En Secuestrados, Julio Scherer García se asoma a la profundidad de los abismos, los propios y los ajenos. Nada como el secuestro, efímero o prolongado, para probar el sabor de la muerte que nos abraza o de la impotencia que encarcela nuestra rabia. De nuevo, Scherer García recurre a la terca memoria y recuerda plagios que han estremecido su vida: el de su hijo, el de amigos cercanos, el del propio fundador de Proceso... Reportero incansable, inagotables su imaginación y su pasión periodísticas, el autor recopila historias cercanas y lejanas, abre expedientes, explora el mundo de secuestradores y secuestrados, evoca momentos emotivos de personajes célebres o apenas conocidos, y ofrece a sus lectores un cuadro más del México de hoy en el estilo realista al que nos tiene acostumbrados. El libro, editado con el sello de Grijalbo por Random House Mondadori, empieza a circular en estos días en todo el país. Adelantamos fragmentos medulares y, en una cápsula, el drámatico arranque del relato del secuestro de Julio Scherer Ibarra.
Existen bandas de secuestradores atípicas en Iztapalapa. Una de ellas es la del Fede, en la que participan mucha chos y niños que se entrenan con armas de alto poder. Se habla ya de niños asesinos, como en la época negra de Colombia, en los años noventa.
Un comando antisecuestros del Distrito Federal cap turó a la mayoría de los integrantes de la banda del Fede. Sin embargo, dos de los líderes escaparon y sus vidas cayeron en el silencio. Un día, imprevisibles, reaparecie ron al frente de nuevas organizaciones criminales. Éstas se multiplican y van extendiéndose inadvertidamente, igual que las epidemias.
De la banda del Fede surgió la del Ratón. De su casi disolución, dos sujetos quedaron libres, el Hugo Boss y el Giovanni. Este último operó desde hace unos quin ce años, aún joven. Estudió Psicología y métodos de manipulación. Buscaba personas de bajos recursos. Las envolvía con el atractivo lenguaje freudiano. Ya bajo su dominio, proponía a sus secuaces que guardaran a la víc tima en la casa de seguridad de la banda, bajo su propio riesgo. Tras los golpes, Giovanni desaparecía.
Algunos de sus cómplices negociaban el rescate y otros lo cobraban. A Giovanni lo identificaban como el líder sin disputa, un absoluto. Ni sus cómplices alcanza ban a comprender cómo y por qué se daban sus apariciones súbitas y sus ausencias sin luz que disipara la sombra que lo envolvía.
La policía detenía a muchos, que encontraba en las casas de seguridad o las rondaban. Era un éxito, mas no significativo. Faltaban los jefes. El jefe.
La historia que sigue me la contó uno de los coman dantes adscritos a la lucha antisecuestros (salvaguardada su identidad por razones irrefutables):
“Identificamos plenamente a dos secuestradores de Giovanni. Además, teníamos fotos y pormenores de la vida de otros dos que habíamos agarrado. A partir de una de las detenciones, obtuvimos el nombre del cabecilla, así como su domicilio y una copia de su licencia de manejar. Teníamos un rostro y avanzábamos en las pesquisas. Finalmente, con firmamos que se trataba de Giovanni. Pero Giovanni tenía un talento especial para ocultarse. Era como una noche que no se ve, porque lo que se ve es la oscuridad.”
Giovanni creció como una figura deslumbrante para los chavos delincuentes de Iztapalapa. Inspirados en él, les era fácil levantar a una persona que tuviera tres o cua tro tortillerías o al dueño de un par de camionetas repartidoras de mercancía o a un sujeto dedicado al comercio de los abarrotes, allá por el rumbo de la Central de Abas tos, para hacerse de 200 mil, 300 mil pesos.
Los muchachos y los niños van aprendiendo, pero no hay aprendizaje sin golpes. Muchos fueron atrapados, pero, bien asesorados, eludían el castigo por su condición de menores de edad.
Conocí a un adolescente de catorce años, cautivo de un joven de diecisiete. Preso uno, guardián el otro. Lar go tiempo quedaban solos y se aburrían. El victimario se distraía con un teléfono celular integrado a una televisión. Platicaban largo y, en una de tantas, el dueño del artefacto le explicó a su víctima el manejo del pequeño aparato. El mayor, ingenuo aún, pregunta a su inevitable compañero: “¿Quieres ver la tele?”. Y luego le ordena: “Voltéate con tra la pared, quítate la venda y mírala sin verme. No vayas a voltear. Mientras ves un programa yo me voy a dormir un ratito”. Cuando el secuestrado escucha los ronquidos de su guardián, tiene en sus manos la llave para ganarse su libertad. Llamó a su madre, que posteriormente entregaría a los judiciales al torpe, crédulo plagiario.
En ese caso fueron detenidos, además, tres niños. Tenían distintas funciones dentro de la casa de seguridad, las mismas que se encomiendan a los adultos: vigilancia, preparación de alimentos, cobro de rescate. Sus edades iban de los nueve a los doce años. Los niños resultan úti les también en los robos, sobre todo de casas habitación, por el tamaño de sus cuerpos, que pasan sin dificultad por ventanas estrechas y resquicios por los que se antoja que sólo podría transitar el aire.
Con el tiempo, los noveles secuestradores van apren diendo y se van endureciendo. Saben de la muerte en los tiempos para jugar.
Para capturar al resto de la banda infantil, y sobre todo a sus cabecillas, fue preciso hacer un seguimiento de las horas en que los niños salen a divertirse. Fueron grabados algunos videos en plena calle y las cintas fueron mostra das al denunciante niño, quien identificó perfectamente al que lo cuidaba, porque lo vio francamente dormido. Pero la detención del vigilante de diecisiete años ofre cía un problema adicional: cuando el plagiario cometió el delito, era menor de edad. Hubo que dejarlo ir y esperar tres meses para que cumpliera la mayoría. Entonces fue detenido, y ubicó otras casas de seguridad en Iztapalapa.
“En otra de las casas aseguramos a cuatro menores más. Les fueron mostradas unas fotografías y admitie ron haber sido enrolados por un chavo al que le dicen el Negro. Situaron el domicilio para garantizar la vigilancia y detener a los responsables de la casa. Aparecieron los datos de once hermanos, indagadas sus referencias a tra vés del IFE, y fue posible identificar al líder, al que segui mos de cerca. Tenía un coche verde. Fueron rastreados los datos del vehículo, como si se tratara de una perso na. Verificada la información, fue fácil llegar al domicilio preciso. Era Giovanni.”
Fue trasladado a la procu. En el trayecto sonó su celular. Contestó un mensaje grabado que decía: “Éste es el número de mi nuevo celular. Atentamente, Giovan ni”. Era claro que a menudo cambiaba los números del celular. Y no hubo mayor problema para terminar con la pesquisa. Los comandos antisecuestros atraparon a otros siete chamacos.
Narra el comandante:
“Giovanni era escurridizo, llevábamos muchos años siguiéndolo, había dejado pistas inconsistentes de otros secuestros. El chico que detuvimos, el que hizo la llama da al celular, nos confirmó que Giovanni había matado a un secuestrado. Suponemos que éste se quitó la ven da y cuando vio que su captor era un chamaco, se le fue encima. Pelearon, y Giovanni lo mató. La víctima tenía ochenta años. Después arrojaron el cadáver cerca de un tiradero de basura.”
Es terrible mirar cómo nos vamos pareciendo a la Colombia de las peores épocas, las de la incorporación de los niños a delitos como el robo, el chantaje y el secues tro, sin pasar por alto a los pequeños sicarios, aquellos que asesinaban por encargo a cambio de unos dólares.
Está surgiendo una nueva modalidad del ilícito: la extorsión mediante menores de edad. Los jóvenes iden tifican a una persona con recursos, disparan ráfagas de metralleta contra su casa o el vehículo que manejan y huyen a toda velocidad en su propio carro. Posterior mente, llaman a sus víctimas, amenazantes: “Para la otra les vamos a dar de a deveras, así que éntrenle con tanto”.
En busca de más información acerca de lo que vive Iztapalapa, pregunté si los niños y adolescentes delin cuentes manejan armas de alto poder.
La respuesta fue contundente:
“Por lo regular, los muchachos están dirigidos por miembros de bandas muy fuertes”. Son las famosas “mamás”, que las hay en la cárcel y fuera de ella. “Estos cuates, las ‘mamás’, se dedican a robar vehículos y a pres tar armas. También les enseñan, pero muchas veces son los propios menores infractores los que por sí mismos se inician en el manejo del armamento. Aprenden junto con sus hermanos, primos o amigos así sean menores que ellos.
“Existe un arma famosa, la ametralladora Intrapeg, de 9 mm. La distribuye una empresa no muy rigurosa, pero con una producción alta de ese tipo de armas. La fábrica se llama Intrapeg Miami-Florida. Ha habido muchas de estas armas entre muchachos y niños, cada vez más dies tros en su manejo. También se valen de las comunes o normales, siempre a su alcance. Son las Colt .22 y .25. Las llaman hechizas, quizá porque provienen de fábricas muy pequeñas, trabajadas a un costo más barato y de material corriente. En suma, fáciles de manejar por los chavos.”
Cuenta el comandante:
“Joel, el Abuelo, tenía nexos con el Vale, un gran dis tribuidor de mercancía robada. En sus inicios, el Vale fue secuestrador, después se volvió comprador en Tepito y organizó bandas para que robaran en diferentes partes de la ciudad y le entregaran el botín.”
Joel es el mayor de tres hermanos. Se decía que de la noche a la mañana se había vuelto rico. Hablaban de un robo de efedrinas, incluso se mencionaban muertos. De un laboratorio se robaron unos tambos, asesinaron a los guardias, policías. Se asumía su autoría material.
Joel, el nuevo rico, inauguró dos antros que pronto cobraron fama. Uno sobre la carretera México-Puebla y el otro en Los Reyes, Estado de México: “El Castillo del Abuelo” y “La Casa del Abuelo”. Se aprecian del lado derecho de la autopista, a la altura de Chalco. Abrió tam bién varios salones de fiesta en Iztapalapa. Joel movía su dinero, lo invertía.
Llevaba algún tiempo separado de su esposa. Pro crearon una niña, ya de diecisiete, y un niño, hoy de seis años.
Cierto día, levantaron a la señora, a la hija y al niño, que volvían de un paseo sabatino. El plagiario amenazó la integridad física de la esposa y los hijos de Joel, y dejó muy claro que conocía bien su estilo de vida y la forma como éste se había hecho de dinero.
El secuestrador le aconseja a su víctima: “No te hagas pendejo, yo sé muy bien que tú tienes dinero, que te pasaste de listo, que incluso debes unos muertitos y tú sabes muy bien dónde tienes el dinero. Así que, o me das 10 millones por tu familia o no te los voy a devolver”. Ante las amenazas, que iban subiendo de tono y grado, Joel denuncia el triple plagio ante la procuraduría.
La negociación verbal se prolongó un mes. Termina da la paciencia del plagiario, cortó dos dedos a la señora y se los envió a Joel.
–¿Dónde había dejado los dedos?
–En el perímetro de Iztapalapa. Ahí se forma un cuadro que va desde Canal de San Juan, Zaragoza, Ermita y otra vuelta hacia el perímetro de San Juan. Es un reco rrido que se hace ahí en Iztapalapa. Ahí dejan dos dedos. Y siguen las negociaciones.
–¿Le avisó el esposo de la víctima que había dos dedos?
–Le dijeron: “Te voy a mandar un regalito para que veas que es cierto”. De hecho, este secuestrador es lépe ro, obsceno. Llegó a decir que les iba a cortar la cabeza a la mujer y a los hijos y que mandara a la goma a los puercos de ahí.
–¿Los puercos son los policías?
–Los puercos son los policías. Pero la tragedia sigue. El secuestrador le advierte a Joel: “Te voy a mandar otros dos regalitos de la niña y luego otros dos de la mamá”.
–¿Los mandó?
–Mandó en total seis dedos. Uno era de la niña y cinco de la mamá. En el momento en que le mutilaron el dedo a la niña, la mamá se opuso. Pide y suplica que se los corten a ella, pero que a su hija no la hagan sufrir más. A la niña le quitan un solo dedo, pero a la mamá le mutilan los cinco, incluyendo el dedo gordo. “Si te lo corto, ya no te va a servir tu mano, ¿eh?”, le advierten. “No me importa, corta todos los de mis manos y mis pies, pero a mi niña no la toques”. Y cortan los de la señora.
–Y Joel, ¿qué hace?
–Todos los días revalida su denuncia y el horror de los últimos días. Estaba al pendiente, apoyó a los judiciales en muchas situaciones. Todo lo que necesitaban, incluidos teléfonos, Joel lo conseguía. Lo que a nosotros nos retra saba, también lo conseguía. Se puede decir que cincuenta por ciento de los avances de la investigación fue gracias a Joel y el otro cincuenta por ciento se nos atribuye a noso tros. Además, a algunos policías nos motivaba el hecho de tener hijos de las mismas edades que los plagiados.
Termina el comandante:
“A mí me ha tocado vivir cosas como éstas: me abraza un señor, siento la contención del papá cuando rescato a su hijo sin un dedo y le digo: ‘Aquí está, jefe, no comple to’. Y el señor me abraza con una emoción, con un sentimiento ahogado, con un llanto que quiere reprimir por su condición de padre. Eso me conmueve, me compensa de muchos sufrimientos, sacrificios que yo hago con mi familia. Para eso me pagan, ésa es mi pasión, lo sé.
“Mi esposa a veces no lo entiende, mi familia tampo co. ‘¿Por qué das tanto para allá y a tus hijos y tu familia nos tienes relegados?’, reclama. Mi gente no lo entiende, pero esto es lo que me llena. Así quiero vivir. Va a llegar un momento en que ya no lo voy a poder hacer, tal vez me jubile, me pensione o termine muerto. Entonces ya no voy a sentir esa plenitud.
“Atrapar a un delincuente es mi obsesión. Hay uno que traigo en mente: tortura y mata. Lo tengo que agarrar y lo voy a lograr. O me muero en el intento.”
–Cuando lo agarre, ¿me avisa?
–Si lo agarro, le aviso.
Proceso
24/08/2009
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