Saturday, May 02, 2009



Reescribamos el pasado y agreguemos lo que fue excluido

TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


Introducción del editor de TomDispatch

Imaginen si, el día en el que a comienzos de abril Jiverly Voong entró al Edificio de la Asociación Cívica Estadounidense en Binghamton, Nueva York, y abatió a tiros a 13 personas, se hubiera leído el siguiente titular en las noticias: “Binghampton en choque mientras la policía investiga lo que algunos críticos califican de ‘asesinato masivo.’” Si los periódicos estadounidenses, así como las noticias en la televisión y la radio lo adoptaran como modelo, lo consideraríamos, claro, absurdo. Hasta que se pruebe su culpabilidad, un hombre con un arma puede ser llamado “sospechoso,” pero reconocemos un asesinato masivo cuando lo vemos. Y, sin embargo, en uno de los persistentes triunfos lingüísticos del gobierno de Bush, incluso cuando sale a la luz la información sobre los programas de tortura, la palabra “tortura” sufrió generalmente una suerte parecida.

Los agentes de ese gobierno, por ejemplo, utilizaron lo que, en la Edad Media, solía ser llamado directamente “la tortura del agua” – nosotros lo llamamos "waterboarding" – 183 veces en un solo mes en un solo prisionero y, no obstante, me desperté la otra mañana con la siguiente formulación usada en la Edición Matutina de National Public Radio: “...interrogatorios duros que algunos consideran tortura.” Y Gwen Ifill de News Hour lo describió la otra noche como: “Un duro informe del Senado que apareció hoy planteó nuevas preguntas sobre drásticos interrogatorios de sospechosos de terrorismo en los años de Bush.” O, típicamente, USA Today escribió: “Obama abrió la puerta para una posible investigación y enjuiciamiento de antiguos funcionarios del gobierno de Bush, quienes autorizaron las ‘técnicas realzadas de interrogatorios’ que algunos críticos llaman tortura.” O, ya que estamos, en el New York Times: “… el uso de waterboarding y otras técnicas del gobierno de Bush que críticos dicen cruzaron la línea hacia la tortura…”

Tortura, como palabra, excepto en documentos o en boca de otra gente – esos “críticos” –ha perdido evidentemente su poder descriptivo en el mundo de nuestras noticias, en las que se prefiere casi cualquier otra formulación. A menudo la palabra preferida en estos días es “duras,” o incluso “brutales,” ambos sustitutos para la anodina “realzadas” en la propia descripción del gobierno de Bush para el paquete de “técnicas” de torturas que institucionalizó y justificó después del hecho en esos memorandos legales. La frase se proponía, por supuesto, evadir la ley, ya que la tortura es un crimen, no sólo en el derecho internacional, sino en este país. El hecho es que, si uno no puede llamar algo como lo que es, le va a ser difícil enfrentar lo que ha hecho, menos todavía enjuiciar crímenes que no han sido cometidos necesariamente en su nombre.

Cómo llamamos a las cosas, los nombres que utilizamos, es importante. Cómo, por ejemplo, imaginamos nuestros afectos pasados, cómo vemos el presente y el futuro, tal como Andrew Bacevich deja en claro a continuación. No es sorprendente que el libro de Bacevich “The Limits of Power,” que es oficialmente publicado hoy en edición en rústica, se haya convertido en un éxito de ventas. Tiene una manera de abrirse camino a través de la verborrea de nuestro mundo, siempre en busca de la realidad; también tiene una manera, como solían describirlo los chinos, de “rectificar nombres” – es decir sincronizar la realidad y las prácticas denominativas. Aquí, por ejemplo, es cómo, al final de “Limits”, encuadra el consenso de Washington para reaccionar ante dos guerras fracasadas y una misión global que fracasa mediante la expansión de las fuerzas armadas de EE.UU.:

“EE.UU. no necesita un ejército más grande. Necesita una política exterior más pequeña – es decir, más modesta, que asigne a los soldados misiones que correspondan a sus capacidades. La modestia implica la renuncia a las ilusiones de grandeza provocadas por el fin de la Guerra Fría y luego el 11-S.”

Ahora, dejémoslo trabajar del mismo modo respecto a nuestro truncado “Siglo Estadounidense”. Tom

Adiós, “Siglo Estadounidense”

Reescribamos el pasado y agreguemos lo que fue excluido

Andrew Bacevich

En un artículo reciente, Richard Cohen del Washington Post escribió: “Lo que Henry Luce llamó el ‘Siglo Estadounidense’ se acabó.” Cohen tiene razón. Todo lo que falta es clavar una estaca a través del corazón de la perniciosa creación de Luce, para que no vuelva a la vida. Es algo que costará un cierto esfuerzo.

Cuando el editor de Time-Life acuñó su famosa frase, su intención era animar a sus conciudadanos a la acción. Su ensayo, “El Siglo Estadounidense,” publicado en la edición de Life del 7 de febrero de 1941, llegó a los puestos de venta en un momento en el que el mundo estaba en un período de vasta crisis. Una guerra en Europa se había descontrolado de un modo desastroso. Un segundo conflicto casi igualmente peligroso se desarrollaba en Lejano Oriente. Los agresores estaban en marcha.

Con la suerte de la democracia colgada en la balanza, los estadounidenses lo tomaban a la ligera. Luce los instó a dejarse de evasivas. Más que eso, los emplazó a “aceptar de todo corazón nuestro deber y nuestra oportunidad como la nación más poderosa y vital del mundo… ejercer el impacto total de nuestra influencia sobre el mundo, para los propósitos que consideremos adecuados y por los medios que consideremos adecuados.”

Al leerlo hoy en día, el ensayo de Luce, con su extraña mezcla de chovinismo, religiosidad y ampulosidad (“Ahora debemos proponernos ser los Buenos Samaritanos para todo el mundo…”) no queda bien puesto. No obstante, la frase “Siglo Estadounidense” perduró y ha gozado de una notable carrera. Está relacionada con la era contemporánea como la “era victoriana” lo hace con el Siglo XIX. En una concisa frase, captura (o por lo menos parece capturar) la esencia de una cierta verdad definidora: EE.UU. como alfa y omega, fuente de salvación y subsistencia, vanguardia de la historia, espíritu guía e inspiración para toda la humanidad.

En su formulación clásica, el tema central del Siglo Estadounidense ha sido la rectitud superando al mal. EE.UU., sobre todo los militares de EE.UU., posibilitaron ese triunfo. Cuando, después de recibir un empujón final el 7 de diciembre de 1941, los estadounidenses terminaron por aceptar su deber de dirigir, salvaron al mundo de sucesivos totalitarismos diabólicos. Al hacerlo, EE.UU. no sólo preservó la posibilidad de la libertad humana sino modeló cómo debía ser la libertad.

Gracias, camaradas

Así suena la narrativa preferida del Siglo Estadounidense, tal como la cuentan sus oficiantes.

Esa interpretación presenta dos problemas. Primero, reivindica un crédito excesivo para EE.UU. Segundo, excluye, ignora o trivializa temas que no coinciden con esa narración triunfal del cuento.

El efecto neto es perpetuar una serie de ilusiones que, sea cual sea su valor en décadas pasadas, han dejado de ser útiles hace tiempo. En breve, la persistencia de ese enfoque autocongratulatorio priva a los estadounidenses de tener consciencia de sí mismos, obstaculizando nuestros esfuerzos por navegar por las aguas traidoras en las que se encuentra actualmente el país. Dicho a secas, estamos perpetuando una versión mítica del pasado que nunca llegó a aproximarse a la realidad y que hoy en día se ha convertido en francamente maligna. Aunque Richard Cohen pueda tener razón cuando señala el fin del Siglo Estadounidense, el pueblo de EE.UU. – y especialmente su clase política – siguen siendo sus esclavos.

La construcción de un pasado utilizable para el presente requiere la voluntad de incluir gran parte de lo que se deja afuera en el Siglo Estadounidense.

Por ejemplo, en la medida en la que la demolición del totalitarismo merece ser vista como un tema destacado de la historia contemporánea (y lo merece), el crédito esencial para ese logro seguramente pertenece a la Unión Soviética. Cuando se trató de derrotar al Tercer Reich, los soviéticos soportaron de lejos el peso preponderante, sufriendo un 65% de todas las muertes aliadas en la Segunda Guerra Mundial.

En comparación, EE.UU. sufrió un 2% de esas pérdidas, por lo cual todo estadounidense cuyo padre o abuelo sirvió en y sobrevivió esa guerra debiera decir: ¡Gracias, camarada Stalin!

Que EE.UU. se atribuya el mérito de haber destruido la Wehrmacht [ejército alemán] es el equivalente de que Toyota se atribuyera el mérito de haber inventado el automóvil. Entramos tarde al conflicto y luego nos apoderamos de más de una parte justa de las ganancias. La verdadera “Gran Generación” es la que voluntariamente sacrificó a millones de sus compatriotas rusos mientras aniquilaba a millones de soldados alemanes.

Pisándole los talones a la Segunda Guerra Mundial vino la Guerra Fría, en la cual los antiguos aliados se convirtieron en rivales. Una vez más, después de una lucha de décadas, EE.UU. salió ganando.

No obstante, al determinar ese resultado, el resplandor de los estadistas estadounidenses fue mucho menos importante que la ineptitud de los que presidían en el Kremlin. Torpes dirigentes soviéticos administraron tan mal su imperio que terminó por implosionar, desacreditando permanentemente al marxismo leninismo como una alternativa plausible para el capitalismo liberal-democrático. El dragón soviético se las arregló para suicidarse. De modo que ¡muchas gracias camaradas Malenkov, Khrushchev, Brezhnev, Andropov, Chernenko, y Gorbachov!

Se jodió la cosa

Lo que los incondicionales tienden a excluir de su descripción del Siglo Estadounidense no son sólo las contribuciones de otros, sino los diversos traspiés perpetrados por EE.UU. – traspiés, hay que señalar, que engendraron muchos de los problemas que nos acosan actualmente.

Los casos de locura y criminalidad con la etiqueta “hecha en Washington” no estarán al mismo nivel que el genocidio armenio, la Revolución Bolchevique, el apaciguamiento de Adolf Hitler, o el Holocausto, pero es seguro que no son historias de pacotilla. Al darles su lugar merecido necesariamente hay que convertir en inadmisible el relato estándar del Siglo Estadounidense.

Lo que sigue, son varios ejemplos, cada uno familiar, aunque sus implicaciones para los problemas que enfrentamos actualmente son esmeradamente ignoradas:

Cuba. En 1898, EE.UU. fue a la guerra contra España por el propósito proclamado de liberar a la así llamada Perla de las Antillas. Cuando terminó esa breve guerra, Washington renegó de su promesa. Si realmente ha habido un Siglo Estadounidense comenzó en ese momento, cuando el gobierno de EE.UU. rompió un compromiso solemne, mientras insistía descaradamente en que no era así. Al convertir a Cuba en protectorado, EE.UU., EE.UU. puso en movimiento una larga cadena de eventos que llevaron en su momento al ascenso de Fidel Castro, Playa Girón, la Operación Mangosta, la crisis de los misiles de Cuba, e incluso al actual campo de prisión en la Bahía de Guantánamo. La línea que conecta estos diversos eventos podrá no ser recta, en vista de los numerosos avatares y vicisitudes a lo largo del camino, pero los puntos se conectan.

La Bomba. Las armas nucleares ponen en peligro nuestra existencia. Utilizadas en gran escala, pueden destruir a la propia civilización. Incluso ahora, la perspectiva de que una potencia menor como Corea del Norte o Irán adquiera bombas nucleares hace temblar al mundo. Presidentes estadounidenses – Barack Obama es sólo el último en una larga línea – declaran que la abolición de esas armas es imperativa. Lo que están menos inclinados a reconocer es el papel que EE.UU. jugó en afligir a la humanidad con ese flagelo.

EE.UU. inventó la bomba. EE.UU. – como único entre los miembros del club nuclear – realmente la utilizó como arma de guerra. EE.UU. dio el tono en la definición de la capacidad del ataque nuclear como parámetro del poder en el mundo de posguerra, y dejó a otras potencias como la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China, bregando por recuperar terreno. Hoy en día, EE.UU. todavía mantiene dispuesto un enorme arsenal nuclear y se niega inflexiblemente a comprometerse a una política de no utilizar primero armas nucleares, incluso cuando hace profesión de su horror ante la perspectiva de que alguna otra nación haga lo que el propio EE.UU. ya ha hecho.

Irán. Extendiendo su mano a Teherán, el presidente Obama ha invitado a los que gobiernan la república islámica a “aflojar sus puños.” Pero en una medida considerable, esos puños cerrados han sido causados por nosotros mismos. Para la mayoría de los estadounidenses, el descubrimiento de Irán data del tiempo de la tristemente célebre crisis de los rehenes de 1979-1981, cuando estudiantes iraníes ocuparon la embajada de EE.UU. en Teherán, detuvieron a varias docenas de diplomáticos y militares estadounidenses, y sometieron al gobierno de Jimmy Carter a una lección de ignominiosa humillación durante 444 días.

Para la mayoría de los iraníes, la historia de las relaciones entre EE.UU. e Irán comienza un poco antes. Comienza en 1953, cuando agentes de la CIA colaboraron con sus homólogos británicos en el derrocamiento del gobierno democráticamente elegido de Mohammed Mossadegh y en el retorno del Shah de Irán a su trono. El complot tuvo éxito. El Shah recuperó el poder. Los estadounidenses consiguieron petróleo, junto con un mercado lucrativo para la exportación de armas. El pueblo de Irán fue perjudicado. La libertad y la democracia no prosperaron. El antagonismo que se expresó en noviembre de 1979 en la ocupación de la embajada de EE.UU. en Teherán no fue enteramente sin motivo.

Afganistán. El presidente Obama ha perdido poco tiempo en convertir la Guerra de Afganistán en suya. Como su predecesor promete derrotar a los talibanes. También, como su predecesor, todavía tiene que encarar el papel jugado para comenzar por EE.UU. en la creación de los talibanes. Washington se enorgulleció en su época del éxito que tuvo en la canalización de armas y ayuda a los afganos fundamentalistas que libraban la yihad contra ocupantes extranjeros. Durante los gobiernos de Jimmy Carter y de Ronald Reagan, fue considerado como el colmo de la astucia política. El apoyo de EE.UU. para los muyahidín provocó convulsiones a los soviéticos. También alimentó un cáncer que, con el pasar del tiempo, cobró un penoso precio a los propios estadounidenses – y que hoy tiene a las fuerzas estadounidenses empantanadas en una guerra aparentemente interminable.

Acto de penitencia

¿Si EE.UU. hubiera actuado de otra manera, se habría convertido Cuba en una democracia estable y próspera, un fanal de esperanza para el resto de Latinoamérica? ¿Habría evitado el mundo la plaga de las armas nucleares? ¿Sería hoy Irán un aliado de EE.UU., un fanal de liberalismo en el mundo islámico, en lugar de ser un miembro constituyente del “eje del mal?” ¿Sería Afganistán un país tranquilo, pastoral, en paz con sus vecinos? Nadie, claro está, puede decir lo que hubiera sido. Todo lo que sabemos con seguridad es que las políticas urdidas en Washington por estadistas supuestamente habilidosos, ahora parecen excesivamente imprudentes.

¿Qué pensar de esas ineptitudes? Podríamos sentirnos tentados a mirar para otro lado, preservando así el cuento reconfortante del Siglo Estadounidenses. Debemos evitar esa tentación y tomar el camino contrario, reconociendo abierta, libre y impertérritamente dónde nos hemos equivocado. Deberíamos esculpir ese reconocimiento en la cara de un monumento colocado en la mitad del Mall en Washington: Metimos la pata. Jodimos la cosa. Quedamos como idiotas. Nos dieron por el culo.

Por cierto, deberíamos pedir disculpas. Cuando se trata de evitar la repetición de un pecado, nada funciona mejor que un abyecto arrepentimiento. Deberíamos, por lo tanto, decir al pueblo de Cuba que lamentamos haber arruinado las relaciones entre nuestros países durante tanto tiempo. El presidente Obama debería hablar en nuestro nombre al pedir perdón a la gente de Hiroshima y Nagasaki. Deberíamos expresar nuestro arrepentimiento colectivo a iraníes y afganos por lo que ha ocasionado el pasado intervencionismo de EE.UU.

EE.UU. debe hacer esas cosas sin esperar reciprocidad. No importa lo que puedan decir o hacer los responsables estadounidenses, Castro no admitirá que ha cometido su propia parte de errores. Los japoneses no compararán Hiroshima con Pearl Harbor y dirán que todo está bien. Los mullahs de Irán y los yihadistas de Afganistán no dirán a un Washington arrepentido que lo pasado pasó.

No, les pedimos perdón, pero por nuestro propio bien – para liberarnos de los engreimientos acumulados del Siglo Estadounidense y para reconocer que EE.UU. participó plenamente en la barbarie, locura y tragedia que definen nuestra época. Debemos responsabilizarnos por todos esos pecados.

Para resolver nuestros problemas debemos vernos como somos en realidad. Y eso exige que dejemos de lado, de una vez por todas, las ilusiones encarnadas en el Siglo Estadounidense.

…………

Andrew J. Bacevich es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad Boston. Su libro más reciente: The Limits of Power: The End of American Exceptionalism,” acaba de aparecer en rústica.

Copyright 2009 Andrew J. Bacevich


http://www.tomdispatch.com/post/175065/andrew_bacevich_whose_century_was



Tomgram: Andrew Bacevich, Whose Century Was That?

ShareThis (Click to E-mail this Tomgram, or post to Facebook, Digg, Reddit and many others)

Imagine if, on the day in early April when Jiverly Voong walked into the American Civic Association Building in Binghamton, New York, and gunned down 13 people, you read this headline in the news: "Binghamton in shock as police investigate what some critics call 'mass murder.'" If American newspapers, as well as the TV and radio news were to adopt that as a form, we would, of course, find it absurd. Until proven guilty, a man with a gun may be called "a suspect," but we know mass murder when we see it. And yet, in one of the Bush administration's lingering linguistic triumphs, even as information on torture programs pours out, the word "torture" has generally suffered a similar fate.

The agents of that administration, for instance, used what, in the Middle Ages, used to be known bluntly as "the water torture" -- we call it "waterboarding" -- 183 times in a single month on a single prisoner and yet the other morning I woke up to this formulation on National Public Radio's Morning Edition: "...harsh interrogations that some consider torture." And here's how Gwen Ifill of the News Hour put it the other night: "A tough Senate report out today raised new questions about drastic interrogations of terror suspects in the Bush years." Or as USA Today typically had it: "Obama opened the door for possible investigation and prosecution of former Bush administration officials who authorized the 'enhanced interrogation techniques' that critics call torture." Or, for that matter, the New York Times: "...the Bush administration's use of waterboarding and other techniques that critiques say crossed the line into torture..."

Torture, as a word, except in documents or in the mouths of other people -- those "critics" -- has evidently lost its descriptive powers in our news world where almost any other formulation is preferred. Often these days the word of choice is "harsh," or even "brutal," both substitutes for the anodyne "enhanced" in the Bush administration's own description of the package of torture "techniques" it institutionalized and justified after the fact in those legal memos. The phrase was, of course, meant to be law-evading, since torture is a crime, not just in international law, but in this country. The fact is that, if you can't call something what it is, you're going to have a tough time facing what you've done, no less prosecuting crimes committed not quite in its name.

What we call things, the names we use, matters. How, for instance, we imagine our past affects how we see the present and future, as Andrew Bacevich makes clear below. It's little wonder that Bacevich's book, The Limits of Power, officially published in paperback today, became a bestseller. He has a way of hacking through the verbiage of our world, always heading for reality; he also has a way, as the Chinese used to put it, of "rectifying names" -- that is, bringing reality and naming practices back into sync. Here, for instance, is how, at the end of Limits, he frames Washington's consensus urge to respond to two failed wars and a failing global mission by expanding the U.S. military:

"America doesn't need a bigger army. It needs a smaller -- that is, more modest -- foreign policy, one that assigns soldiers missions that are consistent with their capabilities. Modesty implies giving up on the illusions of grandeur to which the end of the Cold War and then 9/11 gave rise."

Now, let him go to work in the same fashion on our truncated "American Century" (and catch a video of him discussing the subject as well). Tom

Farewell, the American Century

Rewriting the Past by Adding In What's Been Left Out
By Andrew J. Bacevich

In a recent column, the Washington Post's Richard Cohen wrote, "What Henry Luce called 'the American Century' is over." Cohen is right. All that remains is to drive a stake through the heart of Luce's pernicious creation, lest it come back to life. This promises to take some doing.

When the Time-Life publisher coined his famous phrase, his intent was to prod his fellow citizens into action. Appearing in the February 7, 1941 issue of Life, his essay, "The American Century," hit the newsstands at a moment when the world was in the throes of a vast crisis. A war in Europe had gone disastrously awry. A second almost equally dangerous conflict was unfolding in the Far East. Aggressors were on the march.

With the fate of democracy hanging in the balance, Americans diddled. Luce urged them to get off the dime. More than that, he summoned them to "accept wholeheartedly our duty and our opportunity as the most powerful and vital nation in the world... to exert upon the world the full impact of our influence, for such purposes as we see fit and by such means as we see fit."

Read today, Luce's essay, with its strange mix of chauvinism, religiosity, and bombast ("We must now undertake to be the Good Samaritan to the entire world..."), does not stand up well. Yet the phrase "American Century" stuck and has enjoyed a remarkable run. It stands in relation to the contemporary era much as "Victorian Age" does to the nineteenth century. In one pithy phrase, it captures (or at least seems to capture) the essence of some defining truth: America as alpha and omega, source of salvation and sustenance, vanguard of history, guiding spirit and inspiration for all humankind.

In its classic formulation, the central theme of the American Century has been one of righteousness overcoming evil. The United States (above all the U.S. military) made that triumph possible. When, having been given a final nudge on December 7, 1941, Americans finally accepted their duty to lead, they saved the world from successive diabolical totalitarianisms. In doing so, the U.S. not only preserved the possibility of human freedom but modeled what freedom ought to look like.

Thank You, Comrades

So goes the preferred narrative of the American Century, as recounted by its celebrants.

The problems with this account are two-fold. First, it claims for the United States excessive credit. Second, it excludes, ignores, or trivializes matters at odds with the triumphal story-line.

The net effect is to perpetuate an array of illusions that, whatever their value in prior decades, have long since outlived their usefulness. In short, the persistence of this self-congratulatory account deprives Americans of self-awareness, hindering our efforts to navigate the treacherous waters in which the country finds itself at present. Bluntly, we are perpetuating a mythic version of the past that never even approximated reality and today has become downright malignant. Although Richard Cohen may be right in declaring the American Century over, the American people -- and especially the American political class -- still remain in its thrall.

Constructing a past usable to the present requires a willingness to include much that the American Century leaves out.

For example, to the extent that the demolition of totalitarianism deserves to be seen as a prominent theme of contemporary history (and it does), the primary credit for that achievement surely belongs to the Soviet Union. When it came to defeating the Third Reich, the Soviets bore by far the preponderant burden, sustaining 65% of all Allied deaths in World War II.

By comparison, the United States suffered 2% of those losses, for which any American whose father or grandfather served in and survived that war should be saying: Thank you, Comrade Stalin.

For the United States to claim credit for destroying the Wehrmacht is the equivalent of Toyota claiming credit for inventing the automobile. We entered the game late and then shrewdly scooped up more than our fair share of the winnings. The true "Greatest Generation" is the one that willingly expended millions of their fellow Russians while killing millions of German soldiers.

Hard on the heels of World War II came the Cold War, during which erstwhile allies became rivals. Once again, after a decades-long struggle, the United States came out on top.

Yet in determining that outcome, the brilliance of American statesmen was far less important than the ineptitude of those who presided over the Kremlin. Ham-handed Soviet leaders so mismanaged their empire that it eventually imploded, permanently discrediting Marxism-Leninism as a plausible alternative to liberal democratic capitalism. The Soviet dragon managed to slay itself. So thank you, Comrades Malenkov, Khrushchev, Brezhnev, Andropov, Chernenko, and Gorbachev.

Screwing the Pooch

What flag-wavers tend to leave out of their account of the American Century is not only the contributions of others, but the various missteps perpetrated by the United States -- missteps, it should be noted, that spawned many of the problems bedeviling us today.

The instances of folly and criminality bearing the label "made-in-Washington" may not rank up there with the Armenian genocide, the Bolshevik Revolution, the appeasement of Adolf Hitler, or the Holocaust, but they sure don't qualify as small change. To give them their due is necessarily to render the standard account of the American Century untenable.

Here are several examples, each one familiar, even if its implications for the problems we face today are studiously ignored:

Cuba. In 1898, the United States went to war with Spain for the proclaimed purpose of liberating the so-called Pearl of the Antilles. When that brief war ended, Washington reneged on its promise. If there actually has been an American Century, it begins here, with the U.S. government breaking a solemn commitment, while baldly insisting otherwise. By converting Cuba into a protectorate, the United States set in motion a long train of events leading eventually to the rise of Fidel Castro, the Bay of Pigs, Operation Mongoose, the Cuban Missile Crisis, and even today's Guantanamo Bay prison camp. The line connecting these various developments may not be a straight one, given the many twists and turns along the way, but the dots do connect.

The Bomb. Nuclear weapons imperil our existence. Used on a large scale, they could destroy civilization itself. Even now, the prospect of a lesser power like North Korea or Iran acquiring nukes sends jitters around the world. American presidents -- Barack Obama is only the latest in a long line -- declare the abolition of these weapons to be an imperative. What they are less inclined to acknowledge is the role the United States played in afflicting humankind with this scourge.

The United States invented the bomb. The United States -- alone among members of the nuclear club -- actually employed it as a weapon of war. The U.S. led the way in defining nuclear-strike capacity as the benchmark of power in the postwar world, leaving other powers like the Soviet Union, Great Britain, France, and China scrambling to catch up. Today, the U.S. still maintains an enormous nuclear arsenal at the ready and adamantly refuses to commit itself to a no-first-use policy, even as it professes its horror at the prospect of some other nation doing as the United States itself has done.

Iran. Extending his hand to Tehran, President Obama has invited those who govern the Islamic republic to "unclench their fists." Yet to a considerable degree, those clenched fists are of our own making. For most Americans, the discovery of Iran dates from the time of the notorious hostage crisis of 1979-1981 when Iranian students occupied the U.S. embassy in Tehran, detained several dozen U.S. diplomats and military officers, and subjected the administration of Jimmy Carter to a 444-day-long lesson in abject humiliation.

For most Iranians, the story of U.S.-Iranian relations begins somewhat earlier. It starts in 1953, when CIA agents collaborated with their British counterparts to overthrow the democratically-elected government of Mohammed Mossadegh and return the Shah of Iran to his throne. The plot succeeded. The Shah regained power. The Americans got oil, along with a lucrative market for exporting arms. The people of Iran pretty much got screwed. Freedom and democracy did not prosper. The antagonism that expressed itself in November 1979 with the takeover of the U.S. embassy in Tehran was not entirely without cause.

Afghanistan. President Obama has wasted little time in making the Afghanistan War his own. Like his predecessor he vows to defeat the Taliban. Also like his predecessor he has yet to confront the role played by the United States in creating the Taliban in the first place. Washington once took pride in the success it enjoyed funneling arms and assistance to fundamentalist Afghans waging jihad against foreign occupiers. During the administrations of Jimmy Carter and Ronald Reagan, this was considered to represent the very acme of clever statecraft. U.S. support for the Afghan mujahideen caused the Soviets fits. Yet it also fed a cancer that, in time, exacted a most grievous toll on Americans themselves -- and has U.S. forces today bogged down in a seemingly endless war.



Watch the video





Act of Contrition

Had the United States acted otherwise, would Cuba have evolved into a stable and prosperous democracy, a beacon of hope for the rest of Latin America? Would the world have avoided the blight of nuclear weapons? Would Iran today be an ally of the United States, a beacon of liberalism in the Islamic world, rather than a charter member of the "axis of evil?" Would Afghanistan be a quiet, pastoral land at peace with its neighbors? No one, of course, can say what might have been. All we know for sure is that policies concocted in Washington by reputedly savvy statesmen now look exceedingly ill-advised.

What are we to make of these blunders? The temptation may be to avert our gaze, thereby preserving the reassuring tale of the American Century. We should avoid that temptation and take the opposite course, acknowledging openly, freely, and unabashedly where we have gone wrong. We should carve such acknowledgments into the face of a new monument smack in the middle of the Mall in Washington: We blew it. We screwed the pooch. We caught a case of the stupids. We got it ass-backwards.

Only through the exercise of candor might we avoid replicating such mistakes.

Indeed, we ought to apologize. When it comes to avoiding the repetition of sin, nothing works like abject contrition. We should, therefore, tell the people of Cuba that we are sorry for having made such a hash of U.S.-Cuban relations for so long. President Obama should speak on our behalf in asking the people of Hiroshima and Nagasaki for forgiveness. He should express our deep collective regret to Iranians and Afghans for what past U.S. interventionism has wrought.

The United States should do these things without any expectations of reciprocity. Regardless of what U.S. officials may say or do, Castro won't fess up to having made his own share of mistakes. The Japanese won't liken Hiroshima to Pearl Harbor and call it a wash. Iran's mullahs and Afghanistan's jihadists won't be offering to a chastened Washington to let bygones be bygones.

No, we apologize to them, but for our own good -- to free ourselves from the accumulated conceits of the American Century and to acknowledge that the United States participated fully in the barbarism, folly, and tragedy that defines our time. For those sins, we must hold ourselves accountable.

To solve our problems requires that we see ourselves as we really are. And that requires shedding, once and for all, the illusions embodied in the American Century.

Andrew J. Bacevich is a professor of history and international relations at Boston University. His most recent book, The Limits of Power: The End of American Exceptionalism, is just out in paperback.

Copyright 2009 Andrew J. Bacevich

Printer-Friendly Version

No comments: