Gabriel Cocimano
Ciertos indicadores de su vida geopolítica y económica inducen a pensar que Brasil ha logrado multiplicar en los últimos años su instinto expansivo y hegemónico. A sus innumerables inversiones energéticas y la adquisición de grandes activos industriales en la región, se sumó, meses atrás, el hallazgo de un extenso yacimiento de petróleo –un área de ochocientos kilómetros en el litoral sur de su plataforma marítima, con potencial para ser una nueva provincia petrolera mundial– que convertirá a Brasil en un país de proporciones exportadoras al nivel de Venezuela y los países árabes, y lo pondrá, seguramente, en las puertas de ingreso a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Por otra parte, el anuncio de la construcción de un corredor bioceánico de 4 mil 700 kilómetros, que unirá desde 2009 los puertos de Santos, en el Atlántico, con los chilenos de Arica e Iquique, en el Pacífico, surcando el territorio boliviano, le permitió fijar una estrategia para beneficiarse con múltiples acuerdos comerciales. El proyecto muestra a las claras el liderazgo brasileño y su intención, más allá de los intereses estratégicos y comerciales, de exhibir su imponente presencia natural en la región, que de alguna manera disputa con la Venezuela de Hugo Chávez.
La actitud de Brasilia, tendiente a conciliar el largo distanciamiento entre Santiago de Chile y La Paz –a causa de un viejo reclamo boliviano de devolución de una salida soberana al océano Pacífico, perdida a manos de Chile por una guerra del siglo XIX– es un termómetro que mide el grado de compromiso y la magnitud de la influencia brasileña en Sudamérica.
Pero, asimismo, Brasilia tiene otras razones: asegurarse el suministro de gas natural boliviano y reducir la influencia de Chávez. Cuando en mayo de 2006 Evo Morales nacionalizó los hidrocarburos, hubo cortocircuitos entre La Paz y la estatal brasileña Petrobrás, que es el mayor inversionista en gas boliviano y una permanente cabecera de playa en la región, punta de lanza de su expansión regional.
Es por eso que el presidente Lula pivoteó un millonario acuerdo de inversión petrolera en el país del altiplano, que incluye una línea de crédito de 600 millones de dólares para construir carreteras y puentes, así como para otorgar préstamos a agricultores para la compra de maquinarias agrícolas. Mantener el orden interno y el de un vecindario históricamente desintegrado parece ser prioritario para una nación fuertemente expansiva.
Además, Brasil tomó la decisión de confeccionar un registro de dueños de tierras para proteger la cuenca del Amazonas. Respecto de la tenencia extranjera de tierras fronterizas, sólo se puede vender a extranjeros tierras ubicadas a más de cincuenta kilómetros de la frontera. Lo cual indica la vocación de protección y las políticas de resguardo de su soberanía.
Según un reporte de las Naciones Unidas, el grado de transnacionalización del aparato productivo es mucho menor en Brasil que, entre otros, su vecino del sur: Argentina. En ésta es elocuente el nivel de extranjerización de su estructura productiva: más del setenta por ciento de sus quinientas compañías líderes son de capital foráneo. Entre ellas figuran precisamente muchas de bandera brasileña, lanzadas a adquirir activos en toda la región. En el sector de industrias extractivas, como la minería, la participación del capital externo en Brasil es de poco más del diez por ciento. En tanto la transnacionalización argentina es absoluta: el cien por ciento, una cifra sólo comparable a la de los países africanos como Gabón, Ghana, Guinea y Malí. A su vez, la participación de filiales extranjeras en la producción de petróleo y gas en Brasil, fue de sólo el dos por ciento en el año 2005, mientras que en Argentina fue del ochenta y uno por ciento. El promedio para Latinoamérica es del dieciocho por ciento.
Brasil, además, participa de un acuerdo de libre comercio y cooperación con India y Sudáfrica –el IBSA, firmado en 2003–, y que va camino a convertirse en el G-8 del hemisferio sur. Las tres potencias negocian un asiento para cada uno en un Consejo de Seguridad ampliado de la ONU.
Tal es el panorama que se le abre al gigante sudamericano que ha logrado, en los últimos años, alterar su metabolismo. Prueba de ello es el sugerente nombre –Tupí– con el que designó al formidable yacimiento de petróleo detectado en la cuenca de Santos.
El nombre Tupí tiene una fuerte connotación simbólica en el imaginario brasileño. Y es que en la cosmovisión cultural de la etnia tupí, originaria de la región del litoral brasileño, hay un elemento que reviste singular importancia en su caracterización: se trata del jaguar, símbolo de la naturaleza anónima, antropófaga y predadora. La identificación con aquel animal –insigne cazador, provisto de gran apetito sexual, lo que lo convierte en un ser fuertemente social– y el significado mítico del jaguar en el sistema cultural Tupinambá –manifestación de la naturaleza versus la cultura, origen de la alimentación y la vida–, han hecho de la práctica de la guerra y la ejecución ritual de los prisioneros la meta y el motivo fundamental de su propia identidad como etnia.
El simbolismo que inviste al jaguar parece estar implícito en el imaginario de la clase política y empresaria brasileña. El gigante amazónico acaso haya recuperado su instinto de gran cazador, el aura de figura fuertemente carnívora con que está investido el jaguar, como precioso instrumento cultural de su imaginario nativo.
La voracidad del jaguar no parece detener su marcha. La expansión de un proyecto energético altamente competitivo en el contexto planetario, y su clara finalidad de conseguir una puerta de salida para sus productos en el Pacífico, además de exhibir su presencia y compromiso regional, ilustra sus aspiraciones de hegemonía.
Es necesario que Latinoamérica estreche sus lazos con Brasilia en un pacto de convivencia regional en el que cada actor fortalezca sus alianzas y salde los recelos y diferencias. Sólo así podrá desandar el largo camino de marginación y quietud de los pueblos, sin deteriorar sus particularismos y su diversidad, y evitar entonces caer en una balcanización definitiva.
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