Violencia es una palabra que siempre se refiere a otros, nunca a quien la emplea. Los violentos siempre están al otro lado y nunca son nuestros amigos. Y luego, según convenga, se puede meter a todos los violentos en un mismo saco donde están sus amigos, sus vecinos, sus compañeros de viaje y hasta los que “comparten posiciones con el entorno”, como han acusado habitualmente al grupo musical Soziedad Alkoholika para conseguir suspenderle varios conciertos, el último en Madrid.
En lo más pequeño encontramos infinitas dosis de violencia. Porque no es lo mismo para una persona que para otra la violencia recibida: cada una tiene su límite físico y emocional a la violencia que recibe, lo que define la ecuación y explica que a veces se pueda dominar al otro utilizando muy poquita fuerza sobre él, o que quien está en una situación de poder pueda sobrevivir sin necesidad de mantener el uso de la violencia que le hizo posible colocarse en esa posición social, o que para equilibrar el poder haya que recurrir a altas dosis de violencia.
En la sociedad de clases todos somos violentos, siempre hay alguien más pobre al lado, e interactuamos los unos con los otros como las lentejas en un saco cuando se mete una mano y todas las demás se mueven. ¿Hay mayor violencia que la opulencia? Violencia son las degradaciones laborales asumidas por el pacto implícito de que el principio de autoridad va dentro del salario. Violencia es el escandaloso número de episiotomías, fórceps y cesáreas practicadas en los partos hospitalarios. Violencia la de los CIE, cárceles de inmigrantes donde cada día entran cientos de personas cuyo delito es no llevar un papel encima. La violencia es la misma siempre, sólo que según quién la utilice y cuáles sean sus objetivos, vendrán los matices y las exculpaciones. La diferencia está en quién escribe la historia. Eso sí, puestos a clasificar, hay dos tipos de violencia: la que sale en los medios (y asumimos como tal) y la que no. Violentos son los que atacan una comisaría en Madrid en repudio por el asesinato policial de un muchacho en Grecia; pero nunca los policías que, equipados con armas reglamentarias y no reglamentarias, detuvieron salvajemente y de forma aleatoria a varios jóvenes en Madrid. Los que mataron a Alexis Grigoropulos eran defensores de la ley que se excedieron en un incidente de consecuencias trágicas.
Violentos, sin duda alguna, son los que asesinaron a Inaxio Uria, constructor del TAV-AHT. Pero nadie cuestiona que haya violencia en el proyecto de agujerear el territorio con más de cien túneles y conductos, en la mayor obra pública de la historia vasca. Nadie recuerda que en las obras del TAV-AHT murió un trabajador hace unas semanas, porque nadie ve violento ese proyecto, y vale más la vida del constructor que pone la pasta que la del constructor que pone la vida, aunque en este caso hayan acabado los dos en el mismo hoyo. Violencia es utilizar ese atentado político para convertir el atentado ecológico en “un símbolo de la libertad”. Y casualmente, ambos actos terroristas firman con la misma letra (“ETA” = “Y” en castellano). Y ambos actos han sido preparados y planeados de espaldas a la gente.
¿Alguien está limpio para condenar la violencia en este capitalismo de casino? Otra cosa bien distinta es criticar las estrategias, y que no nos parezca útil o inteligente volar un puente, practicar un sabotaje, o atracar un banco; o que ciertas formas de violencia signifiquen un atraso individualista para los movimientos populares y las luchas colectivas. Pero eso no nos convierte ni en no violentos ni en pacifistas. Y es que para ejercer la violencia (según el diccionario, utilizar la fuerza para conseguir un objetivo) no implica coger el machete: en la lucha de clases, no hay nada más revolucionario que la huelga (bajar los brazos y levantar la cabeza) para violentar el estado de las cosas; de la misma manera que en la lucha por los derechos de la mujer no hay forma más radical de subvertir el estado de las cosas que el empoderarse a sí misma.
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