Marcela Turati
Testimonios de quienes vieron desplomarse el jet ejecutivo en el que viajaba el secretario de Gobernación coinciden: el aparato se precipitaba incendiándose de la “cola” o una “aleta”. En la siguiente crónica, esos relatos de quienes estuvieron en la zona donde se estrelló la nave, junto con los de algunos sobrevivientes, revelan también la dimensión de los temores que se hallan enquistados en el ánimo de los capitalinos: “¡fueron los narcos, fueron los narcos…”
Proceso / Las descripciones populares:
Una bola de fuego cruza el aire. Tiene ruido de motor y forma de miniavión blanco. La nave vuela encendida. Lleva lumbre. En “la aleta”, dicen unos; en “la cola”, recuerdan otros. Se desploma casi en Periférico y en hora pico. Jala un cable de alta tensión. Provoca un apagón. Cimbra el suelo. Explota y se hace llamas. Contagia de fuego todo a la redonda. Enciende autos, los quema uno tras otro, con todo y tripulantes. Abrasa a personas que estaban en la calle. Ilumina el cielo de color naranja y lo deja encendido durante horas.
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Margarita Camilo Chico siente el estruendo en la espalda (“haga de cuenta que era una bomba”). Voltea y encuentra un incendio. Corre hacia las llamas. La impulsa el instinto: su hijo quinceañero acaba de irse del puesto de dulces con rumbo a donde ahora se ve el fuego. Varios flamazos la detienen: las explosiones simultáneas de carros la mueven hacia atrás.
El fuego se extiende como telón. Entre las llamas distingue algunas en forma de personas. Hombres y mujeres antorchas que corren angustiados. El corazón se le estruja: uno de ellos puede ser su chamaco.
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Los gritos se suceden como las explosiones: “¡Coooorraaaan, los coches se están prendieeendooo!”. En segundos el inconsciente colectivo traiciona y modifica la tonada: “¡Coches-bomba, coches-bomba!”. Son los síntomas del trauma post-Morelia, el impacto de nuestro 15-S.
Desde el segundo piso del número 5 de la calle de Pedregal, un curioso se asoma por la ventana momentos después de la explosión. Horrorizado, se aleja del cristal como movido por un resorte. No aguantó ver fuego en movimiento, fuego desesperado, fuego en forma de silueta humana que corre angustiada intentando huir de la propia piel.
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Los automovilistas varados miran cómo los carros de adelante se queman en cadena y tratan de echarse en reversa. El fuego ni siquiera les da tiempo de pensar en bajarse, ya lo tienen encima, manoseando el tanque de gasolina. No hay a dónde hacerse. Los de adelante se calcinan, los que vienen atrás presionan para que la fila avance, sin saber que más allá no hay conductores.
Son las 6:45 de la tarde, hora pico en la confluencia de Monte Pelvoux, Paseo de la Reforma, Pedregal y Ferrocarril de Cuernavaca, Periférico y Palmas, zona de edificios con helipuertos, de corporativos con nombres gringos, de niños y niñas bien y lugar elegido para la polémica Torre Bicentenario (“¿Se imagina tamaña tragedia si el avión se estralla contra la torre?”, dice una vecina. “A esa hora pasa un carro por segundo”, dice el ingeniero Adán Rabiela. “Es la hora de salida de los trabajadores, esto estaba lleno”, alterna otra vecina, incrédula de que oficialmente sean cinco los muertos que no iban en el avión.)
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El auxiliar de computación Francisco Velázquez ve que del cielo cae un avión que “traía la aleta prendida”. Hace trizas varios carros. Su lumbre agarra a otros.
Un Fiesta rojo está en la hilera de carros que intenta pasar a Reforma. Estefanía Rosette, la conductora, siente el impacto y las explosiones que le siguen. No sabe qué ocurre, de pronto su auto está rodeado de llamas y del cielo cae una especie de lodo que salpica los vidrios. Ve por el retrovisor que los carros de atrás se queman. Abandona el asiento pero un policía le ordena que regrese y avance. Es la última que escapa del fuego. Tras ella se corta la fila.
Avanza por Reforma, el olor a combustible es insoportable. Nerviosa, se detiene a unos metros del Auditorio Nacional y telefonea a su novio. Él le pide que deje el auto y llama al seguro. Después llegarán hombres y mujeres con batas blancas que examinarán la carrocería y señalizarán las salpicaduras de tejido humano.
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El avión cae justo frente al cajero automático de un HSBC. La persona que en ese momento sacaba dinero se tira al piso. La cabina de cristal blindado la salva. No tiene tanta suerte el joven que recién salió de la oficina a fumar un cigarro y que será imagen de la tragedia en varios noticieros. Su novia trabaja a dos cuadras.
Los empleados del banco intentan domar las llamas con extintores a base de chisguetes. El chapoteadero inútil de espuma sólo refresca la lumbre. El fuego crece alimentado por el combustible.
José Andrés de la Cruz, del Grupo de Apoyo Técnico de Telmex, corre hacia la nube naranja, directo a un auto prendido y saca a una pareja de ancianos. La señora emite quejidos, casi inconsciente. Su esposo, a un lado, la consuela. El sólo ardió de manos, cara y pelo.
Los valets parking y los viene-viene que controlan las calles de la zona son de los que más se la rifan en eso de disputarle al fuego las vidas humanas.
“Todos buscábamos una cobija para el señor que ya no traía ropa”, dice el valet José Manuel Fonseca. “Traía puros jirones y lo empezamos a apagar con las manos”, dice su colega Alfredo Ramírez.
El hombre desnudo les pide que le quiten los zapatos hechos chicle. Ellos dudan. No quieren que al jalarlo se despegue también la planta de los pies.
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De un carro huye un hombre. Es Pedro Sánchez. Está quemado.
La vecina Elizabeth Vázquez lo ayuda a salir del fuego y lo acompaña en el piso. No puede calcularle la edad. Las quemaduras le borraron los rasgos.
Él se queja, le duele el cuerpo. Ella le pide que se concentre en cosas positivas. El le dice que iba a recoger a su hijo, que estaba por llegar a su trabajo. Comenta que teme que los policías le roben su cartera (no se da cuenta que quedó hecha cenizas). Siente dolor. Ella le pide que se bloquee, que piense en su familia y en todo lo que queda por hacer. Se acompañan. Juntos repiten: “Padre Nuestro, que estás en el cielo...”
Se acercan unos policías. Le gritan a Elizabeth que no estorbe. La sacan del lugar, atrás del vallado. Ella contiene la rabia.
Al día siguiente se enterará de que Pedro Sánchez aguantó sólo medio día. Tenía 58 años.
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En el negocioHomeLab esperan a una diseñadora. Varios empleados están asomados a la ventana. Ella está perdida, le dan instrucciones por teléfono y se fijan en la calle por si la ven pasar. Ella alcanza a decirles que cayó “un misil”. El suelo se cimbra.
En Corpofin, casa financiera, tiembla cuando los ejecutivos están en junta. “Algo cayó del cielo”, grita alguien que justo está asomado a la ventana. Se va la luz. Explota afuera. El cielo se vuelve naranja. Todos se avientan debajo de la mesa.
El financiero Alberto Gómez piensa que es una bomba. El efecto del narcoterror lo traiciona.
“Parecía una película de guerra”, dice Gómez al día siguiente en la cafetería gourmet donde almuerza y donde todos los comensales tienen una historia que contar. Hasta que llegó a su casa Gómez se enteró de que uno de los tripulantes era el secretario de Gobernación.
“Lo primero que pensé fue: ‘Este es el narco, guerra frontal, van a sacar al Ejército a las calles’”, admite al día siguiente, con una sonrisa nerviosa.
“Todo mundo trae el show del narco contra el gobierno”, afirma en el mismo restaurante el publicista Jorge González, testigo de la tragedia.
No sólo en este café el discurso de guerra hizo nido. La percepción es generalizada.
“Pensé que había sido una bomba, con eso de que mucha gente mata por matar”, dice el cuidacoches Jesús Villegas, que quedó en shock al ver que algo explotó donde segundos antes había unas 15 personas.
“Esto no es casual, es un sabotaje, una venganza, un atentado contra el gobierno. Es un choque de trenes narcos-gobierno. Se necesita mano dura, aplicarles pena de muerte”, opina el ingeniero Adán Rabiela, vecino de la calle Pedregal 17, que asegura haber visto 20 personas quemadas, tiradas en la banqueta.
“Es muy grave todo lo de la violencia que se desató este año, y da miedo. Antes esto sólo se veía en países como Irak o Pakistán, no aquí, se me hace un poco feo y triste”, lamenta el barman del Café Beretta. Anque dice que hasta esta semana no sabía quién era el secretario Mouriño, considera que el avionazo es efecto de la violencia desatada.
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El dictamen colectivo apunta a que los culpables fueron Los Narcos, así de general, esa especie de coco moderno que, aunque nadie sabe qué cosa es, vendrá y te comerá.
Son los síntomas del trauma que ha dejado “la guerra contra el narcotráfico, que costará muchas vidas”; la aceptación como destino de la colombianización mexicana; del miedo instalado en el estómago.
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El Ejército toma el control de la zona. Los funcionarios de bata de laboratorio espulgan el terreno. Los empleados de la Compañía de Luz reparan el cableado. Los policías federales hacen valla antimirones. Los judiciales del DF se quejan detrás de la valla porque no los dejan entrar. Unos perros se cuelan al área siniestrada y no precisamente para oler explosivos. Los soldados los corretean: “¡Úchtale, úchtale!” Los judiciales federales van de negocio en negocio: “¿Usted vio algo?”
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De Washington las cámaras se trasladan a Paseo de la Reforma.
Interrupción del programa porque acaba de caer una avioneta en el cruce de Palmas y Periférico. Transmisión en vivo desde el accidente. El conductor, cara de compungido, anuncia que esos escombros que se alcanzan a observar son los restos de un avión y que, versión sin confirmar de por medio, uno de los pasajeros posiblemente era el secretario de Gobernación.
En minutos lo da por cierto. Sí, era Juan Camilo Mouriño acompañado de José Luis Santiago Vasconcelos, el azote de los narcos.
Las palomitas saben diferente, como amargas. El triunfo de Barack Obama también.
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Las ambulancias están paralizadas junto al tráfico. Los fans de El Potrillo Fernández, que dará un concierto en el Auditorio Nacional, y la salida unánime de las oficinas, tienen las vías paralizadas. Los carros de bomberos y las pipas de agua están en el embotellamiento.
Los vecinos de la colonia Molino del Rey se improvisan como tránsitos. Desvían a la gente, abren rutas alternas, se comunican con las ambulancias. Trasladan heridos a la lateral del periférico para que ahí los recojan las ambulancias.
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“Por favor, me urge. ¿Alguien me puede decir dónde consigo la lista de los heridos?”: es la súplica angustiada de una lectora de El Universal on line. La lista se oficializará al día siguiente. Por el momento fueron 14 muertos y más de 40 heridos.
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Margarita Camilo Chico, la vendedora de dulces, llora abrazada a su hijo que le dobla la estatura y viste chamarra negra deportiva. Se abrazan. Su quinceañero no estaba entre la lumbre. Su nieta se les abraza a los dos y juntas lloran de la pura angustia.
Melitón Valentín, esposo de Margarita, está triste. Suplica infructuosamente a los militares que lo dejan ir al Jetta a buscar el dinero que tenía apartado para pagar la letra del carro y para ver si sobrevivió la póliza de seguro.
En las noticias se ve el carro convertido en un armatoste quemado sin vidrios ni pintura.
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Unos chamacos van peinando el parque a media noche. Buscan entre los matorrales restos humanos para fotografiarlos.
Al día siguiente los voceadores de los periódicos tabloides hacen su agosto en el perímetro de la tragedia. Con altavoces y frases macabras se disputan a los mirones: “¡Llévelo, llévelo: mueren calcinados…!” “¡Muertos, heridos y quemados… Así quedaron, vea las fotos…!” “¡Vea los muertos y quemados de aquí, de las Lomas…!”
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La cultura del sospechosismo está en su auge. De pronto todo mundo es experto en aviación y tiene una fundamentada teoría.
“Si hubiera explotado en el aire los pedazos estarían regados hasta Santa Fe… Nunca lo van a decir, no les conviene… Se desplomó, es obvio… Estaba a 30 segundos de campo Marte, podía haber apagado el motor y llegar del puro vuelo… Al avión lo tiraron”.
“Hable y díganos cuál es su hipótesis: ¿atentado?, ¿accidente?”, invita un locutor de radio.
El veredicto unánime, por más que el secretario de Comunicaciones y Transportes se empeñe en decir que todas las evidencias apuntan a que fue un accidente aéreo, es que “fueron Los Narcos”.
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Una cruz blanca, una treintena de veladoras y un altar sencillo con una cartulina: “Los colonos de Molino del Rey sentimos las pérdidas humanas”. Los vecinos que ayudaron a salvar vidas se reúnen por las tardes para volver a encender las veladoras.
“Me dan mucha tristeza todos los muertos, también el de Gobernación, en primera porque es un ser humano, en segunda porque la suya fue una muerte horrible, en tercera porque es miembro del gabinete del Presidente y es feo que no dejen al gobierno trabajar y tomen venganza”, dice con velas blancas en la mano la vecina Yolanda Ramírez, todavía aturdida.
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