Guerra contra el luto
Sunday, 20 de June de 2010
Ciudad Juárez: El extremo de la violencia extrema
En muchas ciudades del país hay grupos semejantes, pero es en Ciudad Juárez –el extremo de la violencia extrema— donde han cobrado auge. Padres y madres que han perdido a sus hijos, mujeres y hombres que han perdido a sus cónyuges y, sobre todo, huérfanos, aprenden en carne propia el significado de la palabra tanatología en terapias de las que escapan lágrimas y rezos.
Como en otras partes del territorio nacional, desde que el actual Gobierno emprendió el combate armado contra el narcotráfico, en Juárez se vive en duelo permanente. La batalla no sólo es contra el luto. También contra las lesiones severas, contra la invalidez quizá de por vida…
Marcela Turati
APRO
CIUDAD JUÁREZ, CHIH., 19 de junio.- “¿Quién sí hizo la tarea?”, pregunta la terapeuta al grupo reunido en la pequeña capilla blanca de la peligrosa colonia Felipe Angeles. Ninguno de los alumnos se anima a responder. Ella les recuerda que la tarea consistía en regalar la ropa de su difunto para avanzar en el proceso de duelo. O al menos intentarlo.
Desde las bancas una mujer comenta que a ella le “dio cosa” regalar los trajes caros que se compraba su hijo, un policía que se distinguía por su elegancia y pulcritud, hasta que lo rafaguearon. Un anciano pregunta si está mal platicar todos los días con la foto del hijo que le balearon en la calle. Una obrera dice que no se anima a deshacerse de las pertenencias de su esposo porque sigue desaparecido, pero que se sintió bien al regalar la de su hijo asesinado, para que otro la aproveche.
“Deshacerse de sus cosas no implica deshacerse de ellos, pero hay que dejar ir”, comenta la tanatóloga de uno de los Talleres de Duelo que se reproducen en esta ciudad, considerada el epicentro de la narcoviolencia mexicana.
La mortandad, en serie, sin descanso, como salida de la banda de producción de una maquiladora, ha dejado a un número indeterminado de familias sin padre o madre que las encabece, una congregación de viudas y, según la asociación local de maquiladoras, 10 mil huérfanos.
Desde que Felipe Calderón declaró la “guerra contra las drogas” y lanzó el Operativo Conjunto Chihuahua en 2008, Juárez ha estrenado 5 mil 400 fosas. Esta ciudad solita ha puesto una quinta parte de todos los “caídos”.
Por la avalancha de familias que han perdido a uno o varios miembros, una parroquia católica organizó un taller que pronto se reprodujo en varios templos de la ciudad, como una curación de emergencia para esta ciudad plagada de damnificados de la epidemia de la violencia.
Las sesiones duran tres meses, dos horas por semana. Uno de los participantes es Vicente Muñoz –un hombre grueso, de 65 años, que se sienta en primera fila como alumno aplicado–, quien abre el cuaderno de notas que estrenó hace ya 10 semanas, cuando llegó por primera vez a la capilla –como todos: silencioso, apenado y cabizbajo– y de sus apuntes comienza a leer los sentimientos que el grupo cargaba al inicio: “Tristeza, enojo, coraje, odio, dolor, cansancio, culpa, depresión, sentirse un zombi, muerta en vida, por qué yo, enojo con Dios”.
En el grupo él puede hablar sobre su hijo, pero no puede hacerlo con su esposa, quien desde el asesinato del 5 de septiembre del año pasado dejó de hablarle, quizás enfadada por su actitud de resignación.
“Estoy como todos, con nuestro dolor, nuestro llanto, aunque yo me siento en paz porque le entregué a mi padre-dios a mi hijo y perdoné a quienes me lo mataron ese mismo día que estaba ahí tirado. Pero mi esposa, pobrecita, se quería arrimar, los soldados no la dejaron, era peor que lo viera todo deforme de su rostro, ya lo vio en la caja todo parchado, ni se parecía”, comenta Muñoz.
Todos en el grupo comparten historias similares. A su lado la señora Martha Martínez muestra una foto de su hijo veinteañero, un investigador del Departamento de Autos Robados de la Agencia Especial de Investigaciones asesinado el 21 de mayo de 2009, y dice:
∑ Nos duele mucho la forma en que lo asesinaron; a él le dieron 19 impactos de cuerno de chivo. No entiendo por qué tanta gente está haciendo tanto mal y por qué deciden quién muere y quién no, él era un muchacho muy inteligente, muy capaz...
∑ Mi esposa y yo ya estábamos hasta peleados pero aquí nos dimos cuenta de que si uno siente enojo, coraje, dolor, son etapas de duelo y que hay que intentar salir de ahí –agrega el marido, para intentar explicar lo sanador que ha sido el curso.
En otra banca una viuda joven comparte que su esposo organizó la Velada por la Paz, pero el 2 de julio de 2009 lo asaltaron y asesinaron. Enseguida está una obrera que no duerme desde el año pasado, cuando levantaron a su esposo; meses después le mataron a su hijo. Ella dice que lleva un diario de sentimientos –como le recomendaron en las charlas– que la ha ayudado a controlar el enojo contra sus hijas y su nieta.
“Lo que me angustia es que no me dejaron ver a mi hijo, dicen que lo dejaron desfigurado, que es mejor recordarlo como era. Y sí era él: traía su credencial y un tatuaje, trabajábamos juntos en la maquila hasta que quedó desempleado”, narra antes de que comience la meditación inicial, con música religiosa como fondo.
Leen después las 10 afirmaciones del Credo de la recuperación, revisan la tarea, escuchan el tema del día e intercambian experiencias. Hoy dedican un rato a discutir si es sano tener la casa tapizada de fotos del difunto, alguno se compromete a dejar de platicarle, otra comenta que lloró al abrir su clóset y una pareja anuncia que abandonarán la casa cargada de recuerdos.
Es viernes, son las seis de la tarde, 12 son las familias que asisten hoy a este curso en la capilla de San Agustín; apenas una muestra pequeña del dolor acumulado en la geografía de esta ciudad.
Hasta este oratorio se llega siguiendo una calle sin pavimento, pasando por debajo de un puente grafiteado cerca del Arroyo de las Víboras, que pareciera uno de los lugares favoritos de los sicarios para las ejecuciones.
La sesión se realiza en la colonia Felipe Ángeles, ubicada dentro del polígono donde la violencia coincide con el olvido gubernamental, y los estudios de El Colegio de la Frontera Norte (Colef) demuestran que los asesinatos se conjugan con las carencias de escuelas, guarderías, equipamiento urbano y servicios. Esta colonia se ubica cerca del puente fronterizo pero muy lejos de las oportunidades.
Urbes letales
Juárez es la ciudad más letal del mundo, con 191 asesinatos por cada 100 mil habitantes, según cálculos del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal.
En esta ciudad de 1.3 millones de habitantes desde 2008 la muerte forma parte de la vida: los niños graban las ejecuciones en sus celulares, los vendedores de refrescos y burritos hacen su agosto en las escenas del crimen siempre concurridas por morbosos y algunas mamás han tenido que explicar a sus hijos que a su abuelita no la ejecutó nadie, que falleció de muerte natural.
“La idea era hacer el taller sólo aquí pero se corrió la voz entre los sacerdotes que empezaron a llamarnos y a decirnos ‘en mi comunidad hay mucha madre que ha perdido su hijo con muerte violenta’, y otros que viven en colonias y se daban cuenta de que mataban a muchos. Y así fue como comenzamos”, explica la psicóloga Marisol Aguirre, fundadora de la iniciativa junto con su hermana Silvia.
La intención de los cursos es que expertos que aplican métodos de psicología y espiritualidad guíen a las familias para que procesen su pérdida y le encuentren sentido. Y con la aceptación de lo ocurrido, romper los fenómenos destructivos que una muerte violenta trae aparejados: la rabia corrosiva contra uno mismo y contra todos, la vergüenza por tener un familiar ejecutado, la culpa por no haber hecho lo suficiente para evitar el desenlace, la negación del deceso, la generación de enfermedades o adicciones, la desintegración de la familia o alimentar el deseo de venganza.
La sanadora espiritual Silvia Aguirre dice que ha crecido tanto la demanda por los talleres que varias parroquias están en lista de espera, en la que hay maquiladoras anotadas y hasta parroquias de los ejidos conurbados del Valle de Juárez; pero no todos pueden ser atendidos de inmediato porque apenas se formaron 25 tanatólogos en los diplomados de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pero se necesitan más.
El puñado de tanatólogos hace milagros gratuitos. Desde septiembre ha acompañado a 427 personas en su proceso de duelo, mientras que la Unidad de Atención a Víctimas de la PGR atiende un promedio de un paciente por día en 14 Estados del país (anualmente atiende a 240 personas por centro y sólo esas le cuestan 6 millones de pesos).
En la parroquia que corresponde al Fraccionamiento Villas de Salvárcar, donde en enero fueron masacrados 15 estudiantes en una fiesta casera, las mamás desairaron a los psicólogos del gobierno pero atendieron la invitación del padre Toño Urrutia de ser atendidos por la iglesia.
Están por abrir un grupo de duelo para niños y un segundo ciclo de talleres de ocho semanas para que quienes ya superaron el duelo aprendan a perdonar a los homicidas, para romper el círculo de la violencia.
“Hay muchos que quieren vengar la muerte, por eso si una persona sana, sana también a su alrededor (…) sólo cortando ese ciclo podemos ayudar a otros en situaciones similares”, explica.
Las hermanas Aguirre dicen que los estudios del Instituto de Tanatología de México arrojan que si no se recibe ayuda, 75 por ciento de las parejas terminan divorciadas y que por cada muerte violenta hay 200 personas afectadas porque se alteran también las personas de los ambientes donde el difunto se movía.
Si son 5 mil 389 los muertos, y cada uno afectó a 200, esta ciudad está enferma. Requiere ayuda inmediata.
“Todos son nuestros muertos”
Felipe Calderón y su gabinete parecen vivir otra realidad. El secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, tras la matanza de Villas de Salvárcar culpó a los juarenses de propiciar su destino. En mayo, durante su última visita, responsabilizó a los medios de comunicación por magnificar la violencia. La Presidencia arrancó una campaña que promueve la idea de que la violencia mexicana es un problema de percepción.
Además, el escritor Héctor Aguilar Camín repitió, justo en Juárez, la ciudad más mortífera del planeta, su tesis de que en otros países se cometen más homicidios que en México, con lo que dejó atónito a su público.
“¿Cuántos de los muertos eran narcotraficantes?”, preguntó irrespetuoso. “Todas esas muertes son nuestras. No hacemos diferencia, todos son nuestros muertos”, le respondió la socióloga Teresa Almada, una de las mujeres que trabaja en los barrios marginales del Poniente, donde se conjugan los asesinatos y el abandono del Estado.
La investigadora del Colef, Julia Monárrez, experta en las estadísticas de la muerte desde que advirtió la década pasada la incidencia de feminicidios, advierte que en Juárez se vive una situación de “guerra normalizada”, en la que la gente se acostumbró a ver cuerpos desmembrados, decapitados, mutilados.
“Desde antes la tasa de homicidios dolosos era alta (39.5 por cada 100 mil); sin embargo, en 2008, con el inicio del Operativo Conjunto Chihuahua sube a 215, que es uno de los más altos. Por eso cuando vienen y dicen que Washington o El Salvador tienen más asesinatos están comparando una ciudad contra el promedio del país, pero si compararan esas cifras sólo contra Juárez vemos que ésta se ha convertido en un cementerio público, en una moderna necrópolis”, advierte.
Para esta doctora en ciencias sociales, la violencia actual se explica desde la conjugación de las políticas neoliberales que privilegiaban la producción por encima de la gente, la ausencia de gasto social del Estado y la falta de un proyecto de vida para los jóvenes.
“La violencia se explica desde decisiones políticas y económicas que se han tomado. Que no me vengan ahora a decir que las familias olvidaron los valores o que por culpa de las mamás que entraron a trabajar”, dice a Proceso.
El coraje y la depresión
Las mujeres del Centro de Salud y Bienestar Comunitario (Sabic) recorren las calles sin pavimento de la colonia Díaz Ordaz y visitan las casas enlutadas, donde saben que se veló a algún ejecutado. Puertas adentro encuentran a familias enfermas de miedo, de odio o depresión, enclaustradas en un encierro autoimpuesto y la vida de todos los miembros sumida en un pantanal.
“La gente está colapsada. No está llegando a pedir ayuda. Cuando vamos a buscarlas descubrimos a los niños fuera de control, con mucho coraje, depresión y Nintendo, los chavos reprobando la escuela, la mamá y los abuelos en ataque de nervios. Están colapsados o pensando sólo en la venganza. La familia ya no participa en nada, y con el agravante de que si el asesinato fue por narcomenudeo están asustadas porque creen que van a relacionar a todos con la droga, así que no salen nunca a la calle”, dice Dora Dávila, la directora de la clínica de barrio.
Ella y sus compañeras terapeutas invitan personalmente a las personas a atenderse y no cobran por sus servicios. Lo hacen porque saben que si no logran captarlos, esos niños o niñas que vieron al hermano o al papá caer rafagueado son candidatos seguros para la drogadicción y sus mamás vivirán empastilladas para soportar la carga de estar vivas.
“Aquí hay muchas mujeres a las que les han matado al compañero, al hijo, hay muchos muertos. Las mujeres duran meses sobresaltadas, sin comer, sin dormir, te dicen: ‘Tengo miedo de que así como a él lo mataron me maten a mí o a mi hijo, tengo pánico porque la imagen de él se me aparece y parece que me quiere llevar’. Además queda toda la familia desprotegida porque casi siempre matan al sostén, al papá o al hijo que traían la despensa”, diagnostica la terapeuta.
Sabic ofrece una combinación de terapias alternativas como reiki y fórmulas florales para sacar a las víctimas de la violencia de la etapa de pánico e insomnio. Proporciona también sesiones individuales de psicoterapia como primera atención a la crisis, aunque están por empezar las terapias grupales para familiares de ejecutados.
Las mujeres de Sabic unieron esfuerzos con diversos centros y organizaciones juarenses para dar la atención de emergencia que requieren las víctimas de la violencia, y crearon para ese fin una red de redes donde confluyen psicoterapeutas de la UACJ, tanatólogas de la universidad y de las iglesias, rehabilitadoras corporales y terapeutas alternativas.
Su meta es atender un mínimo de 10 mil víctimas de la violencia en un año, que suena ambicioso pero se queda corto ante la dimensión de la tragedia.
Su esfuerzo no consiguió fondos del Plan de Reconstrucción por Juárez –anunciado el pasado 17 de febrero por Felipe Calderón como una nueva etapa de su estrategia de guerra– así que lo harán con recursos propios o concursando por proyectos en distintas dependencias.
“De la estrategia ‘Todos somos Juárez’ no llegó ni un solo centavo a nuestros programas porque venía etiquetado para el Seguro Social, el Hospital General y el Infantil, el Seguro Popular y los Centros Nueva Vida, que es pura promesa del gobierno, porque los hospitales están colapsados”, dice Dávila en la clínica de techo alto que no tiene secretaria en la recepción y donde se exhiben cremas elaboradas por ella y sus compañeras.
En un consultorio una terapeuta atiende a un hombre que llega con la pierna enyesada. Otras sacan sus tupperware con comida para aprovechar el momento en que bajó la afluencia.
Las mujeres del centro no son inmunes a la violencia y a veces tienen que tomar terapias de contención, reiki o remedios florales para no enfermar por el miedo. El barrio se volvió denso, muchos jóvenes dedicados al narcomenudeo fueron asesinados y se vino una racha de asaltos, violaciones sexuales, pleitos por venganzas y robos que durante un tiempo tuvieron como blanco esta clínica.
Están preocupadas porque se impone la cultura del me-molestas-y-te-mato. La última víctima fue una joven de 18 años e hijos pequeños, que riñó con una compañera de trabajo quien le dijo: ‘Te vas a arrepentir’ y al día siguiente cumplió la amenaza: la asesinaron afuera de su trabajo.
Desde la “zona cero” de la guerra, estas mujeres son sólo una muestra de cómo la sociedad civil juarense está improvisando la urgente atención a los damnificados de la violencia, aunque sus esfuerzos nunca son más rápido que los reflejos de la muerte que despoja de la vida a un promedio de siete personas por día. Imparable, como la banda de una maquiladora.
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