Monday, August 04, 2008




* Debajo de “la farsa” del congelamiento de precios en algunos productos, los más pobres de México se están volviendo vegetarianos –e inclusive pepenadores– y ya extrañan no sólo “el pollito en retazo”, sino hasta el aceite, cuyo costo se duplicó. En lo que va del gobierno de Felipe Calderón, advierten investigadores consultados por Proceso, esos mexicanos han perdido el 45 por ciento de su poder de compra. Por lo demás, una parte de los recursos oficiales destinados a paliar el hambre no está llegando a su destino.

Marcela Turati/ Proceso


MÉXICO, D.F., 2 DE AGOSTO /De diciembre a estas fechas, en la casa de la otomí Lucía Casiano Puertas los 15 integrantes de su familia se volvieron vegetarianos: cero carnes, nada frito y sólo tacos de vegetales.

El mismo cambio de dieta viven los vecinos de Lucía en Acahualco, Estado de México; otomíes de la periferia de Toluca; nahuas de Malinalco y sus alrededores; purépechas de Paracho, Michoacán; chontales de Centla, Tabasco, agricultores del norte de Veracruz y numerosos campesinos de la defeña colonia Santa Fe, entre otros.

“Dejamos de comer carne, aceite, arroz, pan, leche, porque todo está re caro. A veces comíamos un pollito en retazo. Ya no, porque está a 22 pesos. Ahora gastamos más y comemos menos. Los precios subieron pero lo que ganamos quedó igual, no alcanza”, explica Lucía –mirada seria, aretes rojos de fantasía, mandil completo como vestido– durante un encuentro de indígenas realizado en la Casa del Agrarista del Distrito Federal.

El menú de Lucía y sus hijos, nueras, yernos y nietos que habitan su domicilio consiste en quelites, huizaches, quentales, cenizos, malvas, sanguinarias, acelgas, espinacas, calabazas, papas y frijoles.

Se trata de un vegetarianismo que excluye, desde luego, productos como los hongos –que cuestan 70 pesos el kilo–, y que a Lucía la mantiene en un estado de alerta porque los precios cambian de la noche a la mañana.

“Cocinamos sin aceite; todas las cosas hervidas… Y como que no se llena uno… Por eso rematamos en las tortillas con sal y, si tenemos, una salsita, pa’l estómago”, dice rodeada de una decena de mujeres que asienten ante sus palabras, sobre todo cuando recuerda que el aceite costaba 12, subió al doble y llegó a valer el triple.

Porque, afirma, “este señor presidente subió todo”.

Son este tipo de familias las que más preocupan a investigadores, nutriólogos y organizaciones sociales que observan los efectos de la crisis global de los alimentos y las caprichosas alzas de precios que se están produciendo en el país.

“El estado de subnutrición es peor que el hambre”, comenta al respecto Felipe Torres Torres, egresado de la UNAM con especialidad en economía de la alimentación, y anticipa conflictos sociales por la carestía que no pueden sortear millones de mexicanos, principalmente en las periferias de las grandes ciudades y en las zonas indígenas rurales, donde se concentra la pobreza extrema.

“La gente que ya estaba en estado de subnutrición o riesgo alimentario se mantenía con el consumo mínimo, pero ahora se está quedando sin nada por no poder absorber el costo de la alimentación”, explica el especialista, quien coordinó el libro Seguridad alimentaria: seguridad nacional.

Calcula que, con el alza de los precios de los alimentos, el poder adquisitivo de grandes sectores de la población se ha deteriorado en cerca de 80%. El encarecimiento, observa, golpea más a los 22 millones de mexicanos subalimentados o en desnutrición crónica permanente, que llegan a destinar hasta el 70% de su gasto en comida y no alcanzaban a nutrirse desde antes de la crisis.

Tampoco podrán hacerlo con los 120 pesos de subsidio mensual que el gobierno federal entregará a 5 millones de familias, ni con los 365 pesos que recibirán los hogares más pobres acogidos al nuevo Programa Alimentario para Zonas Marginadas (PAZM).

“Los programas asistenciales de tipo coyuntural –continúa– son claramente insuficientes. Una familia, para estar cerca de la canasta básica de consumo, requiere de por lo menos tres salarios mínimos. Eso implica gastar cerca de 4 mil 500 pesos. De modo que los 350 ò 120 pesos destinados por los programas calderonistas están muy lejos de abatir el problema alimentario entre las familias más pobres, sobre todo en las zonas donde hay posibilidad de hambruna.”

Pese a este panorama, el presidente de la Comisión de Desarrollo Social de la Cámara de Diputados, Héctor Hugo Olivares, dice que no ha recibido el informe del uso que Sedesol dio al presupuesto durante el segundo trimestre del año, mientras que las delegaciones estatales de esta dependencia reconocen que los recursos del PAZM (antes PAAZAP) no han llegado al bolsillo de los pobres porque los gastos ejercidos han sido sólo burocráticos y operativos, aunque el Programa Oportunidades sí está operando.

En el análisis denominado El impacto en los hogares del país por el incremento en los precios de los productos alimenticios, diciembre de 2005 a mayo de 2008, elaborado por los Servicios de Investigación y Análisis de la Cámara de Diputados, se indica que el alza en los precios de productos básicos en México afecta a 24 millones 257 mil trabajadores, quienes perciben hasta tres salarios mínimos y destinan casi 70% de lo que ganan a la alimentación.

El investigador Torres Torres hace cuentas: Para la adquisición de una canasta básica por familia se requieren de cuatro a cinco salarios mínimos, y existen entre 20 y 22 millones de mexicanos que ganan entre cero y dos salarios mínimos.

Esto significa que en los hogares de estas personas los niños van a la escuela sin desayunar y no hay condiciones para darles de comer carne o huevo, dice el experto, y ubica varios lugares de riesgo donde podría agravarse la desnutrición crónica: en Guerrero, La Montaña, Tierra Caliente, la costa y la sierra; en Oaxaca, la Sierra Sur; en Chiapas, las Cañadas; el norte de la Península de Yucatán, todo el sur de Veracruz, el Valle del Mezquital Hidalguense, la sierra y las Huastecas desde Hidalgo a San Luis Potosí, la sierra cora-huichol, el norte de Michoacán y la sierra Tarahumara.

En suma, advierte, los aumentos de precios impactarán sobre todo a las zonas de pobreza extrema con población indígena mayoritaria, así como a las ciudades perdidas de las 55 zonas metropolitanas que hay en el país, principalmente las del Valle de México, Monterrey, Guadalajara y Puebla.



La “farsa” del congelamiento


Otra de las medidas con las que el gobierno federal pretende paliar el hambre es el congelamiento de precios de 171 productos, pero según Emilio Romero Polanco, del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, eso es una farsa.

“Más que medida emergente –comenta– resulta una broma de mal gusto. Esos alimentos que el gobierno congeló no son representativos de la canasta básica de la mayoría de los mexicanos. ¿Qué tienen que ver el chilorio, el mango en almíbar, los jalapeños enlatados, las mermeladas, si dejaron fuera el maíz, el trigo, el frijol, la leche y la carne? Los primeros no tienen ningún impacto positivo; sólo tienen un efecto mediático”, sentencia.

Peor aún, prosigue, “el gobierno congeló los precios cuando éstos ya habían subido”.

Lo cierto es que “habrá una regresión en consumo de alimentos. Millones de familias mexicanas están obligadas a adaptarse al alza de precios, pero los salarios no van al alza, siempre pierden frente a situaciones de inflación. Por eso las familias sustituyen alimentos caros por baratos, proteína animal por proteína vegetal. De manera que regresarán a la dieta raquítica y monótona que no garantiza la salud de quien la tiene: cambiarán la carne y la leche por más frijoles, quelites y tortillas; sólo comerán algunas frutas de estación. En suma, le echarán más agua a los frijoles”.

Algunas organizaciones sociales, como Un Kilo de Ayuda –que otorga paquetes alimentarios e imparte clases de nutrición a 40 mil familias–, detectan también el malestar que se experimenta en las zonas más pobres.

“Hay estrategias de superviviencia: los pobres empiezan a recolectar alimentos, a cambiar huevos por tortillas o maíz, y a consumir alimentos menos nutritivos pero más económicos, que aplaquen el hambre (…) Las familias más pobres están sufriendo”, subraya el nutriólogo Jesús Flores Sánchez, director del Programa Integral de Nutrición, perteneciente a la organización citada.

Advierte que si la situación se prolonga otros seis meses o un año, en las zonas más pobres comenzarán a enfermar y a morir un mayor número de niños, por tener bajas defensas debido a la desnutrición, pues muchas familias están acostumbradas a dar de comer primero a quienes trabajan en el campo, y lo que sobra lo reparten entre los que no producen y sólo consumen, como los niños.


Protestas en puerta


“Yo como mucho más verdura. Es lo que nos llena más, pero extraño el arroz, el frijol, el huevo, la leche… nomás eso; la carne no la extraño, porque no comía tanta carne”, refiere Miguel Ángel Iturbe Reyna, un joven otomí avecindado en Toluca que gana mil 800 pesos a la quincena como vigilante de una fábrica.

Con ese sueldo y el salario de obreros que reciben también su papá y un hermano se pueden dar el lujo de comprar una “bolsa de leche” para el más pequeño de la familia, un menor de nueve años que está en primaria.

Miguel Ángel, de 22 años, con pelos rebeldes y sonrisa chimuela, cuenta que hace unos días su familia juntó salarios y compró carne después de no haberlo hecho durante dos meses.

Las mujeres de una familia purépecha, en cambio, señalan que se alimentan de pasta, huevo, queso y charalitos, pero como ya no pueden adquirir el tambo de agua purificada que usaban para beber, ahora colocan recipientes en los techos de las casas para captar agua de lluvia.

Ofelia Pahuambá, de 52 años, con 10 hijos, habitante de Quinceo, municipio de Paracho, indica que no está anotada en el Programa Oportunidades ni recibirá los beneficios captados por 5 millones de familias que obtienen subsidios para educación, salud y, desde hace poco, para alimentarse.

Envuelta en un rebozo azul con hilos blancos, confiesa: “Nunca me fui a apuntar. Sólo poquitas se apuntaron porque nos llevamos mal con las promotoras. Es mucha política. Ellas son de otro partido, son del PRD y nos discriminan, no quieren a gente del PRI y del PAN”.

Como ella, muchas otras personas no están incluidas en los subsidios focalizados.

El campesino Santos Martínez, de Tepetzintla, Veracruz, expresa a su vez que, por lo caro de los fertilizantes e insecticidas, gasta menos en alimentos, pues su único seguro es invertir en sus tres hectáreas de naranja y una de maíz.

En cambio, Uldárico Sánchez Valencia, campesino chontal de Centla, Tabasco, se queja de que con su sueldo de 35 pesos diarios no completa los mil 200 pesos que reclama su familia para comer.

“Con la subida de precios y la contaminación por la inundación, dejamos de comer la mojarra, la carne y todo eso. Ahora debemos comprar frijoles, arroz, que están muy caros, y de vez en cuando sardina, aunque antes le hacíamos el feo. Es para sobrevivir, porque la inundación acabó con todo y el pescado quedó contaminado.”

Rodolfo de la Torre, director de la oficina del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) que elabora el Informe Nacional de Desarrollo Humano, considera atinados los programas oficiales en marcha –incluyendo el retiro de aranceles para insumos del campo–, pero admite que dichas medidas son limitadas, de suerte que, si se cumple “el escenario más catastrófico”, se agravaría la situación de cerca de 200 mil familias subalimentadas que viven en zonas aisladas y no tienen ningún subsidio, así como la de casi 2 millones de pobres moderados que empeorarían sus niveles de vida.

“Se han tomado dos tipos de medidas que son también limitadas. Se ha dicho que se extiende el programa alimentario para zonas marginadas, pero resulta muy costoso llegar a poblaciones de menos de 500 habitantes dado que no existe infraestructura para proporcionar alimentación ni transferencias en efectivo. Es muy factible que no alcance”, apunta quien fue portavoz del Comité Técnico de Medición de la Pobreza el sexenio pasado.

Desde su punto de vista, es necesario reforzar el sistema de abasto rural de tiendas Diconsa para mantener controlados los precios de los alimentos en las zonas más pobres y que el gobierno regule el mercado, en la medida de lo posible, para evitar que se disparen los precios.

Carlos Rodríguez, integrante del Centro de Reflexión y Acción Laboral, manifiesta que se viven tiempos similares a los de 1986, cuando se tuvo que instalar la Mesa de Concertación Sindical y se exigía un incremento salarial de emergencia y control de precios.

En enero de 2006, precisa, la canasta básica recomendable por el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM costaba 80.83 pesos, y con el salario nominal de entonces (48.87 pesos) alcanzaba para adquirir el 60%. El 1 de abril de 2008, la misma canasta cuesta 114 pesos, y el salario es de 52.69, lo que sólo alcanza para comprar 45%.

“Sólo en el tiempo que lleva Felipe Calderón se ha registrado una pérdida de 45% del poder de compra, y únicamente en 2008 ese poder de compra ha caído 25%”, puntualiza, y agrega:

“Mientras una canasta con 40 productos básicos se incrementó 706% entre 1994 y 2007, el salario mínimo general sólo subió 236%.”

Para el investigador Jesús Sánchez Arciniega y sus colegas de la UNAM, la crisis alimentaria debe ser afrontada con una política de Estado de largo plazo que fortalezca al campo y garantice la producción alimentaria.

Vaticina: “No tardan en levantarse las organizaciones campesinas y obreras del país. Los precios han subido un promedio de un 30 a 50%, y como no tenemos controles de precios, seguramente veremos más aumentos”.

Mientras tanto, los efectos del encarecimiento ya se advierten en todo el país. En el Mercado Vasco de Quiroga, de la colonia popular Santa Fe, en la Ciudad de México, locatarios que venden frutas y verduras comentan que la gente gasta lo mismo, pero se lleva cada vez menos comida.

“Antes vendíamos como tres cajas de tomate, ahora nomás una. La gente está adquiriendo la mitad en fruta y verdura”, dice María Rosa García Pérez, quien atiende el local 87. Los comerciantes vecinos se quejan de lo mismo.

Afuera, en el área donde se tira la basura, una anciana espera paciente junto a la barda donde los comerciantes tiran la basura: los pedazos de tortilla que no vendieron, la pulpa de melón que quedó pegada a la cáscara, la carne adherida al hueso, los tomates magullados pero todavía buenos…

Es Juana Flores, indígena mexiquense que desde hace 40 años vive en el DF, quien suele recorrer el mercado para hurgar entre los desperdicios.

“Todo caro, todo caro; subió bastante. Ni modo que no vaya a comer”, dice para sí ante la mirada inquisitiva de la reportera mientras recoge unas tortillas que sacude y guarda en una bolsa de plástico…

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