Ilán Semo
El colapso financiero de 2008 mostró, una vez más, lo frágil que puede ser la economía capitalista. En rigor, ningún gobierno estaba preparado para hacer frente a un tsunami bursátil de esa envergadura y –a casi un año de distancia– muy pocos han encontrado la manera de impedir que sus consecuencias productivas y sociales sigan agravándose. Las principales economías del mundo continúan paralizadas y las tasas de desempleo se acercan a las de 1929. Y sin embargo, las cosas han cambiado bastante desde aquel fatal año. Los seguros de desempleo en Europa y Estados Unidos y los sistemas públicos de asistencia médica y social han impedido, al parecer, que la crisis se transforme en una catástrofe humana; la expulsión de emigrantes hacia sus países de origen proporciona empleos (no muy atractivos, pero empleos al fin y al cabo) a quienes perdieron el que tenían; y los niños, los jóvenes, las madres solteras y los ancianos siguen recibiendo atención del tan defenestrado Estado de Bienestar.
Las respuestas de los gobiernos han sido disímbolas. En París, Berlín y Washington se desempolvaron los viejos manuales de Keynes y la política ha sido aumentar el gasto social (es curioso que Angela Merkel y Barack Obama coincidan en ello siendo tan distantes políticamente); la fórmula no ha servido de cura pero sí de alivio para muchos de los más necesitados. En otros países, las recetas han sido la regulación, los rescates y el aumento de los respaldos sociales. Pero nadie, textualmente nadie recuerda las terapias de schock que recomendaban Hayek y Friedman, y que estaban tan en boga hasta hace poco tiempo.
Por cierto, la primera vez que se aplicó ese modelo
de manera intensiva y masiva no fue en Inglaterra, durante el gobierno de Margaret Thatcher, sino en Chile en 1975 después de que Friedman logró convencer personalmente a Pinochet en la visita que le hizo en La (usurpada) Moneda. Hasta esa fecha, ningún gobierno se había atrevido a poner en práctica la estrategia diseñada por la escuela de Chicago, que giraba en torno a tres ejes: reducir bruscamente el gasto social, disminuir la carga tributaria y privatizar masivamente empresas públicas y bienes de lo que hoy se denomina el ámbito de lo común. Acaso se necesitaba una dictadura de la extensión de la de Pinochet para poner a prueba el modelo
evitando las respuestas sociales que predeciblemente podría propiciar. Chile se convirtió así en un salvaje laboratorio. Después de la caída de la Unión Soviética, el modelito cobró consenso y las terapias de schock pasaron de ser un dogma a ser un hábito, que es lo que identifica a cualquier corriente que convierte su filosofía
en un paradigma práctico.
En México, han sido aplicadas tres veces sucesivamente. Primero por Carlos Salinas de Gortari entre 1991 y 1993 para hacer frente al desplome que siguió a la caída de la Bolsa Mexicana de Valores en 1987. Después por Ernesto Zedillo en 1995 para encarar las consecuencias de la devaluación del 20 de diciembre del año previo. Y más recientemente por el gobierno de Felipe Calderón para sortear la debacle que se inició en octubre de 2008. Entre paréntesis: si Occidente se asombra de que la sombra de 1929 halla retornado a pesar del know how
que creía tener para enfrentar estas situaciones, los especialistas deberían asomarse a México, que ha pasado, en rigor, por tres sucesivos 29es (1982, 1985 y, ahora, 2009) sin que ello modifique la trama esencial de sus prácticas económicas.
La diferencia de la versión mexicana con el modelo clásico
es que, invariablemente, los gobiernos han aumentado los impuestos, como se propone en estos días aumentar la carga tributaria al consumo en 2 por ciento, violando una de las máximas esenciales de la teoría
original. Reducir el gasto y aumentar impuestos es una operación que incluso Hayek y Friedman habrían considerado despiadada (y poco útil). La razón es sencilla. La relación entre impuestos y gasto en una economía moderna que pretende ser cuando mínimo eficiente es bastante sencilla: se puede aumentar el gasto si suben los impuestos; o se puede reducir el gasto si bajan los impuestos. El propósito es que el dinero fluya al consumo. Pero reducir el gasto y aumentar los impuestos, como lo ha anunciado el secretario Carstens, está fuera de toda lógica, es un oximoron económico (o es una operación que tiene una lógica extrañamente particular). Para referirlo con un adjetivo sumario: es un simple y llano saqueo.
La historia del saqueo tributario en América Latina es tan antigua como América Latina misma. El célebre quinto del infierno
(tributo de 20 por ciento que recaudaba la Corona portuguesa), las cargas que reportaron las reformas borbónicas y el patricio Martín Güemes, que acabó hecho un héroe por negarse a pagar lo que demandaba España en Río de la Plata. Pero la historia ha cambiado, se dice. Tal vez, pero las estadísticas de América Latina siguen siendo escalofriantes. Entre 1990 y 2006, a pesar de las dificultades para recaudar los impuestos pasaron a representar de 12 por ciento del PNB al 18 por ciento. En Argentina y Brasil, los ciudadanos pagan hoy más del 35 por ciento de sus ingresos en calidad de impuestos (en México la cifra es cercana). Hace 15 años, esta cifra se movía entre el 20 por ciento y el 25 por ciento.
En el caso mexicano, es imposible saber si el anuncio del aumento de 2 por ciento es para salvar a las finanzas del gobierno o para salvar a Felipe Calderón (que necesita más que nunca mantener sus equilibrios en la clase política después de la derrota electoral). Sea como sea, lo que impresiona es la percepción que la ciudadanía guarda sobre los impuestos: más que una operación en la que se juega un quid pro quo (pago impuestos si se gastan legítimamente), la mentalidad de la sociedad parece percibirlos como si fueran más bien un tributo de antiguo régimen, en que el poder recauda sabiendo que la sociedad se mantendrá resignada frente a su uso particular.
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