entonces, la disputa por los cerros del poniente ya se había descarado. Sus pobladores pasaron la Nochebuena pecho tierra y bajo fuego. Varios policías salieron heridos al intentar contener la refriega.
“El poniente es el único bastión de El Chapo. Si pierden el poniente, pierden Torreón, pierden el control; sería su Waterloo”, explica un policía enterado.
En febrero de 2009, un presunto comando de zetas entró a la cárcel de Torreón; ató, amordazó, golpeó y prendió fuego a tres reos –entre ellos un teniente de inteligencia militar involucrado en secuestros–, y liberó a nueve presos, varios de los cuales fueron baleados tres meses después en un enfrentamiento.
Una semana después, dos grupos robaron explosivos a empresas de Lerdo y Gómez Palacio. En respuesta, los soldados esculcaron La Durangueña, donde encontraron muchas casas abandonadas y varias conectadas entre sí a través de boquetes. Aunque la gente les pidió que ya no se fueran, en cuanto recuperaron la pólvora robada abandonaron la zona. Y “los otros” y “los de aquí” volvieron a ocupar sus posiciones.
El reguero de muertos acumulados crece exponencialmente: si en 2007 hubo 37 homicidios en Torreón (10, sólo en diciembre), en 2008 hubo 89, y a junio de este año ya iban 96 contabilizados. El comportamiento es parecido en toda la Laguna: si el año pasado mataron a 100, éste suma ya 111.
La décima parte de los muertos eran inocentes que iban pasando, como los niños Litzy, como Alexis Adán o Daniel Alejandro.
Una encuesta publicada recientemente estableció que 70% de los ciudadanos no denuncia por desconfianza a las autoridades. En ese mar de impunidad, los delitos se dispararon en todos los ámbitos: si el récord de asaltos bancarios era de cuatro en un año, sólo de enero a abril ocurrieron 13. Uno de los asaltabancos capturado confesó que lo hizo porque se sentía estrangulado por el desempleo que hace de Coahuila uno de los punteros nacionales en pérdida de trabajo.
Desconfianza generalizada
Un ama de casa de la zona del poniente dice que durante las primeras balaceras ella telefoneaba a la policía para pedir ayuda, pero siempre respondían que no podían intervenir. Tampoco acudieron “la vez que hubo granadazos en la cancha”, cuando las balas destrozaron los vidrios de los autos, perforaron paredes y hubo gente herida dentro de su casa.
“Por el momento no se aparece la policía y si llega les va igual”, dice resignada.
Los policías también se sienten desamparados. Desde hace un mes, cerca de 300 hacen guardia afuera de la oficina de Asuntos Internos, pasean afuera como leones enjaulados, se reportan constantemente, reclaman, amenazan.
Son los policías cesados en mayo por “pérdida de confianza”: no pasaron la prueba del polígrafo o acumularon faltas administrativas en su expediente, como robo, destrozo de patrullas, falta al examen de antidoping. Todos dicen que se cometió una injusticia con ellos.
“El 13 de febrero andaba vigilando en La Polvorera y nos emboscó un grupo armado, nos salieron en una calle de subida, nos balearon. Yo tuve el pulmón ponchado y me reconstruyeron los intestinos. A una compañera le dieron en el hombro, estuvo grave. El 17 de marzo, en el periférico, una camioneta se nos cerró y nos impactamos; tuve fractura del calcáreo y costillas rotas. ¡Hemos arriesgado la vida para que nos quieran pagar con esto!”’, dice un policía lisiado que fue cesado.
“Ahí siguen trabajando muchos que tienen cola peor que les pisen”, dice un enojado joven policía.
Mientras tanto, en el resguardado edificio de la corporación, el subinspector federal Karlo Castillo, director de la policía municipal desde hace ocho meses, señala que con el cese de 37% de sus integrantes (algunos por secuestro, robo a mano armada o lesiones graves) la ciudadanía tiene que sentirse más tranquila.
“Es mejor tenerlos sin charolas, armas, equipo, patrullas y asaltando, ya ahora ellos tendrán que usar sus propias armas, vehículos y dinero”, dice.
Castillo presume que desde que llegó bajaron los delitos. Se ríe de ser uno de los favoritos de las amenazas en las narcomantas, dice que ya perdió la cuenta de las veces que lo han amenazado. “Llevaré unas 16 pancartas, unas veintitantas llamadas telefónicas”.
Explica también por qué la pelea por la Laguna: “El sector poniente es la joya preciada que queda de Torreón. Es un lugar estratégico que tiene dominio panorámico de toda la ciudad; por ahí ven si vienen las autoridades de Matamoros o Gómez Palacio, es una trinchera. En Torreón convergen dos caminos que dan a la frontera, a Juárez y a Laredo, y tienen una vía a los estados de Durango y Sinaloa, a donde pueden llegar inmediatamente. Es paso obligado del norte’’.
Hace poco más de dos años, el 31 de marzo de 2007, unos policías detuvieron una camioneta sospechosa y, como respuesta, fueron acribillados por sus tripulantes. Después se supo que ese grupo armado había llegado a disputarle el territorio a El Chapo. Esta lucha esporádicamente fue dejando muertos regados.
La narcoviolencia se descaró el 13 de mayo de ese año, cuando un comando armado atacó al poderoso empresario y exalcalde de Gómez Palacio, Carlos Herrera, quien apenas sobrevivió al ametrallamiento. Al día siguiente, otro comando de supuestos federales levantó al jefe de grupo antisecuestros, Enrique Ruiz Arévalo. A finales de mes inició el Operativo Laguna, pero “los de aquí” y “los otros” no respetaron ni a los militares: el 18 de diciembre mataron a cuatro oficiales del Ejército que hacían compras navideñas en pleno centro de Torreón.
En 2008, cada tanto aparecían cuerpos de viejos distribuidores de droga que controlaban la venta en las colonias; algunos calcinados. También se empezó a hablar de la colusión de la policía municipal con criminales. En septiembre hubo un enfrentamiento entre policías federales y municipales con saldo de muertos y encarcelados.
Para entonces, la disputa por los cerros del poniente ya se había descarado. Sus pobladores pasaron la Nochebuena pecho tierra y bajo fuego. Varios policías salieron heridos al intentar contener la refriega.
“El poniente es el único bastión de El Chapo. Si pierden el poniente, pierden Torreón, pierden el control; sería su Waterloo”, explica un policía enterado.
En febrero de 2009, un presunto comando de zetas entró a la cárcel de Torreón; ató, amordazó, golpeó y prendió fuego a tres reos –entre ellos un teniente de inteligencia militar involucrado en secuestros–, y liberó a nueve presos, varios de los cuales fueron baleados tres meses después en un enfrentamiento.
Una semana después, dos grupos robaron explosivos a empresas de Lerdo y Gómez Palacio. En respuesta, los soldados esculcaron La Durangueña, donde encontraron muchas casas abandonadas y varias conectadas entre sí a través de boquetes. Aunque la gente les pidió que ya no se fueran, en cuanto recuperaron la pólvora robada abandonaron la zona. Y “los otros” y “los de aquí” volvieron a ocupar sus posiciones.
El reguero de muertos acumulados crece exponencialmente: si en 2007 hubo 37 homicidios en Torreón (10, sólo en diciembre), en 2008 hubo 89, y a junio de este año ya iban 96 contabilizados. El comportamiento es parecido en toda la Laguna: si el año pasado mataron a 100, éste suma ya 111.
La décima parte de los muertos eran inocentes que iban pasando, como los niños Litzy, como Alexis Adán o Daniel Alejandro.
Una encuesta publicada recientemente estableció que 70% de los ciudadanos no denuncia por desconfianza a las autoridades. En ese mar de impunidad, los delitos se dispararon en todos los ámbitos: si el récord de asaltos bancarios era de cuatro en un año, sólo de enero a abril ocurrieron 13. Uno de los asaltabancos capturado confesó que lo hizo porque se sentía estrangulado por el desempleo que hace de Coahuila uno de los punteros nacionales en pérdida de trabajo.
Desconfianza generalizada
Un ama de casa de la zona del poniente dice que durante las primeras balaceras ella telefoneaba a la policía para pedir ayuda, pero siempre respondían que no podían intervenir. Tampoco acudieron “la vez que hubo granadazos en la cancha”, cuando las balas destrozaron los vidrios de los autos, perforaron paredes y hubo gente herida dentro de su casa.
“Por el momento no se aparece la policía y si llega les va igual”, dice resignada.
Los policías también se sienten desamparados. Desde hace un mes, cerca de 300 hacen guardia afuera de la oficina de Asuntos Internos, pasean afuera como leones enjaulados, se reportan constantemente, reclaman, amenazan.
Son los policías cesados en mayo por “pérdida de confianza”: no pasaron la prueba del polígrafo o acumularon faltas administrativas en su expediente, como robo, destrozo de patrullas, falta al examen de antidoping. Todos dicen que se cometió una injusticia con ellos.
“El 13 de febrero andaba vigilando en La Polvorera y nos emboscó un grupo armado, nos salieron en una calle de subida, nos balearon. Yo tuve el pulmón ponchado y me reconstruyeron los intestinos. A una compañera le dieron en el hombro, estuvo grave. El 17 de marzo, en el periférico, una camioneta se nos cerró y nos impactamos; tuve fractura del calcáreo y costillas rotas. ¡Hemos arriesgado la vida para que nos quieran pagar con esto!”’, dice un policía lisiado que fue cesado.
“Ahí siguen trabajando muchos que tienen cola peor que les pisen”, dice un enojado joven policía.
Mientras tanto, en el resguardado edificio de la corporación, el subinspector federal Karlo Castillo, director de la policía municipal desde hace ocho meses, señala que con el cese de 37% de sus integrantes (algunos por secuestro, robo a mano armada o lesiones graves) la ciudadanía tiene que sentirse más tranquila.
“Es mejor tenerlos sin charolas, armas, equipo, patrullas y asaltando, ya ahora ellos tendrán que usar sus propias armas, vehículos y dinero”, dice.
Castillo presume que desde que llegó bajaron los delitos. Se ríe de ser uno de los favoritos de las amenazas en las narcomantas, dice que ya perdió la cuenta de las veces que lo han amenazado. “Llevaré unas 16 pancartas, unas veintitantas llamadas telefónicas”.
Explica también por qué la pelea por la Laguna: “El sector poniente es la joya preciada que queda de Torreón. Es un lugar estratégico que tiene dominio panorámico de toda la ciudad; por ahí ven si vienen las autoridades de Matamoros o Gómez Palacio, es una trinchera. En Torreón convergen dos caminos que dan a la frontera, a Juárez y a Laredo, y tienen una vía a los estados de Durango y Sinaloa, a donde pueden llegar inmediatamente. Es paso obligado del norte’’.
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