Lleva dos años y nueve meses en la cárcel. Habita una celda de tres metros por dos, en el módulo 3 del penal de alta seguridad del Altiplano. Purga una condena de 112 años y seis meses de prisión. Se llama Ignacio del Valle.
En su morada no hay noche ni día. La luz está encendida siempre. A veces disfruta de 35 minutos de sol diarios. Le revisan la correspondencia y los mensajes que le llegan. Lo someten a revisiones humillantes. Por su crujía se pasean 10 o 15 vigilantes encapuchados con perros. Le quitan sus escritos y los rompen. No sabe lo que sucede afuera. Puede hablar por teléfono 10 minutos a tarifas altísimas. A menudo, los guardias reducen ese tiempo a sólo siete u ocho minutos. Cuando sus parientes lo visitan, los custodios se prodigan en los malos tratos. Su padre y su hermano murieron estando él en prisión.
Nunca ha robado ni matado a nadie. No consume drogas ni las vende. No extorsionó a ninguna persona. Es un hombre honesto. Es un luchador social que defiende las tierras de su pueblo. No es delincuente. Sin embargo, comparte prisión con los más peligrosos criminales del país: asesinos, narcotraficantes y secuestradores.
Está acusado de los delitos de secuestro, ataques a las vías generales de comunicación y secuestro equiparado. Fue detenido sin orden de aprehensión en una casa de la ciudad de Texcoco, estado de México, a varios kilómetros de distancia de su hogar, en San Salvador Atenco. Su verdadero delito fue protestar para defender a su pueblo; no rendirse.
Ignacio del Valle es campesino, serigrafista, carnicero y padre de familia. Durante años fue obrero en la zona industrial de Ecatepec. Laboró en empresas como Guanos y Fertilizantes. El trabajo era rudo y la paga escasa. En 1981 fue promotor de educación física en la zona de Ixtapaluca.
Hasta su detención, sembró una pequeña parcela de una hectárea de riego en su pueblo natal, San Salvador Atenco. De ella sacaba maíz, frijol, calabaza y hortalizas. A pedido, cocinaba barbacoa de borrego, res, puerco y pollo. Montó en su pueblo un taller de serigrafía, donde estampaba bermudas. Le iba bien cuando no había competencia, pero en cuanto comenzó a entrar el bordado el trabajo escaseó.
Ignacio nació el 31 de julio de 1953 en el seno de una familia como la que él formó después. Su padre era campesino y carnicero. Tuvo seis hermanas y un hermano. Con muchos sacrificios, sus padres lograron dar educación a todos: una es normalista, otra doctora; una, modista; la otra, secretaria. Él estudió sociología en la UNAM, pero no pudo terminar la carrera.
Convencido de la importancia de la educación, de joven, en su pueblo, junto a otros tres o cuatro amigos, se dedicó a alfabetizar a la gente de más edad que no sabía leer ni escribir. Se trataba de que salieran adelante. Abrieron primarias, secundarias y una preparatoria abierta. Querían llevar la cultura al pueblo. Formaron una biblioteca popular promoviendo el kilómetro de libros. Su gran sueño, establecer una universidad en su región, está pendiente.
Él y sus compañeros fundaron un grupo de apoyo comunitario. Ayudaban al pueblo y a su gente. Cuando algún vecino estaba muy grave y no tenía dinero lo metían al hospital. Para pagar la cuenta, juntaban 10 o 15 hombres y mujeres y donaban sangre. Ayudaban a gente que no conocían.
San Salvador Atenco era, a finales de la década de los 60, una comunidad rural ubicada a escasos 35 kilómetros de la ciudad de México que sufría los embates de la urbanización salvaje. Era un municipio desprovisto de servicios, cercado por la especulación urbana. Pero era, también, una localidad en la que sus habitantes, a decir de María Trinidad Ramírez, esposa de Ignacio, se sentían seguros. “Uno nació allí –asegura ella–. Puede caminar por donde sea sin causar problemas o que nos los causen. Somos libres. Es nuestro territorio. Sabemos lo que nos corresponde. Lo queremos y lo conocemos.”
En Atenco había unidad y respeto. Sobrevivían muchas costumbres de sus antepasados. Estaba vivo el amor a la tierra, la que les da vida
, y a la que se ve como un legado que hay que cuidar y traspasar a hijos y nietos. Aunque formalmente la presidencia municipal estaba en manos del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la comisaría de bienes ejidales y la junta de agua potable eran controladas por los ejidatarios y el pueblo.
Como ha explicado Damián G. Camacho Guzmán, antes de que, en 2001, los pobladores de ese municipio se movilizaran para defender sus tierras del decreto expropiatorio para construir el aeropuerto y formaran el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, habían vivido un largo proceso previo de luchas comunitarias, municipales y regionales. En ellas fundaron organizaciones como la Unión Social Cultural de Atenco, Habitantes Unidos de San Salvador Atenco, Frente Popular Región Texcoco y el Frente Popular del Valle de México.
La movilización social permitió arrancar a los distintos gobiernos la solución a sus demandas más sentidas: pavimentación, canchas deportivas, hospitales, biblioteca, auditorio, agua potable. Simultáneamente, se convirtió en la vía para enfrentar, con éxito desigual, aumentos en los impuestos prediales, expropiación de terrenos, construcción de carreteras sobre tierras ejidales y el trasvase de sus acuíferos a la ciudad de México.
Ignacio del Valle estuvo al frente de estas luchas. Ejerció un liderazgo genuino y desinteresado. Lejos de corromperse, se mantuvo fiel a su comunidad. Defendió las tierras de su municipio cuando unos cuantos poderosos quisieron hacer grandes negocios con ellas.
Ignacio es un artista nato. En el penal dibuja sobre papel con bolígrafo y, cuando puede, colorea sus obras. Escribe también largas cartas. En una de ellas, enviada a sus compañeros el 22 de octubre de 2008, escribió: ¡Del tamaño de nuestra sentencia, de este mismo es el miedo que nos tienen!
No le falta razón: la monstruosidad de su condena es una advertencia a todos aquellos que se atreven a decir al poder: ¡no!
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