Muerte de la República Española |
Porfirio Muñoz Ledo El Universal Sábado 21 de noviembre de 2009 |
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Hace días participé en un evento conmemorativo del 70 aniversario del exilio republicano español. Fui invitado a reflexionar junto con distinguidos compatriotas sobre la política mexicana y la República; por lo tanto, sobre el significado profundo que tuvo el poderoso vínculo que con ella establecimos hasta su desaparición. El periodo es en rigor de 46 años: desde su instalación en 1931 hasta su muerte en 1977. Su fase inicial, durante los mandatos de Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, fue entusiasta y fraternal, inspirada por el genio diplomático de Genaro Estrada y acogida por el imaginario colectivo y la trova popular como nuestra propia victoria democrática. Tras el “bienio conservador”, la formación del Frente Popular coincidió con el ascenso de la corriente revolucionaria en el gobierno de Cárdenas, y la guerra civil con el proceso de cambios que aquí modificaron drásticamente la estructura de la propiedad y establecieron la soberanía de la nación sobre sus recursos naturales. En varios sentidos, la defensa de los republicanos encarnaba nuestras propias batallas, tanto como las simpatías por el franquismo exhibían la nostalgia de la reacción mexicana. Era para la mayoría de nosotros el reencuentro con la España humanista, ilustrada y generosa que amamos, en tanto que algunos se identificaran con el racismo oscurantista en que la derecha fue troquelada. Javier Garciadiego destacó la importancia de la adhesión a la República en la visión estratégica de Cárdenas. Por mi parte abundé en su penetración del escenario internacional, dividido entre fascistas, liberales y socialistas, así como en la intuición del gran conflicto que se avecinaba y la semejanza de nuestra posición ideológica y política con la de España. México era objeto de campañas de descrédito orquestadas por las compañías expropiadas. Éramos “tierra sin ley” para el paladar occidental de entonces. Como nunca, la política de principios desnudó en la Liga de las Naciones la ambigüedad convenenciera de nuestros adversarios. Igual en Abisinia que en la anexión de Austria o en la solidaridad con la República. Fue también pieza clave de una gran política cultural. La educación popular, el indigenismo y la enseñanza tecnológica resultaban insuficientes sin la plena reconciliación con el estamento universitario, escindido por la “educación socialista”. Las luces del exilio y las moradas institucionales que lo albergaron sirvieron de fermento a la autonomía crítica y universalista de nuestros días. Ese vínculo fue parámetro ineludible del pensamiento posrevolucionario. Al igual que el Estado laico, la soberanía sobre electricidad y petróleo o la supervivencia del ejido, se extendió durante seis sexenios. La muerte de la República coincidió con el fin de un ciclo histórico y nuestra relación con la monarquía se inserta en el periodo neoliberal. Por desgracia, México rompió unilateralmente con la República un 18 de marzo para relacionarse con el régimen que nacía en España. Hubiésemos deseado que esa extinción fuera fruto del diálogo entre republicanos y demócratas españoles. Por ello luchamos mientras pudimos y tal obsesión influyó en mi salida del gabinete. Conocíamos la dificultad de conciliar la cuadratura de la monarquía con el círculo de la República. Pero pudo haberse construido un hilo de continuidad simbólica si hubiésemos jugado —con plenitud y oportunidad— el papel que nos correspondía como sede territorial del gobierno en el exilio. Subrayó Tomás Segovia que la apología exagerada de la transición española obedece al deseo de olvidar la República y al rechazo a deslegitimar la dictadura. Recordé a propósito que la estatua del presidente Cárdenas en Madrid ostenta una placa de reconocimiento del “exilio español”, debido a que las autoridades cedieron a la presión para quitarle la palabra “republicano”. Esperemos que esta vez no sea literalmente exacto que quien ignora el pasado está condenado a repetirlo. Diputado federal (PT)
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