Si hay algún fantasma recorriendo América Latina, por recuperar la célebre frase que encabeza el Manifiesto Comunista, es el de la resistencia india comunitaria, en sierras y selvas, y ahora muy especialmente en la Amazonia sudamericana. En los últimos años, naciones enteras resisten la expansión de la minería y la explotación de los hidrocarburos, así como los monocultivos que devoran las tierras nativas. Esa resistencia ha sido tan potente en el Perú neoliberal de Alan García como en la Venezuela bolivariana de Hugo Chávez y en el Ecuador de la revolución ciudadana de Rafael Correa.
Todos recordamos la masacre de Baguá (Perú), donde miles de indígenas resistieron en nombre de la vida, eso que nosotros llamamos naturaleza, hace ya cuatro meses, la política oficial de promover la explotación de la Amazonia. La masacre perpetrada el Día Mundial del Medio Ambiente, 5 de junio, forma parte de una larga guerra por la apropiación de los bienes comunes, apoyada en la firma del TLC entre Perú y los Estados Unidos. Los hechos del 5 de junio dejaron un centenar de heridos de bala y entre 20 y 25 muertos por el empeño en parcelar 63 millones de hectáreas en grandes propiedades para facilitar en ingreso de los negocios multinacionales.
A fines de septiembre se registró un nuevo levantamiento indígena en Ecuador, esta vez en defensa del agua, amenazada por la minería a cielo abierto. Las organizaciones indias se enfrentaron ahora a un gobierno que se proclama antineoliberal, partidario del “socialismo del siglo XXI” y que impulsa una “revolución ciudadana”, que ha hecho aprobar la Constitución más avanzada en materia ambiental, a tal punto que declara a la naturaleza como sujeto de derecho. Pese a que hubo un muerto, el conflicto se desactivó al abrirse una diálogo entre el gobierno y la CONAIE, con la promesa de Correa de modificar las leyes de aguas y de minería.
El 13 de octubre, el conflicto que involucra a comunidades indígenas yukpa en la cuenca del Río Yaza, estado de Zulia, se saldó con dos muertos. Ganaderos y mineros vienen despojando a los indígenas de sus tierras y forzando su desplazamiento, avalados por el manejo irresponsable de funcionarios con competencias en materia de ambiente, tierra y pueblos indígenas, según denuncian organizaciones venezolanas. Según un comunicado, estos “se han encargado de fragmentar a las comunidades mediante el manejo clientelar de los programas de vivienda, compra de camiones, y otorgamiento de créditos para los Consejos Comunales que son parte del Plan Yukpa, con la finalidad de lograr su apoyo incondicional para la firma de unas propuestas de demarcación” de las tierras que “constituyen una manera de mantener la presencia y privilegios de hacendados y parceleros condenando a los indígenas a la exclusión”.
En el fondo de estos conflictos laten dos modos de estar en el mundo. El concepto de ‘desarrollo’, tan apreciado por las izquierdas, no pertenece al universo conceptual de los pueblos originarios del continente. Se trata de una propuesta neocolonial que busca atrapar los bienes comunes para convertirlos en mercancías. En efecto, el modelo extractivista les resulta ajeno, entre otras razones porque sólo reciben los perjuicios materializados en al destrucción del medio donde viven.
Pero hay algo más, sumamente importante. El Estado-nación es una construcción de Occidente que nada tiene que ver con las tradiciones indígenas. ¿Existe alguna relación entre el extractivismo y los estados? Creo que un país, un Estado-nación, tiene una lógica por la cual no puede carecer de un modelo de producción que le garantice estabilidad, previsibilidad, garantías de poder cumplir con su objetivo central que es la reproducción del Estado, o sea de las relaciones sociales que podemos llamar estatalidad. Los estados, como toda institución, son relaciones, modos de hacer; no cosas u objetos. De modo que el objetivo de cualquier Estado es seguir siendo Estado, reproducir las relaciones sociales que hacen a la estatalidad. Son profundamente conservadores, y eso es intrínseco al Estado.
En las tradiciones indias no hay Estado –salvo el impuesto por los conquistadores, muchas veces asumido por los conquistados- sino comunidad, que funciona en base a una lógica totalmente opuesta. No es ni mejor ni peor, sencillamente diferente. Desde el punto de vista de la emancipación, la comunidad puede ser tan opresiva como el Estado. En todo caso, vale preguntarle a las mujeres y los jóvenes. Una diferencia clave es que el Estado-nación es una relación social capitalista; la comunidad no es capitalista, es comunidad. El Estado existe para la acumulación de capital; la comunidad para la comunidad, o sea para perpetuar el tipo de relación entre sus miembros y, por tanto, con el llamado entorno. El Estado sobrevive depredando el entorno; la comunidad sólo sigue siendo si lo conserva.
Desde el momento en que el socialismo del siglo XXI es un socialismo estatal, o como se quiera denominar a un régimen de Estado, es naturalmente opuesto y antagónico a la lógica comunitaria, o sea india. Esto es algo que todos los partidarios del socialismo deberían reflexionar, desde los bolivarianos hasta las FARC. La lógica estatal, en su formato partido, sindicato o el que sea, es incompatible no sólo con los modos de vida indígenas, sino también con el medio ambiente y con la vida humana medianamente libre. En ese sentido, las comunidades indias no necesitan la minería ni la explotación de hidrocarburos; sólo necesitan controlar que los depredadores del medio ambiente y de los seres humanos, no se pasen de la raya. Pierre Clastres, el antropólogo que vivió con los guayakis, fue muy claro cuando comprendió que toda la energía de la tribu estaba destinada a impedir que los jefes -que siempre los hay- tengan poder. Cuando los jefes adquieren poder, se instala una lógica de separación en la cuál los seres se convierten en medios en vez de seguir siendo fines.
En buen romance, quiero trasmitir la idea que socialismo y Estado son antagónicos. La comunidad es socialismo-comunismo; el capitalismo sólo sobrevive gracias al pulmón Estado. Los partidarios del socialismo deberíamos reflexionar que no se trata de mayor o menor radicalidad de los procesos; que no se trata de más reformas, de más nacionalizaciones, etc. Sino de alfombrar el camino del socialismo con otros tapices que no estén tejidos con las hebras estatales. Esto, sí, sería una revolución, cultural, social, política, paradigmática….estética. Ah: no es un debate teórico; por lo menos en América Latina es parte de nuestras realidades.
Raúl Zibechi. Analista y responsable del área de Internacional en el semanario uruguayo Brecha
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