Monday, April 27, 2009

Crisis Económica Global

¿Hasta cuándo?, ¿hasta dónde?

OSVALDO MARTÍNEZ*

A partir del verano del 2008 la crisis económica capitalista ha avanzado con rapidez desde una crisis sectorial de valores inmobiliarios en Estados Unidos, que devino poco después crisis financiera en ese país, para extenderse de inmediato a todo el mercado financiero globalizado y por último, revelarse como la crisis económica global que hoy envuelve a la economía real y hace sentir sus efectos a escala mundial.

En ese turbulento período inferior a un año fueron derrumbándose varias falacias que habían adquirido valor de supuesta ciencia en los largos años de esplendor del Consenso de Washington, la desregulación y el estado considerado el villano de la economía siempre que interviniera en ella. No pocos neoliberales doctrinarios de ayer, son hoy críticos de la desregulación y se han pasado a las filas de los keynesianos, partidarios de la regulación estatal. La retórica del mercado "libre" ha sido sustituida por la retórica del mercado regulado, pero poco o nada se ha regulado.

La crisis es ya la más profunda desde la ocurrida en los años treinta y probablemente pueda hablarse ya de una depresión en curso, que sería la etapa más cruda de ella y estaría caracterizada no solo por el desplome de valores financieros, sino por la paralización del crédito, la caída del comercio mundial, el descenso de la producción industrial, la merma en las ventas y el aumento alarmante del desempleo, que en Estados Unidos está devorando más de 600 000 puestos de trabajo cada mes. Y se dibuja en el horizonte la tendencia que podría marcar su máxima intensidad: la deflación.

Hasta ahora, la crisis ha alcanzado una intensidad tal que arrasó las versiones tranquilizadoras emitidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) cuando aseguraba que ella sería breve y de escasa intensidad. Descenso del 6,3% en el PIB de Estados Unidos, del 4% en Europa, y del 10% en Japón en el primer trimestre del 2009, disminución del comercio mundial, acelerado aumento del desempleo que alcanza 8,5% en Estados Unidos y hasta 15% en España, caída en la producción industrial que tiene como símbolo la postración de General Motors, Ford, Chrysler, son algunos de los indicadores que ilustran su gravedad y su carácter global.

Dos preguntas centrales se plantean gobiernos, empresarios, sindicatos y personas de cualquier país ante ese proceso que va abarcando y golpeando a todos: ¿cuánto durará la crisis? Y ¿hasta dónde llegará su intensidad?

La primera pregunta ha recibido variadas respuestas, algunas de valor nulo por su evidente intención de tranquilizar, en un remedo de la orquesta del Titanic lanzando alegres notas mientras bajaban los escasos botes de salvamento. Un ejemplo es la opinión de Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, al decir que la crisis se resolverá en el 2009 y el año próximo todo volverá a marchar igual.

El FMI, esa calamidad global que el G-20 pretende erigir en baluarte y salvadora de la economía mundial, ha hecho piruetas con sus pronósticos. A principios del 2008 decía que no habría crisis y que la economía mundial, actuando como casino de juego global, continuaría con buena salud. En noviembre del 2008, con la crisis ya en curso, pronosticó un crecimiento mundial del 2,2% en el 2009. En enero del 2009 lo redujo al 0,5% y en marzo admitió que sería negativo, en un alarde de consistencia y exactitud.

La realidad es que el FMI, el Banco Mundial, y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ni fueron capaces de pronosticar la crisis que era ya inminente y evidente, ni saben ahora cuánto podrá durar y hasta dónde podrá llegar su intensidad.

No lo pueden saber por tres razones esenciales: no entienden la etiología de la crisis y al no tener la comprensión de sus causas profundas es imposible aplicar la terapia adecuada, pero además esta crisis no es otra igual a las anteriores, sino mucho más compleja, y por último, la desregulación neoliberal creó un monstruo especulativo tan gigantesco en su tamaño como experto en ocultarse, que hoy nadie es capaz de cuantificar con exactitud el monto de valores "tóxicos" que circulan por los entresijos del mercado financiero globalizado.

LOS PLANES DE RESCATE

Los diversos planes de rescate norteamericanos, europeos y japoneses, puestos en práctica unos tras otros durante el último medio año han movilizado cifras en apariencia enormes (no menos de 8 billones de dólares), pero sus resultados han sido nulos como freno para la crisis y en cambio, han revelado al desnudo la inmensa hipocresía de negar cifras ínfimas para la ayuda al desarrollo —como la solicitud de la FAO por 30 000 millones de dólares para resolver los problemas de la agricultura en el Tercer Mundo— y destinar sumas enormes para salvar la estructura financiera que se ha desplomado.

Esos planes de rescate en apariencia formidables, pero inefectivos hasta el momento, lo son debido a su insuficiencia cuantitativa y aun más por su vicio de origen dado por el compromiso con los oligarcas financieros quebrados, más que con los desempleados, los amenazados de desalojo de sus hogares, la gente común que sufre la crisis.

El keynesianismo, al cual ahora todos se adhieren de palabra, tiene una fórmula para situaciones como esta: aumentar el gasto público en actividades que generan o conservan empleos, para suplir la caída del sector privado y así estimular la demanda solvente para sacar a la economía del colapso. Pero, el grueso del gasto público destinado a los planes de rescate no ha ido a estos fines, sino a salvar a las instituciones y los personajes que protagonizaron la debacle especulativa.

Las cifras comprometidas en los planes de rescate son pequeñas en relación con el tamaño gigantesco que alcanzó la masa de productos financieros moviéndose por el mercado financiero globalizado. Según algunos autores esa masa alcanza los 600 billones y otros la estiman en hasta 1 000 billones y la pregunta sin respuesta es cuánto de esas fabulosas cifras representan valores "tóxicos", carentes de respaldo real, incobrables. Y la capacidad de los gobiernos de Estados Unidos, Europa y Japón para continuar expandiendo el gasto en nuevos planes de rescate ni es infinita, ni es inofensiva para esos países.

Los planes de rescate planteados antes de la Cumbre del G-20 en Londres se caracterizaron por inyectar liquidez a los bancos e instituciones financieras golpeadas por la crisis, para restablecer el crédito, pero en la práctica, aquellos lo que hicieron fue utilizar el dinero público para mejorar sus estados financieros, para repartir escandalosas regalías a ejecutivos en pago por su fracaso o en comprar y absorber otros bancos en situación más precaria aun, pero el crédito no se restableció.

En Europa se ha aplicado alguna nacionalización parcial de bancos en crisis, pero en Estados Unidos ni George W. Bush ni tampoco Barack Obama aceptaron siquiera alguna forma de nacionalización parcial, alegando Obama que tal acción era rechazada por la cultura política estadounidense. El resultado hasta ahora ha sido la entrega sin control a la oligarquía financiera privada de grandes montos de dinero, sin lograr que el crédito fluya de nuevo.

Ese compromiso esencial con los intereses oligárquicos se refleja en el más reciente plan de rescate de Obama. En él se asume que los activos "tóxicos" o incobrables reflejados en los estados financieros, valen mucho más de lo que el mercado está dispuesto a pagar por ellos ahora, y que si pudieran alcanzar su verdadero valor, los bancos no tendrían problemas y todo volvería a la normalidad de precrisis. Entonces, el plan es utilizar el gasto público para empujar al alza el precio de los activos incobrables hasta que alcancen su "verdadero valor". En época de Bush el gobierno debía comprar directamente los activos. En época de Obama el procedimiento se hace más complejo, aunque igualmente encaminado a favorecer a los especuladores fracasados, mediante la acción del gobierno prestando dinero a inversionistas privados para que a su vez compren dichos activos y de ese modo, utilizar el dictamen infalible del mercado para hacer justicia al valor de los activos depreciados.

Pero, este aparente recurso a la experiencia del mercado no es más que un subterfugio para hacer que los afortunados inversionistas no solo reciban el préstamo, sino que siempre ganen, pues el plan establece que si el valor de los activos aumenta, aquellos se benefician, pero si no lo hacen, el gobierno asume la pérdida, por lo que no se trata de otra cosa más que subsidiar la compra de activos incobrables, asegurándole a los voraces tiburones financieros una ganancia financiada con el dinero de los contribuyentes.

Muchos millones de personas afectadas por la crisis económica en cualquier lugar del planeta, se preguntan de dónde sale el dinero para nutrir estos planes de rescate y si ellos pueden continuar aumentando en una danza de billones y billones de dólares en tanto crecen el desempleo, la pobreza, el hambre.

Estados Unidos, el país donde detonó la crisis y el de mayor responsabilidad en los desequilibrios y las políticas que contribuyeron a desatarla, se vale de tres vías para lanzar dinero en los planes de rescate. Una de ellas es la impresión de mayor cantidad de dólares, aprovechando el privilegio de que su moneda nacional sea también moneda de reserva internacional. Es lanzar papeles a la circulación para atender el corto plazo, sin pensar mucho en los efectos que a mediano y largo plazos esto tendrá.

Desde marzo del 2006 la Reserva Federal de Estados Unidos no publica la cifra de dólares que circulan en forma de billetes, monedas y depósitos a la vista, lo cual pretende esconder el crecimiento acelerado de la masa de dólares en circulación. Según informaciones del Fondo Monetario Internacional, solo en los tres últimos meses del 2008 la Reserva Federal ordenó imprimir 600 000 millones de dólares nuevos. Esto no es un elástico que se pueda alargar sin límites. La emisión alegre de dólares mientras la economía norteamericana cae, los planes de rescate que comprometen sumas que en buena parte no retornarán al Tesoro, el crecimiento desmesurado del déficit presupuestal que se estima alcanzará 1,7 billones de dólares en el 2008-2009 (12,3% del PIB), minan la escasa confianza todavía existente respecto al dólar. No es necesario ser experto en finanzas para comprender que emitir billetes sin respaldo en crecimiento productivo, conduce a la depreciación de cualquier moneda.

La Reserva Federal de Estados Unidos no crea más valor imprimiendo billetes sin respaldo como fortaleza efectiva de su economía, sino que reduce el valor real de ellos, de la misma forma en que no es posible multiplicar los panes sin pasar por la panadería.

Otra vía para echar dinero en planes de rescate es el mayor endeudamiento externo de Estados Unidos mediante la colocación de bonos y otros títulos de deuda, que a la postre debilitan y hacen más dependiente a esa economía.

Una tercera vía es el cobro de impuestos a los ciudadanos norteamericanos o la renuncia a gastos públicos que significan ingresos para la población como la salud, la educación y las pensiones.

Los planes de rescate no han sido efectivos en su objetivo principal de frenar la crisis y tampoco son inocuos para el capitalismo en crisis, además del desgaste de credibilidad que implica el anuncio solemne de sucesivos planes salvadores que fracasan uno tras otro.

MISIÓN IMPOSIBLE: EL FMI COMO SALVADOR DE LA CRISIS

La Cumbre del G-20 en Londres agregó otra pieza de convicción para entender cómo la desorientación guía las decisiones de los principales gobiernos que proclaman enfrentar la crisis y aseguran poder vencerla. De esa Cumbre sobresalen dos resultados: la resurrección del FMI y el planteo de una nueva retórica "regulacionista" que contrasta con la anterior retórica del "libre mercado" y convierte en keynesianos reales o aparentes incluso a los ayer neoliberales. Hasta ahora esa nueva retórica no ha aportado ninguna regulación coherente más allá del proteccionismo comercial y financiero expresado en comprar sólo a empresas nacionales y darles crédito solo a ellas.

El papel central concedido al Fondo Monetario Internacional es el intento de revivir un cadáver y no cualquier cadáver, sino al peor de ellos. Es insensato triplicar los recursos manejados por el FMI y convertir a esta desprestigiada institución en centro ejecutor de un supuesto plan concertado entre los grandes de la globalización, para sacar a la economía mundial de la crisis.

Esa institución es el símbolo mayor de la política de ajuste neoliberal, de la ortodoxia monetarista más estrecha y de la rigidez doctrinal ante el desarrollo de los países pobres y el manejo de crisis económicas.

En América Latina su nombre se asocia a la "década perdida" de los años ochenta, a la crisis de la deuda externa y la imposición del ajuste neoliberal para sacrificar el desarrollo al pago de la deuda y establecer el neoliberalismo como triste lastre en casi toda la región.

En los años de la crisis asiática (1997-1998) el FMI desempeñó un destacado papel en agravarla al eliminar las restricciones a los movimientos de capitales especulativos, colocar erróneamente a la inflación como el problema a resolver, recortar el gasto público necesario para compensar la caída y entregar miles de millones de dólares no al rescate de las economías en crisis, sino a tapar las pérdidas de empresas financieras de países desarrollados.

Nada ha cambiado en esencia en el FMI, bien conocido por sus gruesos errores de política y su reaccionaria ideología. Los acuerdos con el FMI siguen teniendo como base la contracción del gasto público, el aumento de la tasa de interés y la reducción salarial; recetas todas venenosas en un contexto de crisis global.

Hasta la absurda decisión revitalizadora del G-20, el FMI se encontraba agonizando, bajo la influencia de una triple crisis: institucional, de financiamiento y de pensamiento.

La crisis institucional era evidente en la renuncia el pasado año del español Rodrigo Rato como director gerente, en una acción entendida como el abandono de un barco que se hunde.

La crisis de financiamiento era grave y se basaba en que varios países —hastiados de la condicionalidad y rigidez del FMI— decidieron liquidar sus deudas con esa institución y no aceptar nuevos préstamos de ella. Venezuela, Argentina, Brasil, Tailandia, Indonesia lo hicieron, y otros países prefirieron no contraer nuevas deudas con el Fondo.

Esto provocó una crisis financiera a la institución, pues sus ingresos dependen del cobro del servicio de sus préstamos y debe sostener una abultada nómina de miles de bien pagados empleados, comenzando por su director gerente que gana medio millón de dólares libres de impuestos al año.

La crisis de pensamiento es la crisis del neoliberalismo, que en el FMI adquiere la forma extrema de ortodoxia monetarista.

Es a esta institución fallida, absolutamente antidemocrática, donde Estados Unidos tiene poder de veto en las decisiones, donde dos terceras partes de los puestos del Directorio permanecen invariables en manos de norteamericanos y europeos, a la que el G-20 asigna el papel central en el plan para dejar atrás la crisis económica global.

Alguna prensa y algunos pocos economistas exaltados han presentado a la reunión del G-20 en Londres como un "nuevo Bretton Woods", pero hay grandes distancias entre aquella reunión que en julio de 1944 intentó diseñar con cierta seriedad el funcionamiento de la economía mundial de posguerra y la apresurada e insustancial reunión en Londres.

En Bretton Woods, aún en plena guerra mundial, se reunieron 44 países, que no eran pocos, teniendo en cuenta que la cantidad de países soberanos era entonces muy inferior porque no había ocurrido la descolonización de las décadas siguientes. Allí los representantes de gobiernos sesionaron durante 21 días de complejos debates que llevaron al surgimiento de nuevas instituciones multilaterales y reglas para el funcionamiento del mundo de posguerra.

En Londres se reunieron 20 países que pretenden tomar decisiones cerradas sobre asuntos que afectan a los 192 gobiernos representados en la Asamblea General de Naciones Unidas, y apenas sesionaron unas pocas horas sin otro resultado que darle respiración artificial a una anquilosada institución como el FMI.

Mientras tanto, la crisis continúa su curso destructor. A fines de marzo Obama creyó encontrar "ligeros signos de mejoría" al disminuir levemente los pedidos de subsidio por desempleo, pero los datos dados a conocer en la primera semana de abril sobre la disminución de las ventas minoristas en la economía de Estados Unidos, altamente dependiente del consumo, borraron la pequeña luz de esperanza y trajeron de nuevo la dura realidad de una crisis que no revela hasta cuándo podrá durar y hasta dónde alcanzará su intensidad.

Comienza a perfilarse en la realidad económica de Estados Unidos una peligrosa combinación de factores que podrían marcar una fase más aguda aún: es la combinación de la paralización del crédito, y la disminución de la demanda solvente que puede abrir paso a la deflación, esto es, al descenso generalizado de todos los precios en una espiral depresiva que en la crisis de los años treinta significó la mayor intensidad y crudeza de ella.

En ese país se está acumulando una gran masa de dinero por vía de la emisión y el crecimiento de un enorme déficit fiscal, en tanto que el crédito continúa paralizado. Los bancos no dan crédito y ciertas empresas todavía no en quiebra tampoco quieren pedirlo, porque ante la desaparición de la ganancia y el recorte de la demanda solvente, no se sienten estimuladas a producir y prefieren atesorar o congelar el capital en forma de dinero, en una actitud de espera. Algo similar ocurre a nivel individual, pues los consumidores que aún conservan sus ingresos, no quieren endeudarse para nuevas compras, prefieren ahorrar lo que antes gastaban con creces y el resultado es una caída generalizada de la demanda y la deflación consiguiente.

Esa deflación no significaría ventajas para los trabajadores por la reducción de los precios de sus medios de vida, porque el descenso incluye sus salarios, los que generalmente caen con mayor velocidad.

La crisis de 1929-1933 duró cuatro años, aunque en rigor, diez años después, en 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, no se habían recuperado del todo los niveles de actividad económica de 1928. Solo la destrucción ocasionada por la guerra y la posterior reconstrucción, fueron capaces de dejar atrás la crisis. La actual recesión no tiene que seguir el mismo patrón de duración, pero la historia sirve para refutar a los que siguen sosteniendo que en unos meses todo volverá a ser como antes.

Es mucho más complicado pronosticar el curso de una gran crisis económica capitalista, que el curso de un huracán tropical. No existen radares, barómetros o modelos matemáticos que abarquen la enorme complejidad de este fenómeno en el cual convergen y estallan las contradicciones de fondo del capitalismo, las políticas económicas que las agravan, la suicida agresión que el lucro del capital le hace al medio ambiente global, en el vórtice de una crisis que no es una más, sino la más grave de todas.

Ella es destructora, pero también puede ser creadora, si los humanos la aprovechan, no simplemente para salir de ella, sino para salir del capitalismo que las engendra.

* Presidente de la Comisión de Asuntos
Económicos de la Asamblea Nacional

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