Pedro Miguel
Primero fue la revelación de que el góber precioso había participado en una conjura para violar los derechos humanos de una periodista. En un primer momento, cuando millones de ciudadanos escucharon el intercambio obsceno entre las voces rasposas y muy machas de Mario Marín y de Kamel Nacif, se dio por hecho que el primero no resistiría la revelación y que no lograría sostenerse en el cargo. No se tomó en cuenta, en el cálculo, la pertenencia del ejecutivo estatal y el federal a un mismo partido bicápite y tetracolor (verde, rojo, blanco y azul) que, desde tiempos ancestrales, tiene como principal divisa, objetivo y razón de existencia perpetuarse en el poder, incluso si para ello hay que recurrir a la complicidad y el encubrimiento, y que con ese propósito evita, siempre que resulte humanamente posible, las fisuras entre sus filas.
Luego se supo que el secretario de Gobernación había protagonizado un escandaloso conflicto de intereses cuando era presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados, y después, cuando ocupaba el cargo de subsecretario del ramo, y no tuvo empacho en firmar, como representante de las empresas energéticas de su familia, contratos jugosos con el gobierno federal. El escándalo neutralizó de inmediato al funcionario y la Secretaría de Gobernación quedó acéfala por largos meses, porque se había hecho evidente que Juan Camilo Mouriño carecía de la solvencia moral para hacerse cargo de la gobernabilidad del país. Los únicos que no se enteraron fueron el propio Mouriño y su jefe inmediato, Felipe Calderón, quienes continuaron en la creencia de que el primero seguía al frente de los asuntos en el Palacio de Cobián. De hecho, la simulación persistió hasta el día de su muerte, prematura, por desgracia, y el episodio fue rematado por la erección de una estatua discursiva, y forzosamente efímera, en memoria del difunto.
Se ha tenido noticia, también, de un gobernador que saca decenas de millones de pesos del erario para destinarlos a la construcción de iglesias de su preferencia y que, cuando es descubierto con las manos en la masa, manda a las voces críticas a chingar a su madre; de otro que ordena taladrar una pirámide milenaria para fijarle aditamentos de bailarina de Las Vegas; se ha sabido de un secretario de Seguridad Pública que se rodea de un equipo de infiltrados del narco sin por ello perder su santidad personal. Estas revelaciones, que en la tierra prometida de la democracia desembocarían en la renuncia inmediata o la remoción rápida de los protagonistas, en el sistema político mexicano son neutralizadas por el poderoso blindaje facial de los gobernantes que en lenguaje llano se llama cara dura.
El episodio más reciente es el del secretario de Comunicaciones y Transportes, Luis Téllez, quien, en una conversación privada, reveló que su ex jefe Carlos Salinas se había clavado la mitad de la partida secreta asignada a la Presidencia. Cuando la plática se hizo pública, Téllez no confirmó el señalamiento pero tampoco lo negó, sino todo lo contrario: se hizo bolas. Quedó, eso sí, exhibido como un hombre de deslealtades cruzadas; fue desleal con Salinas, por chismear sobre sus raterías; fue desleal con las instituciones, por no ponerlas al tanto de lo poco o mucho que sabía al respecto; es desleal con el país porque, sabedor del saqueo rutinario de las arcas públicas por parte de los gobernantes de primer nivel, opta por callarse y seguir habitando las esferas de ese poder depredador, y es desleal incluso con su patrón actual, porque sabe perfectamente que se ha vuelto un lastre político para un gobierno de por sí desprestigiado y descompuesto.
No hay mucho que agregar sobre Salinas, quien sigue empeñado en desodorizar su paso por el poder, en borrar las huellas de sus uñas en el erario –crucen la conversación de Téllez con la agria polémica entre los hermanos Adriana y Raúl, divulgada hace unos años, en torno al origen y la posesión de aquellos célebres dineros depositados en Suiza–, en apostar a la amnesia social y en venderse como un hombre propositivo y bien intencionado.
Conforme se agravan las tropelías de los personajes del poder, se solidifica el pegamento de complicidad que los mantiene inamovibles en un muégano gobernante que da abrigo, además, a una extensa nomina de ex funcionarios (Salinas, Zedillo, Fox & Bribiesca, Gil Díaz...) y se manifiesta, hacia la sociedad, como un blindaje facial a prueba de bombas atómicas. Todos tienen mutuas colas que pisarse, conversaciones que revelar, munición para el escándalo: si Téllez sabe lo que sabe de Salinas, hay que imaginarse lo que le conocerá a Calderón. Parece razonable suponer que, al igual que Marín, que Ruiz, que González Márquez, que Peña Nieto, que García Luna, que Mouriño, se mantendrá (y será mantenido) en el cargo que detenta. Hagan sus apuestas.
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