Philippe Ollé-Laprune
Aimé Césaire, el padre de la negritud, falleció hace un año, el 17 de abril; con ese motivo el Fondo de Cultura Económica publica el libro Para leer a Aimé Césaire, una selección de poesía, drama y prosa, que acercan al lector al universo de este escritor nacido en Martinica en 1913. La selección de los textos fue realizada por Philippe Ollé-Laprune, con traducciones de Fabienne Bradu, Yenni Enríquez, José Luis Rivas y Virginia Juau. Con autorización del FCE ofrecemos un adelanto de esta obra que comienza a circular en librerías
Discurso sobre el colonialismo
Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente.
Una civilización que elige cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización enferma.
Una civilización que hace trampas con sus principios es una civilización moribunda.
El hecho es que la civilización llamada europea
, la civilización occidental
, tal como le dieron forma dos siglos de régimen burgués, es incapaz de resolver los dos problemas mayores que originó su existencia: el problema del proletariado y el problema colonial; que, presentada ante el tribunal de la razón
y ante el tribunal de la conciencia
, esta Europa no puede justificarse; y que, cada vez más, se refugia en una hipocresía tanto más ociosa cuanto que cada vez tiene menos posibilidades de engañar.
Europa es indefendible
Al parecer esta es la comprobación que se confían en voz baja los estrategas estadunidenses.
En sí esto no es grave.
Lo grave es que Europa
es moral y espiritualmente indefendible.
Y hoy resulta que no son sólo las masas europeas las que incriminan, sino que el acto de acusar lo profieren en el plano mundial decenas y decenas de millones de hombres que, desde el fondo de la esclavitud, se erigen en jueces.
Se puede matar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en África negra, hacer estragos en las Antillas. Los colonizados saben de ahora en adelante que tienen una ventaja sobre los colonialistas. Saben que sus amos
provisionales mienten.
Que, por lo tanto, sus amos son débiles.
Y dado que hoy se me pide hablar sobre la colonización y la civilización, vayamos directo a la mentira principal a partir de la cual proliferan todas las demás.
¿Colonización y civilización?
La maldición más común en esta materia es ser la víctima de buena fe de una hipocresía colectiva, hábil para plantear mal los problemas con el objeto de legitimar mejor las odiosas soluciones que se les dan.
Esto equivale a decir que lo esencial aquí es ver con claridad, pensar con claridad, entender peligrosamente, responder con claridad a la inocente pregunta inicial: ¿qué es en su principio la colonización? Es ponerse de acuerdo en lo que no es; ni evangelización, ni empresa filantrópica, ni voluntad de hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, de la enfermedad y de la tiranía, ni ampliación de Dios, ni extensión del Derecho; es admitir de una vez por todas, sin ánimo de protestar por las consecuencias, que el gesto decisivo es en este caso el del aventurero y el pirata, el del abarrotero mayorista y el armador, el del buscador de oro y el comerciante, el del apetito y la fuerza, con la sombra proyectada por atrás, maléfica, de una forma de civilización que, en un momento de su historia, se ve obligada, de manera interna, a extender por todo el planeta la competencia de sus economías antagonistas.
Prosiguiendo con mi análisis, encuentro que la hipocresía es de fecha reciente; que ni Cortés al descubrir México desde lo alto del gran teocalli, ni Pizarro ante Cuzco (y mucho menos Marco Polo ante Cambaluc) aseguran ser los precursores de un orden superior; que matan; que saquean; que tienen cascos, lanzas, codicias; que los calumniadores llegaron después; que la gran responsable en este ámbito es la pedantería cristiana, por haber planteado ecuaciones tramposas: cristianismo = civilización; paganismo = salvajismo, de las cuales no podían sino derivarse abominables consecuencias colonialistas y racistas, cuyas víctimas habían de ser los indios, los amarillos y los negros.
Una vez arreglado este asunto, admito que poner a las civilizaciones en contacto unas con otras está bien; que casar mundos diferentes es excelente; que una civilización, sea cual fuere su genio íntimo, al replegarse en sí misma, se marchita; que el intercambio en este caso es oxígeno, y que la gran suerte de Europa es haber sido un cruce de caminos, y que haber sido el lugar geométrico de todas las ideas, el receptáculo de todas las filosofías, el lugar de acogida de todos los sentimientos, hizo de ella el mejor redistribuidor de energía.
Pero entonces, hago la siguiente pregunta: ¿la colonización en verdad puso en contacto? O, si se prefiere, de todas las maneras de hacer contacto, ¿ésa era la mejor?
Respondo no.
Y digo que de la colonización a la civilización, la distancia es infinita; que, de todas las expediciones coloniales acumuladas, de todos los estatutos coloniales elaborados, de todas las circulares ministeriales expedidas, no se podría conseguir un solo valor humano.
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