Cada año se realiza en alguna parte del planeta una reunión para tratar los problemas de la alimentación y el de-sarrollo. Acuden representantes gubernamentales, organismos internacionales, expertos y, cuando la ocasión lo amerita, uno que otro integrante de organizaciones sociales vinculadas con el tema. Invariablemente en esas reuniones se ofrecen diagnósticos claros de la situación imperante en África, Asia y América Latina en cuanto a la producción y mala distribución de los alimentos. Igualmente, se presentan estudios que señalan cómo mientras algunas naciones tienen comida de sobra, y hasta la tiran, otras más carecen de ella y sufren hambrunas. También suelen anunciarse compromisos para atacar el problema y reducir el número de personas que no tienen la comida suficiente, indispensable para vivir dignamente.
Los datos recientes de la agencia que en Naciones Unidas se ocupa de la alimentación y la agricultura, la FAO, reiteran, sin embargo, la gravedad de la situación: más de mil millones de personas padecen hambre en el mundo. Una sexta parte de la humanidad consume, per cápita, menos de mil 800 calorías diarias, lo que un ser humano necesita como mínimo para su sano de-sarrollo con el agravante de que en vez de reducirse el número de hambrientos este año son 100 millones más. Casi todos los desnutridos viven en el mundo en vías de desarrollo, destacadamente en algunos países de Asia, que concentran las dos terceras partes de los hambrientos, seguidos de África subsahariana, con 265 millones, y rematando con los 53 millones que existen en América Latina y el Caribe, donde los hambrientos aumentaron el último año 12 por ciento.
En reportes anteriores, la FAO señalaba como causas de la hambruna: los desajustes estructurales del mundo, la falta de agua, entre otros recursos básicos para producir los alimentos necesarios, así como la concentración de esos recursos en pocas manos y que mucha veces no se cosecha lo que la gente necesita, sino lo que exigen los mercados internacionales.
La paradoja es que hay los elementos para producir toda la comida que se necesita, pero no se utilizan adecuadamente ni se toman en cuenta las necesidades de la población. Ahora, el organismo de Naciones Unidas destaca otros dos elementos que han agudizado la situación: la crisis económica global y que haya aumentado el precio de los alimentos. El primero incide de manera directa en el empleo y los ingresos de la población rural y urbana y reduce su capacidad de adquirir la canasta básica de alimentos. El segundo elemento agrava el efecto del primero, pues los alimentos básicos han aumentado de precio en el mundo subdesarrollado, aunque ahora se producen más cereales que el año pasado. Es el caso del arroz en Asia y el maíz en América Latina. Los precios mínimos que algunos gobiernos fijan para los componentes de la dieta básica son de ficción, apenas existen en la mente de los funcionarios encargados de la economía, la producción agropecuaria y los mercados locales.
Y ante la falta de empleo e ingresos, las familias se ven obligadas a comprar alimentos más baratos (con mayor número de calorías), pero que tienen menos proteínas.
En su informe más reciente la FAO señala que estamos ante una crisis del hambre que genera graves riesgos para la paz y la seguridad del mundo, pues la falta de empleo e ingreso presionará negativamente las estructuras sociales y políticas vigentes en el sector rural. Igual sucederá en las ciudades, donde emigran millones de campesinos sin empleo en el agro y que viven en condiciones muy desfavorables.
Además, advierte del empeoramiento de la situación, pues la prioridad para las naciones industrializadas es salir de la crisis que padecen por el manejo irresponsable de sus economías, por abandonar y pasar a los grandes consorcios, a los intereses privados, las tareas que corresponden al Estado. Habrá, entonces, menos ayuda para el mundo pobre, no obstante que en la reciente reunión del G-8 se acordó destinar 20 mil millones de dólares para combatir el hambre y alentar la agricultura.
Mientras llega esa ayuda, no olvidemos que los países que conforman las Naciones Unidas prometieron para el años 2015 reducir a 420 millones la gente con hambre. Ni tampoco que en el México de Calderón aumentaron la pobreza extrema y el hambre.
Los datos recientes de la agencia que en Naciones Unidas se ocupa de la alimentación y la agricultura, la FAO, reiteran, sin embargo, la gravedad de la situación: más de mil millones de personas padecen hambre en el mundo. Una sexta parte de la humanidad consume, per cápita, menos de mil 800 calorías diarias, lo que un ser humano necesita como mínimo para su sano de-sarrollo con el agravante de que en vez de reducirse el número de hambrientos este año son 100 millones más. Casi todos los desnutridos viven en el mundo en vías de desarrollo, destacadamente en algunos países de Asia, que concentran las dos terceras partes de los hambrientos, seguidos de África subsahariana, con 265 millones, y rematando con los 53 millones que existen en América Latina y el Caribe, donde los hambrientos aumentaron el último año 12 por ciento.
En reportes anteriores, la FAO señalaba como causas de la hambruna: los desajustes estructurales del mundo, la falta de agua, entre otros recursos básicos para producir los alimentos necesarios, así como la concentración de esos recursos en pocas manos y que mucha veces no se cosecha lo que la gente necesita, sino lo que exigen los mercados internacionales.
La paradoja es que hay los elementos para producir toda la comida que se necesita, pero no se utilizan adecuadamente ni se toman en cuenta las necesidades de la población. Ahora, el organismo de Naciones Unidas destaca otros dos elementos que han agudizado la situación: la crisis económica global y que haya aumentado el precio de los alimentos. El primero incide de manera directa en el empleo y los ingresos de la población rural y urbana y reduce su capacidad de adquirir la canasta básica de alimentos. El segundo elemento agrava el efecto del primero, pues los alimentos básicos han aumentado de precio en el mundo subdesarrollado, aunque ahora se producen más cereales que el año pasado. Es el caso del arroz en Asia y el maíz en América Latina. Los precios mínimos que algunos gobiernos fijan para los componentes de la dieta básica son de ficción, apenas existen en la mente de los funcionarios encargados de la economía, la producción agropecuaria y los mercados locales.
Y ante la falta de empleo e ingresos, las familias se ven obligadas a comprar alimentos más baratos (con mayor número de calorías), pero que tienen menos proteínas.
En su informe más reciente la FAO señala que estamos ante una crisis del hambre que genera graves riesgos para la paz y la seguridad del mundo, pues la falta de empleo e ingreso presionará negativamente las estructuras sociales y políticas vigentes en el sector rural. Igual sucederá en las ciudades, donde emigran millones de campesinos sin empleo en el agro y que viven en condiciones muy desfavorables.
Además, advierte del empeoramiento de la situación, pues la prioridad para las naciones industrializadas es salir de la crisis que padecen por el manejo irresponsable de sus economías, por abandonar y pasar a los grandes consorcios, a los intereses privados, las tareas que corresponden al Estado. Habrá, entonces, menos ayuda para el mundo pobre, no obstante que en la reciente reunión del G-8 se acordó destinar 20 mil millones de dólares para combatir el hambre y alentar la agricultura.
Mientras llega esa ayuda, no olvidemos que los países que conforman las Naciones Unidas prometieron para el años 2015 reducir a 420 millones la gente con hambre. Ni tampoco que en el México de Calderón aumentaron la pobreza extrema y el hambre.
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