Guillermo Almeyra
Cuba y Venezuela tienen una economía capitalista regida por un aparato estatal fuerte y centralizado que depende del decisionismo y del verticalismo de un grupo muy reducido de personas, las cuales modifican a su placer las instituciones y controlan el Estado y el partido en que éste busca apoyarse y que se subordina a él. El capitalismo de Estado en estos países no industrializados no es el mismo que el que Engels preanunció durante los tiempos de Bismarck, porque al funcionamiento del aparato estatal como empresa capitalista colectiva se agrega la existencia de una frondosa burocracia, que como hiedra venenosa lo parasita y asfixia, una carencia de técnicos y especialistas que da peso político desproporcionado a la tecnocracia, y la corrupción en todos los poros del aparato estatal.
La burocracia depende, por un lado, de la escasez y del atraso productivo y técnico, que lleva a crear un aparato organizador de la distribución de los bienes escasos. Ese poder arbitrario de decisión le da poder político y, además, la burocracia se hincha y reproduce debido a la escasez de puestos de trabajo productivos en otras ramas de la economía, lo que lleva al gobierno a tratar de paliar la desocupación y buscar calma social nombrando en las ciudades –que son focos potenciales de oposición o de reclamos– decenas de miles de funcionarios innecesarios e improductivos. Pero la burocracia deriva también su peso político y su estabilidad de su servilismo ante el vértice del Estado, cuyas decisiones no discute aunque muchas veces las viola cuando le conviene. Se forma así una pirámide de vasta base, inmóvil y conservadora, porque se dedica a llevar a la práctica, deformándolas según sus intereses, las resoluciones que caen del Olimpo gubernamental. El conservadurismo de esa burocracia y su conformismo se apoyan en la aceptación de los valores del capitalismo, en el egoísmo, el hedonismo, la pasividad ante el mando, la abdicación del acto de pensar y opinar (que hace al ciudadano), la falta de valentía moral, la esperanza de obtener migajas de poder y míseros privilegios. La falta de tradiciones democráticas de países que fueron semicolonias, unidas a una gran desigualdad entre las clases en la preparación cultural (incluso en Cuba, donde la revolución hizo milagros en el campo de la alfabetización y del desarrollo cultural), llevan también al menosprecio de la capacidad de comprensión y de decisión de los trabajadores entre los relativamente pocos que saben
administrar y a convertir a los burócratas en una casta, por sobre el pueblo común, como los sacerdotes o los escribas del antiguo Egipto. Atenas, recordémoslo, nunca tuvo burocracia; Roma y todos los demás estados, en cambio, sí, porque en ellos no hay en realidad ciudadanos que discutan en el ágora todos los problemas de la vida cotidiana o de la alta diplomacia.
La tecnocracia, a su vez, tiene su base material en la escasez de técnicos y especialistas comprometidos con el cambio social, porque los hijos de las clases dominantes o de la alta burocracia emigraron, como en Cuba, o emigran a los países industrializados, como en Venezuela, en busca de mayores ingresos. Como los técnicos no se improvisan y los países semicoloniales, incluso los más industrializados, tienen menos investigación y desarrollo que cualquier gran empresa trasnacional, a pesar de los esfuerzos estatales por crear escuelas politécnicas y tecnología nacional, se necesitan varias décadas para conseguir parcialmente ese objetivo, como lo muestra el ejemplo cubano (con sus avances en la investigación médica). No falta quienes, registrando esta escasez de técnicos y de científicos, crea que el socialismo podrá conseguirse con sólo unir el reforzamiento del Estado con el desarrollo tecnocrático. Pero el socialismo no lo construye el Estado. Éste, por el contrario, es un mal necesario en la primera etapa de la liberación nacional, pero para empezar a construir el socialismo debe debilitarse progresivamente y ceder el campo a la autogestión generalizada. Además, un país y un aparato estatal capitalistas no se transforman en socialistas porque así lo declare algún líder. Porque el socialismo necesita la intervención consciente y plena de los trabajadores; necesita, en una palabra, socialistas. Y éstos se hacen sobre la marcha, mediante un largo proceso cotidiano de educación colectiva en la acción transformadora. La tecnocracia, en cambio, como la burocracia, es individualista y busca resolver los problemas administrativamente con las diversas técnicas de cada sector, los militares al modo castrense, los ingenieros con su enfoque propio y así sucesivamente. Sólo se podrá, pues, reducir el burocratismo y el tecnocratismo elevando a la vez las capacidades técnicas y culturales de los trabajadores de todo tipo y su control-participación en las decisiones técnicas, políticas, administrativas.
El burocratismo y la tecnocracia, al igual que la corrupción que llega a todos los niveles, derivan no sólo de la escasez relativa de bienes, sino también de la influencia sobre toda la población del mercado capitalista mundial y de la hegemonía cultural del capitalismo, con sus valores egoístas y su consumismo. Y, en particular, de esa influencia mundial sobre los privilegiados que miran con envidia los niveles de consumo y de poder aún mayores, existentes en las clases dominantes de los países imperialistas. Por eso no basta el Estado para combatir la corrupción o el burocratismo: sólo la democracia generalizada, los consejos y el poder popular, la planificación de los recursos y la toma de decisiones mediante la autogestión pueden sentar las bases para la construcción del socialismo.
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