Pedro Miguel
Están en todos los estados, en todos los partidos, en todas las corrientes, en cada municipio y delegación. Se cuelan por los entresijos de las dirigencias, palmean hombros, dan por su lado a todo mundo. Tienen caras amables de políticos modernos, o sensibles, o por lo menos instruidos, pero el resto es de zetas, de traficantes de algo, de vendedores de protección, de logreros que trafican con influencias, de enriquecidos súbitos: La faccia sua era faccia d’uom giusto, / tanto benigna avea di fuor la pelle, / e d’un serpente tutto l’altro fusto, describía el Dante a Gerión, el monstruo que simboliza el fraude.
En estricto sentido, tiene razón Jesús Ortega cuando dice que el presunto ladrón de gasolina detenido en Tamaulipas la semana pasada no representa a todos los perredistas, y es de suponer que ni siquiera representa a todos los chuchos. A fin de cuentas, éstos tienen un negocio tal vez más suculento –y en todo caso, mucho menos arriesgado– que el que se atribuye a Miguel Ángel Almaraz Maldonado: vender a granel decisiones partidarias. El problema es que la trayectoria delictiva que se imputa al dirigente chucho, ahora preso y negado por sus amigos, es representativa de las fantasías y las realizaciones de un número creciente de integrantes de la clase política. Sería ya escandaloso e insoportable que uno de cada cien funcionarios públicos y representantes populares
estuvieran metidos en prácticas ilegales para hacerse de dineros adicionales a los que se despachan con patente legal de las arcas públicas, pero el porcentaje es probablemente mucho mayor, aunque nadie lo conozca con precisión. ¿Qué tenemos? ¿Diez, veinte, treinta, cincuenta por ciento de Almaraces en los distintos niveles de gobierno y en los tres poderes?
Algunos indicios: cifras aceptadas por el desgobierno federal admiten que más de la mitad de los efectivos policiales del país están o han estado en tratos con alguna de las expresiones de la delincuencia organizada. Saquen la cuenta de cuántos altos mandos de la Procuraduría General de la República y de la Secretaría de Seguridad Pública han sido acusados, en lo que va de este año, de complicidad con el narco. Sumen cuántos ex secretarios de seguridad estatal o municipal y cuántos ex directores de reclusorios se encuentran tras las rejas. A esos números debe agregarse la cifra negra de quienes, habiendo sido señalados por la sospecha multitudinaria, no han sido tocados ni con el pétalo de una averiguación previa: casi todos los protagonistas de los escándalos de corrupción y los responsables de los excesos represivos del foxismo –varios de ellos, premiados con cargos de primer nivel en el calderonato–; Bribiescas e Hildebrandos; Elbaestheres y Deschamps; el joven Mouriño que murió en olor de impunidad, y su antecesor, solapador de torturas; administradores varios de Pemex y la Lotería Nacional, Diegos y Fawzis, Gamboas, Téllez y Yunes, gobernadores priístas de Puebla y Oaxaca o panistas de Morelos y Jalisco...
Almaraz no es un signo de los tiempos, sino una veta de la eternidad política que han durado este régimen –otrora monolítico y hoy bicápite o tricápite, según se quiera ver y dependiendo de la región o estado– y su lógica irredenta: los puestos públicos, los cargos de elección popular, las estructuras burocráticas, sindicales y corporativas en general, son para el enriquecimiento personal, no para servir a la sociedad y al país; hay que concentrarse en la solución de los problemas que abran oportunidades de negocio, y lo demás es una pérdida de tiempo; cimenta con esmero y generosidad tu red de complicidades y serás intocable. Medra, medra, medra, medra.
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