Botín de guerra
En amplias zonas del norte del país, en particular aquellas donde el narcotráfico domina, las mujeres son víctimas de una violencia crecientemente brutal. Secuestros, desapariciones, violaciones, asesinatos, son cosas de todos los días, saldo inevitable de una guerra en las que las mujeres, como en los viejos tiempos revolucionarios, son una especie de botín para uno u otro bando. Ni el Ejecutivo federal ni los gobiernos de Chihuahua, Coahuila y Durango han mostrado tener entre sus prioridades el asunto.
Tiene un arete en la nariz, luce aretes largos y lleva la falda del uniforme de la secundaria enbastillada hasta convertirla en una coqueta minifalda. Cumplió 16 años y era aficionada de los bailes hasta que le entró el miedo de “gustarle” a algún empistolado y de ser secuestrada y violada, como ha escuchado que le ocurrió a otras muchachas.
“Ya nadie sale a la calle, en cualquier momento te pueden agarrar y te llevan a ‘trabajar’ o te hacen cualquier cosa. Eso pasa porque nos ven que somos mujeres, porque a cualquier muchacha que les gusta se la llevan, y a veces amanecen muertas o regresan traumadas”, explica la adolescente, entrevistada en su salón de clase.
Cuando se le pregunta quién les hace eso, como respuesta alza los hombros. No dice más. Otra compañera del salón, con aretes grandes en forma de estrella y pulsera de Kitty, completa la información: “Ellos las agarran y se las llevan, las violan, ya ni las entregan. A veces sí, a veces no. A mí no me ha pasado nada porque mis primos me cuidan cuando salgo”. Entonces la primera estudiante agrega: “Más que nada los papás nos dicen que ya no salgamos”. Las amigas que escuchan la conversación asienten.
Las jóvenes estudian tercero de secundaria en la escuela Lázaro Cárdenas, de Torreón, Coahuila, y viven en las colonias La Durangueña y Cerro de la Cruz, al poniente de la ciudad: precisamente la zona montañosa que se disputan la gente de Los Zetas y la de El Chapo, y a donde a veces el Ejército despliega operativos en busca de drogas.
“Hubo una muchachita de unos 17 años que se la levantaron un sábado y la devolvieron un martes. Cuando apareció la dejaron desnuda en La Unión, loca. Ni ella ni su familia dijeron nada, no pusieron denuncia; como están las cosas, uno prefiere no enterarse”, narró otra vecina, una joven que trabaja en el Museo Casa del Cerro, ubicado en el epicentro de la lucha entre cárteles.
Por esas narraciones parece que viven lo que sus abuelas vivieron en tiempos de la Revolución, en esos mismos cerros: cada vez que llegaban los hombres empistolados, las mujeres corrían a esconderse en sus casas; los papás ponían trancas en la puerta y vivían con el miedo de que alguna de sus hijas se le antojara a esa gente.
Las mismas pesadillas que narran las mujeres de Torreón y las de Gómez Palacio, Durango, las comparten otras en varios pueblos y ciudades en Chihuahua y Baja California.
Feministas, académicas, médicas y funcionarias han detectado que en las zonas disputadas por los cárteles y por el Ejército no sólo han aumentado las extorsiones, los secuestros, robos, levantones, tiroteos o asesinatos. Debajo del estruendo general de la narcoviolencia se presentan otras modalidades de violencia contra las mujeres, más ocultas, menos ruidosas, casi imperceptibles y poco denunciadas: ocurren violaciones sexuales y asesinatos cometidos con la saña del crimen organizado, además de que repuntan las listas de desaparecidas.
En esas zonas las mujeres la están pasando especialmente mal. Dicen que son “botín de guerra”.
“Sabemos de algunas muchachas que estaban en las calles –dos en la ciudad de Chihuahua, una en Cuauhtémoc y dos en Madera (en la Sierra Tarahumara)–, a las que levantan muchachos jóvenes, en buenas camionetas cerradas tipo Explorer, bien vestidos, armados. Las llevan a un despoblado, las violan entre todos y las tiran. No sabemos si son sicarios o simples bandas”, dice un activista chihuahuense que trabaja en la zona serrana y pide el anonimato: “Si dice quién le dijo esto vienen y nos matan”.
Uno de los crímenes que relata fue cometido por sicarios enrolados en un cártel, y la víctima del abuso sexual los conocía. Otro caso terminó en mutilación, como castigo porque ella se atrevió a poner una denuncia ante las autoridades. En uno más, la mujer secuestrada fue llevada a otro estado, donde es obligada a vender droga.
Este activista no es el único enterado de este tipo de hechos aún sin registro. En Chihuahua, el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, presidido por Luz Estela Castro –una conocida activista en el tema de los feminicidios de Ciudad Juárez–, también ha recibido noticias sobre víctimas de violaciones sexuales tumultuarias, ya sea porque algún familiar lo narró, porque ellas acudieron a hacerse pruebas de enfermedades de transmisión sexual o porque pidieron informes sobre la interrupción del embarazo.
“Tenemos casos de mujeres que han sido secuestradas por grupos armados con armas de alto poder, con extrema violencia física y sexual, violadas tumultuariamente y luego tiradas, y que por obvias razones se niegan a denunciar. No tenemos información de quiénes son los culpables, pudieran ser del Ejército, sicarios, paramilitares... (Las víctimas) sólo nos dicen que son grupos armados”, dice Castro en la Ciudad de México, días después de haber concluido la caravana feminista “Ni una muerta más”, que recorrió el país.
La activista comenta que no se sabe mucho de lo que les está ocurriendo a las mujeres en la zona serrana de Chihuahua, considerada tierra de nadie, aunque a veces su centro de derechos humanos recibe testimonios de la situación. Pone un ejemplo:
“Estaba dando una charla en el Tec de Monterrey y una chica de Namiquipa (en la zona serrana) me interrumpió y me dijo que me quedé corta con la descripción. Nos dijo: ‘Mi mejor amiga le gustó a esos que están empistolados y su papá se la tuvo que llevar a Estados Unidos’. En eso se le quebró la voz; ella tampoco puede regresar”.
A la socióloga Rosario Varela, maestra investigadora de la Universidad Autónoma de Coahuila (UAdeC), sus alumnas también le han confesado su miedo.
“Cuando uno platica con las chicas, manifiestan miedo, se maneja que en los antros las levantan para violarlas, y nadie dice nada por el contexto de violencia general que hay. Las mujeres están en toque de queda, a las 11 de la noche tienen que regresar a sus casas, pero la hora no es garantía de nada. La violencia contra las mujeres ha pasado inadvertida, se ha perdido en el conjunto de la expresión general de la violencia”, dijo la maestra Varela a esta reportera.
Otra apreciación tiene el exvisitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos para Ciudad Juárez, Gustavo de la Rosa, quien hasta octubre denunció las violaciones a los derechos humanos cometidas a raíz del Operativo Conjunto Chihuahua. Él considera que las violaciones a mujeres no son generalizadas.
“Eso es accidental. Si fuera un patrón masivo como el de Serbia o Kosovo, donde había una campaña para llegar y violar mujeres y provocar de esa manera la destrucción de una raza, el fenómeno sería evidente. Yo no he encontrado ese patrón ni he recibido una sola queja de violación. Sin embargo, es verdad que las que más han sufrido en todo esto son las mujeres, porque son la parte ofendida del homicidio. Si tienes 4 mil muertos, tienes 4 mil ofendidas por el delito y siempre las ves llorando a sus muertos, buscando a su familiar desaparecido, con el sufrimiento a cuestas, ellas son las que vieron cómo se llevaron a su esposo o a su hijo, cómo lo golpearon antes de matarlo o desaparecerlo, o son las que quedaron viudas y con hijos”, explica.
Nuevas desaparecidas
El 7 de diciembre de 2008, en el centro de Ciudad Juárez, desapareció Brenda Lizeth Vera Castro, que tenía 22 años y había ido al centro a comprar zapatos. El 6 de enero de 2009, la segunda: Brenda Berenice Castillo García, de 17 años, cuando buscaba trabajo por los mismos rumbos. A los 18 días tocó turno a la tercera: Brenda Guadalupe Méndez Ochoa, de 16, también iba hacia el primer cuadro de esa ciudad.
Las tres Brendas están en la lista de las 25 desaparecidas que este año registraron las organizaciones juarenses. En esta lista hay también dos Karlas, dos Alejandras y tres Guadalupes.
“La violencia contra las mujeres ha aumentado, pero desafortunadamente, con la situación de tanta violencia que está viviendo Juárez y tanta ejecución, el tema de las mujeres ha sido anulado. Vemos que muchas siguen muriendo, siguen desapareciendo”, lamenta Irma Casas, directora operativa de la organización Casa Amiga.
En la base de datos que diariamente alimenta la investigadora Julia Monárrez, del Colegio de la Frontera Norte, registró 15 mujeres desaparecidas en Juárez en 2008, y hasta junio de 2009 llevaba 25. Ella nota una diferencia entre las desapariciones de antes y las que ocurren en estos tiempos violentos: “Siguen desapareciendo mujeres en Juárez pero ahora sus cuerpos no aparecen. Antes sí aparecían”.
Según sus estadísticas, en 2007 cuatro mujeres fueron asesinadas en esa frontera por el crimen organizado (lo que no quiere decir que formaran parte de las redes del narcotráfico) y en 2008 su número se disparó a 53. De éstas, 12% fue por deudas, 4% en medio de una balacera, 44% por narcotráfico, 16% por presencia circunstancial, 3% en represalia por denunciar y de 21% no hubo datos en la prensa.
A pesar de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó el pasado 19 de noviembre al Estado mexicano por la negligencia que mostró para resolver los feminicidios que desde 1993 se cometen en esa ciudad, la misma situación de hace una década sigue prevaleciendo.
“El Estado está demandado ante la Comisión Interamericana por eso mismo, y lo sigue haciendo. Cuando escuchamos a las mamás (de las nuevas desaparecidas) escuchamos las mismas historias que hace 10 años: que las autoridades no les creen cuando ponen sus denuncias; que no hacen nada para buscarlas, que pierden las primeras horas, que son las más valiosas; rotan a los policías que investigan; no comparan listas de asesinatos con desapariciones; cada investigador trabaja su caso aislado; la carga de las investigaciones recae en la familia. Hay maltratos, simulación, minimización, no aceptación del problema, y por todo lo demás que está pasando en Juárez, no se investiga”, dice Castro.
Ella considera que deben investigarse las ramificaciones del crimen organizado, porque las redes de la venta de drogas y de armas posiblemente se utilicen para la trata de personas. Esta queja no es exclusiva de Chihuahua, la comparten también agrupaciones de familiares de desaparecidos de Baja California.
“Tenemos una lista de desaparecidos pero no hay investigaciones porque tienen miedo de investigar a los narcos. Es un secreto a voces que muchas mujeres han sido desaparecidas para meterlas a la trata de personas, pero las familias tienen miedo de denunciar y las autoridades se hacen de la vista gorda cuando ven alguna señal del crimen organizado”, informa Fernando Oceguera, de la Asociación Ciudadana contra la Impunidad, que se dedica a buscar desaparecidos en Tijuana.
Como ejemplo mencionó el secuestro, en mayo de 2007, de siete edecanes de un bar de Tijuana, de las que se desconoce su paradero. A su vez, la Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, de Mexicali, tiene registrados dos casos en que los narcotraficantes iban por alguien pero se llevaron a familias enteras, con esposas e hijos.
Mujeres como propiedad
El 1 de agosto, cuando salía de su casa, la modelo Adriana Ruiz Muñiz fue secuestrada en Tijuana por un comando armado y su cuerpo se encontró enterrado en un basurero. Había sido torturada, mutilada de los dedos y decapitada.
Según la Procuraduría de Justicia de Baja California, los autores materiales del asesinato están al servicio de Teodoro García Simental, El Teo, representante del cártel de Sinaloa en Tijuana.
El 29 de noviembre, en la vecina ciudad de Ensenada, fue encontrado el cadáver de la edecán Karla Priscila Carrasco Agüero, de 25 años, que presentaba dos impactos de arma de fuego en la muñeca derecha y el parietal derecho. La procuraduría estatal la identificó como “novia” de un peligroso sicario y se rumoró que éste era El Teo.
El pasado 12 de noviembre, en las paredes de la escuela Emilio Carranza de Ciudad Juárez amanecieron unos grafitti en los que un cártel advertía que rompería el acuerdo de respetar a las familias de los rivales, ya que la hermana de uno de su banda había sido asesinada.
Los tres hechos tienen un dato común: las víctimas estaban emparentadas o relacionadas sentimentalmente con narcotraficantes, y quizás ese fue su único delito.
“Ese tipo de homicidios de género es nuevo en el contexto del crimen organizado, aunque en México (esos crímenes) se aplicaron desde hace más de 30 años. Durante la guerra sucia era común que mataran mujeres por ser familiares de guerrilleros o líderes sociales opositores; ahora, el narco comenzó siguiendo esos mismos patrones… Hay una gran cantidad de mujeres desaparecidas en conflictos sociales, aunque nunca tuvieron un papel protagónico, sólo por estar vinculadas a un hombre que sí lo tiene”, advirtió la semana pasada la exlegisladora Marcela Lagarde, quien dirigió en la Cámara de Diputados la Comisión Especial de Seguimiento a los Feminicidios.
El médico y analista forense Alfredo Rodríguez García, profesor huésped de la Universidad Complutense de Madrid, explica que 6% de las 16 mil personas ejecutadas durante este sexenio son mujeres, y que algunas de las asesinadas trabajaban como burreras (distribuidoras de drogas), otras tenían relación con narcotraficantes y fueron eliminadas por la información que poseían, y casi 40% eran pareja de narcotraficantes y murieron por violencia doméstica.
No por nada, los refugios para las mujeres víctimas de violencia intrafamiliar en el país han tenido que reforzar puertas, construir vallas, instalar cámaras y contratar seguridad privada, porque sufren cada vez más ataques de narcotraficantes que quieren entrar a vengarse de sus parejas.
“El capo tiene control del área geográfica y de la gente. La mujer pasa a ser propiedad de él, no importa si es amante, su amasia o esposa; si se quiere divorciar o no regresa, la pueden matar a ella, a veces a sus amigas y hasta al abogado. En Tijuana a una modelo le cortaron las piernas por haber sido infiel, para que todas sepan que no debes engañar al que tiene el control”, explica el especialista, que trabajó de 2000 a 2004 en la investigación de los feminicidios de Juárez.
Él considera que en algunos homicidios de mujeres que tienen la firma del crimen organizado –como la extrema crueldad o la mutilación –, las víctimas no tienen relación con ese tipo de delitos y sólo fueron asesinadas para utilizarlas como “mensaje” al gobierno o a la población.
Por esta situación, dice la exlegisladora Angélica de la Peña, “las mujeres se han convertido en un botín de la lucha entre las distintas mafias de narcotraficantes en algunas partes del país… Pareciera que ahora están dando mensajes de mayor dureza a sus contrincantes donde más les duele: matando a mujeres vinculadas con una u otra banda. Y es muy grave”.
Para la investigadora de la UAdeC Rosario Varela es necesario utilizar los mecanismos que permite la Ley de Acceso a una Vida Libre de Violencia para activar un código rojo, una especie de alerta de género, porque la violencia sistemática se dirige específicamente contra las mujeres en varias regiones.
Otras de sus propuestas son: incluir a las dependencias encargadas de proteger a las mujeres en el monitoreo y la delineación de las estrategias políticas antinarco, llevar un conteo puntual para desglosar los perfiles de las víctimas femeninas de la narcoviolencia, atender a las esposas de ejecutados que se quedan con hijos y armar campañas publicitarias para alertar a las jóvenes sobre el riesgo que corren al involucrarse sentimentalmente con las personas dedicadas al crimen organizado.
Este diagnóstico lo conoce bien el gobierno, pues la propia comisionada nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, Laura Carrera, declaró el 22 de noviembre, en Chihuahua: “Las mujeres se están volviendo el botín, digamos, de guerra entre las bandas, y donde no ha habido todavía respuestas de nuestros gobiernos”.
Sin embargo, para la exdiputada De la Peña “es lógico que ocurra esto cuando hay casos de mujeres asesinadas que no son atendidos, si no hay justicia, si no concluye la averiguación previa ni se castiga a los delincuentes, el mensaje que las autoridades están mandando es que cualquier persona puede hacer lo que quiera contra una mujer y no va a pasar nada. Es como un búmerang. Y esto ocurre en todo el país”.
A pesar de las declaraciones que el 25 de noviembre hicieron los funcionarios públicos en la conmemoración del Día Internacional para Erradicar la Violencia contra las Mujeres, la activista Lucha Castro opina: “Al gobierno lo único que le importa es ganar la guerra, y las mujeres van al costal de los costos colaterales, junto al cierre de las empresas, junto a las extorsiones y los secuestros, metidas entre todo eso van las mujeres. Y así naturalizan lo que está pasando y lo justifican”.
Proceso
30/11/2009
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