Oportunidades y tribulaciones del periodismo
MIGUEL ANGEL GRANADOS CHAPA
El martes 31 de marzo recibí el doctorado honoris causa que se sirvió otorgarme el Colegio Académico de la Universidad Autónoma Metropolitana, distinción que agradezco profundamente. Pronuncié con ese motivo unas palabras que explican el sentido en que recibí esa deferencia:
En los dos años recientes he tenido el privilegio de que me dispensaran distinciones de índole diversa a la que hoy nos congrega pero coincidentes con ella en la causa que las origina. Las entiendo a todas como destinadas a subrayar el mérito de un trayecto profesional y, en consecuencia, como referidas al periodismo como oficio de utilidad pública y a sus practicantes, especialmente a quienes lo profesan, sí, como un medio digno de ganarse la vida, pero también como una extensión del ser ciudadano, habitante de una república menesterosa en mucho pero abundante en coraje y energía.
A tono con ese entendimiento, quiero exponer ante la comunidad universitaria aquí representada estas cavilaciones en voz alta sobre fenómenos y tendencias propios de los medios pero que inevitablemente conciernen a la sociedad entera. Pretendo que interesen a todos, pero en particular se refieren a la materia prima de la carrera de comunicación, impartida en Xochimilco desde el origen de la Universidad, que en buena hora dispuso enseñar e investigar los procesos y las instituciones de la comunicación.
Apunto primero a la estructura de los medios electrónicos. No me detendré, aunque esa cara del poliedro que toco no puede ser pasada por alto en un análisis más pausado, en las características intrínsecas de la televisión, que tanto, tan seriamente y con tanta razón han preocupado a pensadores como Karl Popper y Giovanni Sartori. Esbozo únicamente cómo el modo de ser de ese fruto del coito entre la radio y el cine (según la definición de Salvador Novo) se presenta en la sociedad mexicana, en el mercado mexicano para emplear el término que mejor refleja su sustancia. Dos empresas que no compiten entre sí dominan ese instrumento a través de concesiones para explotar un bien público, el espacio electromagnético donde transitan sus ondas. Ellas reciben la mayor parte, tres cuartos del total, de la inversión publicitaria pública y privada, y, lo que es más relevante, construyen cotidianamente, en sus programas de entretenimiento y de noticias (así como a través de sus interminables tandas de anuncios), la imagen que millones de mexicanos tienen de sí mismos, de México y del mundo.
Por eso y por la todavía endeble condición de nuestra vida democrática, se han constituido en un poder político, un poder de hecho que cuando no comparte sus metas desafía al poder institucional, al que busca influir decisivamente, si no determinar. Ese poder incumple las leyes, es capaz de hacer que se dicten las que le acomoden, y resiste las que no le cuadran. Esta última es su actitud frente a la reforma constitucional que sacó del comercio la política, la propaganda política al menos, al prohibir que pueda comprarse tiempo en los medios electrónicos durante los procesos electorales. El nuevo régimen legal de los medios afecta, sí, los ingresos de las empresas que configuran el duopolio, pero ese efecto es menor (porque desde su lógica es remediable, mediante la simulación y la infracción legal) comparado con la disminución de su presencia protagónica en la escena pública. No pudieron impedir la reforma de 2006 tan eficazmente como han evitado que se emita una legislación moderna y abarcante sobre los medios, pero estorban y complican su aplicación y presionan a quienes encarnan el poder institucional para que, con la misma convicción con que emprendieron la reforma, la cancelen y vuelva el dinero a imperar en la política electoral. Cuentan en su provecho con la fragilidad de los órganos responsables de la política de comunicación estatal y electoral. En la embestida contra las prerrogativas de los partidos –propaganda contra propaganda– el duopolio podrá lograr el viejo anhelo de que sean eliminados los tiempos que la ley asigna al Estado (que deberían ser de la sociedad), así como fueron ya drásticamente reducidos hace pocos años.
El poder de las empresas de televisión se dirige también a inhibir, coartar y si dable fuera suprimir los medios no lucrativos, los que operan con permisos, los medios que con esperanza llamamos públicos con la gana de que lo sean en verdad, y los medios comunitarios. Las leyes por sí mismas no modifican la realidad, pero una legislación sobre medios públicos constituiría el marco propicio para esfuerzos que están ya en curso y buscan probar que otra televisión es posible. Una ley de esa naturaleza habría evitado la prolongada, ofensiva espera de esta Universidad por señales de radio y televisión que no son aledañas, sino complementarias de su misión, inherentes a la misma.
La práctica del periodismo, su organización al servicio de la sociedad, vive simultáneamente oportunidades y desafíos. La transparencia, como efecto de la legislación respectiva, originada en la sociedad, y como aspiración ciudadana para vivir una democracia que incluya la rendición de cuentas, hace posible un conocimiento más amplio y preciso de zonas del hacer gubernamental que hasta hace poco era privilegio de iniciados. Hoy podemos saber, tenemos derecho a saber. Hasta no hace mucho tiempo los periodistas reconocidos, los más buscados, eran los poseedores de claves secretas, los reveladores de los escondrijos y las intimidades del poder. Hoy esa información se ha socializado. Y si bien subsisten zonas en que la reserva, la legal y la tramposa, mantienen vigentes áreas de opacidad, nos enrumbamos a una sociedad abierta, si se quiere con la lentitud del ciego que camina hacia la salida de un espacio oscuro. Nunca antes tuvo la prensa campos tan anchos para roturarlos con sus búsquedas. Su ejercicio ya no debe ser un oficio de tinieblas.
Pero al mismo tiempo proliferan los obstáculos para el ejercicio de las libertades de expresión y de información. Algunos fueron construidos mucho tiempo ha y no es posible abatirlos todavía. Cuéntense entre ellos la información pagada (qué digo información, la propaganda) que a fuerza de dinero convierte la insulsez en sólida presencia o procura ocultar lo sucio. Téngase presente también la corrupción, que pareció haberse ido con el régimen autoritario de competencia electoral no equitativa, pero subsiste ni siquiera con disimulo, y sigue contando para su vigencia con las deplorables condiciones laborales que privan en la industria de la comunicación social. Tan capaces de preservarse a sí mismas estas rutinas, me pregunto si no pervive, y multiplicado, el empresario periodístico que se ufanaba de no pagar salario a su personal y compensarlo con "credencial y manos libres".
La picaresca a que aludo sería hasta hilarante si no reflejara la supervivencia de zonas de la comunicación social que eran afines a un régimen que no sólo podía prescindir de ciudadanos informados sino que le resultaban estorbosos. También es de tono menor si la comparamos con otras realidades que pueden ser avasallantes. Como en las peores etapas del autoritarismo, hay riesgo de muerte en la práctica del periodismo. No es válido exagerar el peligro, pero tampoco es lícito fingir que es menor. El crimen organizado ha cobrado innumerables vidas de profesionales de la prensa. Ya es un reportero en Hermosillo, ya un subdirector de diario en Nuevo Laredo, ora un reportero en Ciudad Juárez, ora unos camarógrafos en Monterrey, ya el editor de un semanario en Tijuana, ya dos jóvenes periodistas, promotoras de una radioemisora indígena en Oaxaca. Se agrega al crimen que los hace desaparecer o abiertamente los acribilla, la impunidad. No se ha castigado a nadie que priva de la vida a un periodista. Cuando bien han ido las cosas, un testaferro, un matarife profesional paga las culpas de un autor intelectual impune. O queda en libertad, 10 años antes de cumplir su condena, quien al mando de la policía política asesinó a un periodista de talla mayor para acallarlo.
Hay quienes buscan apabullar el ejercicio periodístico con medios menos severos, menos definitivos pero acaso tan eficaces como la muerte. Se trata del acoso judicial. Una plaga de demandas y denuncias de presuntos agraviados se cierne sobre el oficio de informar. La alimentan juzgadores a quienes con benevolencia podríamos considerar simplemente ignorantes pero con mirada más acuciosa tal vez hallaríamos corruptos. Fatigar, inhibir, eventualmente arruinar a quienes tienen que litigar su derecho a decir con fundamento, son los propósitos de estos acosadores, esos defensores de una buena reputación inexistente que de paso quieren hacerse de una ganancia por tantos títulos ilegítima, la del precio que ellos ponen a su honor. Ya se sabe que una honra que se tasa vale bien poco.
Otros graves asuntos reclamarían nuestra atención, como el modo en que la crisis afecta ya a los medios, sobre todo los impresos. Y la manera en que la internet se adentra en nuestra vida y propicia transformaciones en el periodismo y en la sociedad cuyos contornos no acertamos todavía a definir. Pero aquí termino.
En los dos años recientes he tenido el privilegio de que me dispensaran distinciones de índole diversa a la que hoy nos congrega pero coincidentes con ella en la causa que las origina. Las entiendo a todas como destinadas a subrayar el mérito de un trayecto profesional y, en consecuencia, como referidas al periodismo como oficio de utilidad pública y a sus practicantes, especialmente a quienes lo profesan, sí, como un medio digno de ganarse la vida, pero también como una extensión del ser ciudadano, habitante de una república menesterosa en mucho pero abundante en coraje y energía.
A tono con ese entendimiento, quiero exponer ante la comunidad universitaria aquí representada estas cavilaciones en voz alta sobre fenómenos y tendencias propios de los medios pero que inevitablemente conciernen a la sociedad entera. Pretendo que interesen a todos, pero en particular se refieren a la materia prima de la carrera de comunicación, impartida en Xochimilco desde el origen de la Universidad, que en buena hora dispuso enseñar e investigar los procesos y las instituciones de la comunicación.
Apunto primero a la estructura de los medios electrónicos. No me detendré, aunque esa cara del poliedro que toco no puede ser pasada por alto en un análisis más pausado, en las características intrínsecas de la televisión, que tanto, tan seriamente y con tanta razón han preocupado a pensadores como Karl Popper y Giovanni Sartori. Esbozo únicamente cómo el modo de ser de ese fruto del coito entre la radio y el cine (según la definición de Salvador Novo) se presenta en la sociedad mexicana, en el mercado mexicano para emplear el término que mejor refleja su sustancia. Dos empresas que no compiten entre sí dominan ese instrumento a través de concesiones para explotar un bien público, el espacio electromagnético donde transitan sus ondas. Ellas reciben la mayor parte, tres cuartos del total, de la inversión publicitaria pública y privada, y, lo que es más relevante, construyen cotidianamente, en sus programas de entretenimiento y de noticias (así como a través de sus interminables tandas de anuncios), la imagen que millones de mexicanos tienen de sí mismos, de México y del mundo.
Por eso y por la todavía endeble condición de nuestra vida democrática, se han constituido en un poder político, un poder de hecho que cuando no comparte sus metas desafía al poder institucional, al que busca influir decisivamente, si no determinar. Ese poder incumple las leyes, es capaz de hacer que se dicten las que le acomoden, y resiste las que no le cuadran. Esta última es su actitud frente a la reforma constitucional que sacó del comercio la política, la propaganda política al menos, al prohibir que pueda comprarse tiempo en los medios electrónicos durante los procesos electorales. El nuevo régimen legal de los medios afecta, sí, los ingresos de las empresas que configuran el duopolio, pero ese efecto es menor (porque desde su lógica es remediable, mediante la simulación y la infracción legal) comparado con la disminución de su presencia protagónica en la escena pública. No pudieron impedir la reforma de 2006 tan eficazmente como han evitado que se emita una legislación moderna y abarcante sobre los medios, pero estorban y complican su aplicación y presionan a quienes encarnan el poder institucional para que, con la misma convicción con que emprendieron la reforma, la cancelen y vuelva el dinero a imperar en la política electoral. Cuentan en su provecho con la fragilidad de los órganos responsables de la política de comunicación estatal y electoral. En la embestida contra las prerrogativas de los partidos –propaganda contra propaganda– el duopolio podrá lograr el viejo anhelo de que sean eliminados los tiempos que la ley asigna al Estado (que deberían ser de la sociedad), así como fueron ya drásticamente reducidos hace pocos años.
El poder de las empresas de televisión se dirige también a inhibir, coartar y si dable fuera suprimir los medios no lucrativos, los que operan con permisos, los medios que con esperanza llamamos públicos con la gana de que lo sean en verdad, y los medios comunitarios. Las leyes por sí mismas no modifican la realidad, pero una legislación sobre medios públicos constituiría el marco propicio para esfuerzos que están ya en curso y buscan probar que otra televisión es posible. Una ley de esa naturaleza habría evitado la prolongada, ofensiva espera de esta Universidad por señales de radio y televisión que no son aledañas, sino complementarias de su misión, inherentes a la misma.
La práctica del periodismo, su organización al servicio de la sociedad, vive simultáneamente oportunidades y desafíos. La transparencia, como efecto de la legislación respectiva, originada en la sociedad, y como aspiración ciudadana para vivir una democracia que incluya la rendición de cuentas, hace posible un conocimiento más amplio y preciso de zonas del hacer gubernamental que hasta hace poco era privilegio de iniciados. Hoy podemos saber, tenemos derecho a saber. Hasta no hace mucho tiempo los periodistas reconocidos, los más buscados, eran los poseedores de claves secretas, los reveladores de los escondrijos y las intimidades del poder. Hoy esa información se ha socializado. Y si bien subsisten zonas en que la reserva, la legal y la tramposa, mantienen vigentes áreas de opacidad, nos enrumbamos a una sociedad abierta, si se quiere con la lentitud del ciego que camina hacia la salida de un espacio oscuro. Nunca antes tuvo la prensa campos tan anchos para roturarlos con sus búsquedas. Su ejercicio ya no debe ser un oficio de tinieblas.
Pero al mismo tiempo proliferan los obstáculos para el ejercicio de las libertades de expresión y de información. Algunos fueron construidos mucho tiempo ha y no es posible abatirlos todavía. Cuéntense entre ellos la información pagada (qué digo información, la propaganda) que a fuerza de dinero convierte la insulsez en sólida presencia o procura ocultar lo sucio. Téngase presente también la corrupción, que pareció haberse ido con el régimen autoritario de competencia electoral no equitativa, pero subsiste ni siquiera con disimulo, y sigue contando para su vigencia con las deplorables condiciones laborales que privan en la industria de la comunicación social. Tan capaces de preservarse a sí mismas estas rutinas, me pregunto si no pervive, y multiplicado, el empresario periodístico que se ufanaba de no pagar salario a su personal y compensarlo con "credencial y manos libres".
La picaresca a que aludo sería hasta hilarante si no reflejara la supervivencia de zonas de la comunicación social que eran afines a un régimen que no sólo podía prescindir de ciudadanos informados sino que le resultaban estorbosos. También es de tono menor si la comparamos con otras realidades que pueden ser avasallantes. Como en las peores etapas del autoritarismo, hay riesgo de muerte en la práctica del periodismo. No es válido exagerar el peligro, pero tampoco es lícito fingir que es menor. El crimen organizado ha cobrado innumerables vidas de profesionales de la prensa. Ya es un reportero en Hermosillo, ya un subdirector de diario en Nuevo Laredo, ora un reportero en Ciudad Juárez, ora unos camarógrafos en Monterrey, ya el editor de un semanario en Tijuana, ya dos jóvenes periodistas, promotoras de una radioemisora indígena en Oaxaca. Se agrega al crimen que los hace desaparecer o abiertamente los acribilla, la impunidad. No se ha castigado a nadie que priva de la vida a un periodista. Cuando bien han ido las cosas, un testaferro, un matarife profesional paga las culpas de un autor intelectual impune. O queda en libertad, 10 años antes de cumplir su condena, quien al mando de la policía política asesinó a un periodista de talla mayor para acallarlo.
Hay quienes buscan apabullar el ejercicio periodístico con medios menos severos, menos definitivos pero acaso tan eficaces como la muerte. Se trata del acoso judicial. Una plaga de demandas y denuncias de presuntos agraviados se cierne sobre el oficio de informar. La alimentan juzgadores a quienes con benevolencia podríamos considerar simplemente ignorantes pero con mirada más acuciosa tal vez hallaríamos corruptos. Fatigar, inhibir, eventualmente arruinar a quienes tienen que litigar su derecho a decir con fundamento, son los propósitos de estos acosadores, esos defensores de una buena reputación inexistente que de paso quieren hacerse de una ganancia por tantos títulos ilegítima, la del precio que ellos ponen a su honor. Ya se sabe que una honra que se tasa vale bien poco.
Otros graves asuntos reclamarían nuestra atención, como el modo en que la crisis afecta ya a los medios, sobre todo los impresos. Y la manera en que la internet se adentra en nuestra vida y propicia transformaciones en el periodismo y en la sociedad cuyos contornos no acertamos todavía a definir. Pero aquí termino.
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